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UN SACERDOTE VISITA EL INFIERNO.






Primera parte...
por María Ferraz


Impactante relato de un sacerdote católico visitado por un ángel, quien lo llevó al infierno para que viera en las condiciones que se encuentran las almas condenadas, los que rechazaron el amor de Dios.


Apocalipsis 21, 8: “… los impíos tendrán su parte en el lago que arde con fuego y azufre y allí serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos…”

Después de los sueños que tuviera la semana pasada no tenía dudas de que el ángel se me apareciera, nuevamente, para llevarme al Infierno. Yo debía visitar el lugar de los réprobos en la condenación eterna, para examinar de cerca, los horrores sufridos por las almas condenadas, por causa de sus pecados cometidos en la tierra. Hacia muchas noches que dormía sobresaltado. 

Y rezaba, rezaba mucho, pidiéndole a Dios que me dispensara de ver el sufrimiento de las almas del Infierno.

Y algunos días pasaron pero al final el mismo ángel, de fisonomía alegre y tan divina, que me había llevado al Cielo, y, antes al Purgatorio, se presentaba delante de mí, con semblante cargado y austero. Pregunté: 

¿Porqué estas tan serio? 

El Infierno es tan horrible que los mismos ángeles de Dios se transforman cuando tienen que ir a él, en el cumplimiento de alguna misión. Yo mismo no deseaba mostrárselo a nadie, pero esta es la tercera vez que tengo encargado de hacerlo. 

Pues, pensé para mi mismo: 

¡Si este ángel quien mora en el Cielo y lo puede todo, no desea ir al Infierno, cuánto menos yo! 

Recuerdo que en el sueño, me arrodillaba en el suelo y le decía al ángel que yo tampoco quería ir, pero, si esa era la voluntad de Dios, estaba listo. Le pedí que me ayudara a no estar impresionado con lo que tuviese que ver allá. 

El me respondió que Dios quería que yo observara los horrores de la condenación eterna, por causa de mi misión de Sacerdote, a fin de que pudiese predicar mejor contra el pecado.

Y diciéndome estas palabras, me sujetó por la cintura y de repente nos encontramos en el espacio volando por entre nubes pesadas y amenazadoras. 

Y me abracé con mi protector, cuya fisonomía cada vez me abatía más. Noté entonces que, al contrario de otras veces, íbamos descendiendo. Y aquella sensación desagradable de que iba a llevar una gran caída, me asustaba en cada momento. Pensaba, de instante en instante, que algún obstáculo se presentara delante de nosotros y mi corazón se encogió como si fuera a dejar de bombear. Esto se acentuaba mas cuando entramos en una nube espesa, oscura, aterradora. Tenía la impresión horrible de que algo extraordinario estaba a punto de suceder y comencé a llorar. 

El ángel me abrazó con cariño y me dice: 

No temas nada. Estás con mi asistencia y tengo poderes de Dios para protegerte.

Y queriendo distraerme un poco, añadió: 

¡Mira para arriba! 

Fue entonces que, por primera vez observé la Tierra distanciándose de nosotros. Perdida en el espacio, girando, vertiginosamente, y en la proporción que descendíamos, ella se volvía cada vez menor.

Un viento caliente como si fuera de un horno comenzó a soplar. Tenía los labios resecos, los ojos hinchados y las orejas prendidas en fuego. ¿Mi Dios, qué será de mí? El ángel no hablaba. Estaba serio y preocupado, continuaba sujetándome por la cintura. Aquel su brazo era el único alivio que experimentaba en aquellas circunstancias.

Y la certeza de que habría de protegerme, me daba aliento para continuar aquel misterioso viaje. 

¡Estamos llegando!, oí. Era el ángel anunciando que estábamos próximos a la gran puerta del Infierno. 

¿Porqué tu voz suena tan diferente? Le pregunté. Aquella voz, antes tan suave y delicada, ahora parecía un sollozo del infinito.

¡Allí está la grande y amplia puerta del Infierno! 

El ángel me apuntó para abajo, donde podía ver una enorme ráfaga de humo negra, saliendo por las rendijas de las puertas, un fuego aterrador, que parecía consumir todo lo de adentro. 

¿Será que el fuego está destruyendo el Infierno? Pregunté. 

¡No! Respondió el ángel. El fuego del Infierno es eterno y no se acaba nunca. Ni tampoco consume las almas que moran allí. ¡Ellas son quemadas, mas no destruidas! 

Nos aproximábamos cada vez más a la puerta grande.

Ahora disminuía la velocidad de nuestro descender y podíamos ver claramente por las pasaduras de la puerta, el fuego caliente y voraz de infelicidad eterna. Llegamos, “ya están ahí en la sala de espera. Piensan que somos condenados”.

Miré para un lado y me encontré con más de un centenar de demonios. Espectáculo horrible, que no quería describir.

Eran como grandes hombres, con colas y cuernos, trayendo en las manos, unas grandes rastrillos tan caliente como si fueran de hierro incandescente. Cuando abrían la boca, dejaban salir llamas de fuego por entre los dientes y los ojos estaban abiertos de par en par casi fuera de órbita. Agarré fuertemente a mi compañero, sintiendo la calentura de una de aquellas feas bocas abiertas junto a mi rostro, cuando una risa infernal, histérica como de un loco, se hizo oír por las quebradas del Infierno. Parecía un trueno retumbando por la eternidad.

¿Qué es eso? Pregunté asustadísimo.

Es la señal que ellos dan cuando llegan almas para su reino. Esta risa horrible es de satisfacción que ellos sienten en su triunfo pasajero en contra de Dios.

El ángel había puesto su espada de oro apuntando a los demonios aglomerados delante de nosotros, exclamando: 

Vine de parte de Dios, váyanse enseguida. 

Al escuchar el nombre de Dios, los diablos se habían ido, con gran alboroto y relinchando de rebelión, dejando cada uno tras otro, un rastro de fuego, dando rugidos que agitaron las puertas de la entrada infernal. 

Ahora estamos solos. Nadie nos molestará. Lee aquella inscripción. 

Obedeciendo la indicación de mi protector, levanté los ojos para lo alto de la puerta del infierno y leí estas palabras: 

“¡Ustedes que entran aquí, dejen afuera todas sus esperanzas porque nunca mas saldrán de aquí!” 

Esta leyenda está escrita en letras de fuego y solo pensar en el destino de los condenados al fuego eterno, me estremecí de horror. 

¿Vamos a entrar? Me invito el ángel. 

Dentro un cuadro horrible se presentó ante mis ojos. Eran unas almas envueltas en grades hogueras, cuyas llamas devoraban amenazadoramente, las paredes tétricas de la cárcel de Infierno. Me fui aproximando, lentamente, completamente asombrado, aquellos infelices que proferían y rugían como fieras embravecidas. Delante de mi espanto me dice el ángel: 

Esto no es nada. Estamos en el primer grado de condenación eterna. 

Y marchando mas rápidamente exclamó: 

Ven conmigo. 

Atravesamos un mar de fuego, donde los demonios histéricos daban risas de locos, abriendo aquellas enormes bocas cerca de mi cara, dejándome temblando de pavor. Un aliento caliente salía de sus entrañas, viniendo a borbotones una fumarada fétida.

El ángel me mostró un departamento de los que estaban todavía esperando el grado de condenación que Lucifer, el jefe del Infierno les daría dentro de pocos días. Ví en estas almas una fisonomía pavorosa de sufrimiento. Ímpetu de revuelta, una constante proliferación de improperios salían de sus bocas ardientes. Allí se escuchaba llanto y más adelante, el desespero que oímos de rencor. Millares de demonios robustos, armados con rastrillos, empujaban a estas almas para el interior de un oscuro agujero donde solo había llanto y rechinar de dientes.

Cerré los ojos para no presenciar más aquel doloroso espectáculo y fui amparado por mi amigo que se aproximó a mí. Me confortó: 

Dios quiso que vieras estas escenas, pero nada sufrirás.

Quiero mostrarte diversos castigos impuestos a las almas de acuerdo con la calidad de los pecados de cada criatura. 

En este momento pasaron dos demonios terribles dando risas que parecían retumbar de fuertes truenos. 

¿De dónde vienen ellos? Pregunté. 

Vienen de la Tierra. Fueron a buscar un moribundo que acaba de morir. No quiso confesarse y murió en pecado.

Y, apuntándome para la infeliz criatura dice: 

¡Mira quién es!

Cuando miré, me encontré con uno de mis amigos que, realmente, estaba enfermo en la Tierra. Cuando me vio, abrió los ojos, rechinó sus dientes y se contorsionó convulsivamente, revolcándose en el suelo caliente del infierno, dejándome temblando de agonía y miedo.

Quedé impresionado con la muerte y la condenación de mi amigo. 

Si yo estuviese en la Tierra, habría conseguido confesarlo.

Imposible, dice el ángel. Rechazó la gracia de Dios y fue destinado a su propio destino. 

Llegamos, finalmente, a un lugar descampado, donde el ángel me mostró varias clases de sufrimientos.

Vimos rostros contorsionados por la amargura de dolor, parecían querer devorarnos con sus ojos. Los brazos descarnados por el fuego se extendían hacia nuestra dirección. Como pidiendo un socorro que no podíamos dar. Comencé a sentirme mal en aquel ambiente de sufrimiento y abracé al ángel, llorando convulsivamente. 

¿Tienes miedo? 

Tengo, sí. Sobre todo pena por estas almas. Pienso en por qué fue que se condenaron. ¿De quién sería la culpa? ¿De ellas mismas? 

¡En tu pregunta, leo tu pensamiento…sé lo que quieres decir! 

Si querido ángel. Pienso en la gran responsabilidad de los Sacerdotes. ¿Muchos se pierden por nuestra negligencia, no es verdad?

En el Cielo, no me quisiste mostrar el lugar de gloria de los sacerdotes. ¿Será que vas a mostrarme aquí su condenación?

Fue una orden que recibí de Dios. Mostrarte el lugar donde están las almas de los sacerdotes que no se salvaron. 

A medida que marchábamos, el espectáculo de horror iba creciendo. El ángel me dice: 

Recuerda que este sufrimiento aquí es eterno. En le Purgatorio todavía hay esperanza de salvación. Pero aquí, todo termina con la entrada del condenado a esta ciudad maldita. 

Y volteándose rápidamente para mí, añadió: 

¿Pero, sabes cuál es el mayor sufrimiento en el Infierno? Es la ausencia de Dios. El saber que existe una felicidad suprema, un lugar de tranquilidad donde todos nuestros deseos son satisfechos, un lugar de gloria, donde no hay dolores ni lamentos, para el cual fueron todos creados, sin poder, nunca más, salir de aquí. Y lo peor todavía es que las almas condenadas saben perfectamente que están aquí por libre y espontánea voluntad. ¡Dejar al Cielo por este sufrimiento eterno! 

Así pues, ¿la ausencia de Dios es todavía peor que eso? 

Sí. Este sufrimiento es impuesto por el propio pecado. Recuerda, por lo tanto, que el hombre fue hecho para Dios, pues Dios es su último fin. ¡Y no tienen a Dios! Siempre tendrán ese eterno deseo, esa eterna insatisfacción. 

Llegamos a un lugar exquisito, donde el ángel paró, ¡diciéndome que yo iba a ver lo que jamás pensaba ver! 

Es un lugar de misterio dice el ángel. Un lugar misterioso, diferente a los otros, donde están las almas predilectas de Satanás… 

¿Las almas predilectas de Satanás? ¿Quiénes son?

Predilectas de Satanás y de Dios también… 

Yo estaba jadeante, con una respiración de desespero, sin saber de que se trataba. En cuanto el ángel seguía su explicación. 

Estas almas son escogidas por Dios para un lugar destacado en el Cielo. Pero Satanás con envidia, las desea más que a otras y manda legiones de demonios para la Tierra para buscarlas. Ellos tienen orden de Lucifer de emplear todos los medios para que se pierdan. 

Pues, ¿por qué no me dices quienes son esas almas? 

Y, apuntándome a unas nubes de fuego, me mostró algunos demonios que viven en agonías horribles, acompañados por los gritos proferidos por una alma que no podía saber quién era. 

¿Qué alma es esta? Pregunté. 

¡Pobre alma! Exclamó el ángel. Alma querida de Dios, hecha por Dios para salvar al mundo, para dar santos al mundo y, ahora, aquí se quedará eternamente sin poder gozar de la gran recompensa que Dios le había reservado. 

Querido ángel, dime, ¿de quién se trata? 

Su lugar estará vacío por siempre en el Cielo. Jamás será ocupado por otra alma. 

Ahora vas a saber de quién es esta alma. Ellos van a abrir la cárcel de esta infeliz criatura. ¡Ella estará junto a otras compañeras de eterno infortunio! Ves, están abriendo la puerta. 

Mis ojos estaban pegados a la gran puerta, delante de nosotros. Mi corazón pulsaba tan fuerte, que no podía permanecer de pie. Mis piernas temblaban, estaba lleno de gran pánico hasta que sentí desvanecer mis fuerzas. Le aseguré al ángel diciendo: 

Me voy a desmayar… No, dice el ángel.

El poder de Dios te dará la fuerza porque todavía veras otra cosa peor! 

Y, caído en el piso caliente del Infierno, a los pies de mi protector, fui siguiendo los movimientos de los demonios, abriendo aquella cárcel de misterio. Un estruendo horroroso sacudió toda aquella sala inmensa.

En este momento, levantándome por el brazo, me dice el ángel: 

¡Mira las almas que están adentro! 

¡Las miré! ¡Mi Dios, que aflicción, que dolor tan profundo tenía todo mi ser. ¡No puedo creer lo que veo! 

Y, mirando fijamente aquellos animales horribles, aquellas bestias horrorosas, en contorciones y espasmos horripilantes, exclamó el ángel: 

¡Ahí están ellas! Son las almas de todas las madres que se condenaron. Las almas predilectas de Dios, las almas queridas de Dios, aquellas por quienes Dios tenía más predilección. Ellas, las almas de las infelices madres que no supieron ser madres, que despreciaron el gran privilegio de la maternidad, que descuidaron a sus hijos, dejando que muchos se perdieran por causa de su negligencia. 

Yo miraba, atónito, aquel espectáculo tenebroso, en el que asquerosos demonios, amenazadores como perros furiosos, se arrojaban sobre aquellas almas transformadas en insectos, como para querer devorarlas, espetando las puntas de sus rastrillos incandescentes.

Mientras yo estaba tan absorto en mis pensamientos, ví a otro grupo de demonios que arrastraban otra madre que entró en la condenación eterna. Fue entonces que levantando los ojos pude leer en el techo de esa horrible prisión, las siguientes palabras, como un macabro homenaje a las madres que estaban allí. 

“¡Estas son nuestras colaboradoras, en la gran obra de perdición del mundo!”

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