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"A MIS SACERDOTES" De Concepción Cabrera de Armida. CAPITULO IV: Transformación.


Mensajes de Nuestro Señor

Jesucristo a sus Hijos Los Predilectos. 

(“A mis Sacerdotes” de Concepción Cabrera de Armida)


IV


TRANSFORMACIÓN 


El transformar un sacerdote en Mí es, en cierto sentido, como mayor milagro que el de la transubstanciación; solo siendo puro puedo transformarlo en Mí sin lastimarme, y en esos momentos lo purifico con doble sangre, con gemidos hacia mi Padre, con todo mi divino poder. 

En ese momento, con mi potencia purificativa, lo transformo en Mí, pero en él queda la mancha hasta que, arrepentido y contrito, la borre de su alma, ya sea con la perfecta contrición, o bien confesando con la atrición. Yo perdono, pero he puesto en mi Iglesia las condiciones del perdón. 

Otro punto que me lacera es que, con toda conciencia de pecado, mis sacerdotes se atreven a celebrar y a impartir mi Sacramento. 

Y me lastiman, porque obligan a mi Omnipotencia a purificarlos ante mi Padre; porque me obligan a cargar su pecado que repugna a la pureza de mi ser; pero en ellos queda la mancha, mientras no quieran borrarla, ni quitar las ocasiones, ni arrepentirse. Yo cubro lo que puedo, pero lo que no puedo, no. 

No puedo avasallar el libre albedrío que di a la criatura; no puedo, si ella no quiere, atropellar su voluntad que respeto y amo. 

En cuanto a Mí toca, transformo al sacerdote a la hora del Sacrificio aun cuando me repugna su contacto. Ese dolor me toca a Mí sufrirlo. Pero el sacerdote sacrílego, por su pecado en Mí, comulga su condenación; es decir, queda en pie su pecado, que no se le ha perdonado, queda réprobo, ante mis ojos y con el mayor de los crímenes; porque si es duro y doloroso para Mí transformarlo en Mí al estar manchado, es más crimen para él y más doloroso para mí el que me introduzca en él al recibir la blancura que soy Yo en el lodazal que son entonces su cuerpo y su alma. 

Comulga su sentencia de condenación, aunque reciba en la Misa sacrílega mi Cuerpo de azucena y mi sangre purificadora, pues en lugar de que estas riquezas lo limpien, acrecientan su crimen. Y si en cualquier fiel es esto para Mí un pecado horrible que ofende a la Trinidad, el sacrílego pecado del sacerdote que me recibe manchado no tiene comparación. ¡Y es tan frecuente esto! Es un reto a la divina justicia, es un punible desprecio de lo divino, pues prefieren el fango al cielo. 

Por más que arrastren su dignidad por la tierra, ante la mirada de mi Padre existen en ellos el carácter imborrable, el sello santo que los consagró míos. El Espíritu Santo queda también contristado al ver despreciada la unción santa que en aquel cuerpo y en aquella alma imprimiera; y que Yo, el Verbo, víctima siempre a favor del mundo, quedo despedazado por aquel mismo que debiera con sagrado deber, ser víctima satisfactoria en unión Conmigo. 

Nadie sabe los sagrados compromisos que los sacerdotes contraen con la Trinidad; por eso no pueden medir la magnitud de sus infidelidades ni la de su crimen al ofenderla así, puesto que los pecados de los sacerdotes, más que los de los otros, van contra la Trinidad, contra los fieles, contra la Iglesia y contra ellos mismos” 


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“A los Sacerdotes, hijos predilectos de la Virgen Santísima.”


El rosario es la oración que desde el Cielo yo misma vine a pediros.

Con ella lográis descubrir las insidias de mi Adversario; os sustraéis a muchos de sus engaños, os defendéis de muchos peligros que os tiende; os preserva del mal y os acerca cada vez más a Mí para que pueda ser verdaderamente vuestra guía y protección.

Como ya sucedió en otras ocasiones decisivas, también hoy la Iglesia será defendida y salvada por su Madre victoriosa, a través de la fuerza que me viene de vosotros, mis pequeños hijos, con el rezo frecuente de la oración del santo Rosario.


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