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LOS SUEÑOS DE SAN JUAN BOSCO.(PARTE 8)

ENCUENTRO CON CARLOS ALBERTO


SUEÑO 15. —AÑO DE 1847.
(M. B. Tomo III, págs. 539-540)

La gratitud y el afecto que San Juan Bosco sentía haciael rey Carlos Alberto fue puesto de manifiesto repetidasveces por el Santo, como lo atestiguan las Memorias Biográficas.

Tras hacer referencia a la liberación de Roma por lastropas francesas y a la entrega de las llaves de la Ciudad Eterna al Papa Beato Pio IX por el general Oudinot, Don Lemoyne continúa: «Pero si [San] Juan Bosco recibió un gran consuelo al conocer esta noticia, llegó a Turín otra que causó un profundo dolor a él y a sus hijos. Gravemente enfermo de una antigua dolencia, en Oporto y abrumado bajo el peso de la desventura, Carlos Alberto, confortado con los auxilios de nuestra Santa Religión, murió como un buen cristiano el 28 de julio de 1847. 

[San] Juan Bosco hizo rezar, como era su deber, por un soberano al cual estimaba y amaba sobremanera y que en repetidas ocasiones había ayudado y protegido a su institución. Su dolor iba unido a una gran esperanza, pues el monarca había sido muy devoto de la Consolata y su caridad para con los pobres había sido excepcional. Sobre su féretro no aletearon las angustiosas dudas que a veces atenazan el corazón sobre el destino eterno de un alma, antes como un amable recuerdo que ocupaba la mente de [San] Juan Bosco, de cuando en cuando, la figura de Carlos Alberto, reverdecía en la fantasía de nuestro fundador, y así, algunos años después nos contaba a dos de sus hijos esta graciosa pesadilla que le había durado toda la noche:

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Me pareció encontrarme en los alrededores de Turín, paseando por el centro de una gran avenida. Cuando heaquí que viene a mi encuentro el rey Carlos Alberto, el cual, sonriente, se detuvo a saludarme.
— ¡Oh, majestad!, —exclamé.
— ¿Cómo está usted, [San] Juan Bosco?
—Muy bien, y me alegro mucho de verle.
—Si es así, ¿me quiere acompañar a dar un paseo?
—Con sumo gusto.
— ¡Pues, vamos!
Nos pusimos en camino hacia la ciudad. El rey no llevaba puesta ninguna insignia que declarase su dignidad; vestía ropas blancas, aunque no del todo blancas.
— ¿Qué piensa de mí?, —me preguntó el monarca.
—Sé que es un buen católico, —le repliqué.
—Para Vos, soy algo más que eso; sabe cómo he amado siempre su obra. Siempre tuve el mayor deseo de verla prosperar. Me habría gustado muchísimo ayudarlo, pero los acontecimientos me lo impidieron.
—Si es así, majestad, me atrevería a hacerle un ruego.
—Hable, hable.
—Le pediría que presidiese la fiesta de San Luis Rey que vamos a celebrar en el Oratorio este año.
—Con mucho gusto: pero tenga presente que la cosadaría mucho que hablar; sería algo inaudito, por lo queparece que no es conveniente una fiesta tan sonada. Contodo, veré la manera de complacerlo, aun sin mi presencia.
Continuamos hablando de otras cosas hasta que llegamos cerca del Santuario de la Consolata. En dicho lugar había como una entrada subterránea en la ladera de una elevada colina y la galería a que daba acceso, en vez de descender, subía.
—Hay que pasar por aquí, —me dijo el rey.
Y doblando las rodillas y tocando casi el suelo con su majestuosa frente, sin cambiar de postura, comenzó a subir y desapareció.
Entonces, mientras yo examinaba aquella entrada y procuraba penetrar con la vista la oscuridad de las tinieblas, me desperté».

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Compulsando la fecha de este sueño hemos comprobado que poco después, en el Oratorio se recibió un generoso donativo de la Casa Real. El corazón de Don Bosco latía al unísono con el de
Carlos Alberto, Beato Pío Pp. IX y el San José Benito Cottolengo y a sus jóvenes estuvo reservado el honor de cantar muchas veces en la Catedral la Misa de Réquiem en el aniversario de la muerte del monarca.


EL PORVENIR DE CAGUERO
SUEÑO 16. —AÑO DE 1854.
(M. B. Tomo V, págs. 105 107)

La Santísima Virgen dio una nueva prueba de suespecial protección y de su maternal agrado por cuanto los alumnos del Oratorio habían hecho en favor de los apestados de Turín, otorgando la curación al joven Juan Cagliero, más tarde Eminentísimo Cardenal de la Santa
Madre Iglesia.

«Mientras no existía ya esperanza alguna en los medios humanos —escribe [Beato] Miguel Rúa— Don Bosco recomendó al enfermo que recurriese a la Virgen, anunciándole al mismo tiempo que sanaría, y yo me quedé asombrado al comprobar la realización de aquella profecía».

Vamos a exponer el hecho con todos sus pormenores: Un día, hacia fines del mes de agosto, Juan Cagliero, cansado por el trabajo realizado en la asistencia de los enfermos, al volver del lazareto a casa se sintió mal y hubo de acostarse. [San] Juan Bosco, que lo amaba como un padre, hizo que se le prodigasen todos los cuidados posibles para salvarlo de las terribles fiebres gástricas que padeció durante dos meses casi; pero todo fue inútil. Dada la gravedad del mal, pocos días después de haber comenzado a guardar cama, Cagliero se confesó y recibió la Sagrada Comunión. Pero las fiebres fueron en aumento de tal manera, que en el término de un mes redujeron al enfermo a los extremos. San Juan Bosco había anunciado en público que ninguno de sus hijos moriría de la epidemia reinante en la ciudad, con tal que todos sé mantuviesen en gracia de Dios. Cagliero, que entonces contaba dieciséis años, confiaba plenamente en las palabras de San Juan Bosco; pero lo peor en su caso era que su enfermedad no provenía ni mucho menos del morbo asiático. En el Oratorio todos estaban convencidos de que el paciente pasaría de un día a otro a la eternidad; el joven enfermo, entretanto, estaba tranquilo.

Dos célebres médicos de Turín, Galvano y Bellingeri, después de una consulta, declararon que se trataba de un caso desesperado y aconsejaron a San Juan Bosco que administrase al paciente los últimos sacramentos, pues probablemente nol¡legaría al día siguiente. Entonces el clérigo Buzzetti advirtió a Cagliero del peligro en que se encontraba y le anunció que [San] Juan Bosco vendría para confesarlo, darle el Viático y administrarle la Extremaunción.

El Santo no tardó en entrar en la habitación del enfermo con la intención de prepararle al gran paso; cuando, habiéndose detenido en el umbral de la puerta, vio ante sus ojos un maravilloso espectáculo:

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Vio aparecer una hermosísima paloma, la cual, como un objeto luminoso, esparcía a su alrededor destellos de luz vivísima, de forma que toda la habitación estaba intensamente iluminada. Llevaba en el pico una ramita de olivo y volaba una y otra vez alrededor de la habitación.

Cuando deteniendo el vuelo sobre el lecho del enfermo, tocó los labios del paciente con el ramito de olivo y después lo dejó caer sobre su cabeza. Y despidiendo una luz más viva aún, desapareció.

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San Juan Bosco comprendió entonces que Cagliero no moriría, pues le quedaban que hacer muchas cosas para gloria de Dios; que la paz, simbolizada por aquel ramo de olivo, sería anunciada por su palabra; que el resplandor de la paloma significaba la plenitud de la gracia del Espíritu Santo que algún día lo investiría. Desde aquel momento el Santo alimentó la idea confusa, pero firme, que perduró siempre en él, de que el joven Cagliero seria Obispo. Y sin más, consideró como realizado aquel pronóstico cuando Cagliero partió por primera vez Para América.

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A esta primera visión sucedió otra. Al llegar San JuanBosco al centro de la habitación, desaparecieron como por ensalmo las paredes y alrededor del lecho del enfermo vio una gran multitud de figuras extrañas de salvajes, que tenían la mirada fija en el paciente y que llenos de temor parecían pedirle socorro. Dos hombres que sobresalían entre los demás, uno de aspecto fiero y negruzco y otro de color de bronce, de elevada estatura y porte guerrero, con cierto aspecto de bondad, estaban inclinados sobre el pequeño moribundo.

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San Juan Bosco comprendió más tarde que aquellas fisonomías correspondían a los salvajes de la Patagonia y de la Tierra del Fuego.

Estas dos visiones duraron breves instantes y ni el joven enfermo ni los allí presentes se dieron cuenta de nada.
San Juan Bosco, con su acostumbrada serenidad y su habitual sonrisa, se acercó al lecho lentamente, mientras Cagliero le preguntaba:
— ¿Es acaso ésta mi última confesión? — ¿Por qué mehaces esa pregunta?, —le replicó San Juan Bosco. Porqué deseo saber si he de morir.
San Juan Bosco se reconcentró un poco y le dijo:
—Dime, Juan ¿te gustaría ir ahora al Paraíso, o quieres mejor curar y esperar aún?
—Oh, mi querido [San] Juan Bosco—contestó Cagliero—, elijo lo que sea mejor para mí.
—Para ti sería ciertamente mejor el marcharte ahora mismo al Paraíso, dados tus pocos años. Pero no es ahora tiempo de ello; el Señor no quiere que mueras ahora. Hay muchas cosas que hacer; sanarás y, según tu deseo de siempre, vestirás el hábito clerical..., llegarás a ser sacerdote, y después... después... — aquí San Juan Bosco dejó de hablar y quedó un tanto pensativo— y después... con tu breviario bajo el brazo tendrás que dar muchas vueltas... y tendrás que hacer llevar el breviario a otros muchos.... sí, tienes que hacer aún muchas cosas antes de morir... e irás lejos, muy lejos.
Y calló sin decirle adonde iría.
—Si es así —replicó Cagliero— no es necesario que me prepare a recibir los Sacramentos. Yo tengo mi conciencia tranquila. Me confesaré cuando me levante y cuando todos mis compañeros se acerquen a los Sacramentos.
—Bien —le contestó San Juan Bosco—, puedes aguardar hasta que te levantes.
Y ni lo confesó ni le habló más de los últimos sacramentos.
Desde aquel momento Cagliero no se preocupó lo más mínimo de su enfermedad, pues tenía la seguridad de que su curación era cosa ciertísima.
Y, en efecto, no tardó en comenzar a mejorar, entrado en una franca convalecencia. Pero cuando parecía alejado todo peligro, como sus parientes le hubiesen mandado en el mes de septiembre un poco de uva, el muchacho la comió con avidez, como un alimento que él consideraba inofensivo, y volvió a recaer, encontrándose al borde del sepulcro.
Se le hubo de avisar a la madre que volviese a verlo, comunicándosele al mismo tiempo el mal cariz que había vuelto a tomar la enfermedad, y la buena mujer se apresuró a retornar de Castelnuovo. Apenas penetró en la habitación y vio a su hijo en aquel estado, exclamó dirigiéndose a las personas que le asistían:
— ¡Mi Juan está muerto! Por lo que veo, todo ha terminado.
Pero Juan, manifestando la alegría que sentía por la llegada de la madre, sin más comenzó a decirle que pensase en prepararle la sotana de clérigo con todos los demás accesorios, para su vestición clerical. La buena mujer creyó que su hijo deliraba y, en efecto, dijo a [San]
Juan Bosco que llegaba en aquel preciso momento:
—Oh, [San] Juan Don Bosco, ¡cuan cierto es que mi hijo está muy malo! Está delirando y me habla de vestir el traje de sacerdote y me ha dicho que le prepare todo lo necesario.
Y el Santo le contestó:
— ¡No, no, mi buena Teresa!, vuestro hijo no delira, se ha expresado muy bien; prepararle, pues, todo lo necesario para vestirlo de clérigo; tiene que hacer aún muchas cosas y no puede ni quiere morir. Cagliero, que lo oía todo, dijo:
— ¡Qué, mamá! ¿No lo habéis oído? Usted me hace la sotana y [San] Juan Don Bosco me la impondrá. ¡Sí, sí —exclamó la madre llorando—, ¡pobre hijo mío!
Te pondremos un traje, pero Dios quiera que no sea muy distinto del que deseas.
San Juan Bosco procuró tranquilizarla, asegurándole que vería a su hijo vestido de clérigo, pero la buena mujer seguía diciendo en voz baja:
—Te pondré un traje cualquiera cuando te metan en la caja.
El hijo, en cambio, sin perder la alegría, hablaba con todos los que venían a visitarlo, de la sotana que pronto vestiría. En efecto, porque tal era ¡a voluntad de Dios ,cuando recuperó un tanto las fuerzas, la madre se lo llevó al pueblo. Estaba tan delgado que parecía un cadáver, estaba tan debilitado que no sé podía sostener, en pie sino que tenía que caminar apoyado en un bastón; daba compasión verlo. Y entretanto seguía insistiéndole a la madre que le preparase su equipo de clérigo, y la buena mujer decidió complacerle. Las personas que la veían entregada a esta tarea le preguntaban:
—¿Qué hacéis, Teresa?
—Estoy preparando la sotana para mi hijo.
—Pero si está medio muerto, si apenas se puede sostener en pie.
—Y, sin embargo, él lo quiere así.
En una carta que San Juan Bosco le había escrito desde Turín, con fecha del 7 de octubre, le decía: «Muy querido Cagliero. Me complace grandemente el saber que mejoras de salud; nosotros te esperamos para cuando puedas venir, lo principal es que te encuentres perfectamente bien; que sigas tan alegre como de costumbre. Me parece muy bien que te vayas preparando para la vestición... Saluda a tus parientes; rogad todos por mí y que el Señor os bendiga y os colme de toda suerte de prosperidades. Créeme tuyo afectísimo: [San] Juan Don
Bosco».
Se acercaba el día en que Cagliero tenía que regresara Turín para la vestición. Sus amigos y parientes intentaban quitárselo de la cabeza dado su estado enfermizo, diciéndole que dejase para otra fecha su toma de sotana.
Pero él contestó:
—De ninguna manera. Tengo que tomar la sotana ahora, porque así me lo ha dicho [San] Juan Don Bosco.
Otros decían que era demasiado joven, que todavía tenía que hacer el último curso de bachillerato; pero él les contestaba:
—No importa, [San] Juan Don Bosco me lo ha dicho.
Por mera coincidencia, el día que tenía que partir para el Oratorio era el mismo en que su hermano tenía que contraer matrimonio, por lo que éste le insistía para que se quedase a asistir a aquella fiesta. Juan le respondió: Tú haz lo que quieras, que yo, por mi parte, haré también lo que más me plazca; esto es: recibir el hábito clerical. Los parientes querían retenerlo, diciéndole que si se marchaba, daba muestras de que la persona que el hermano había escogido para esposa no le era grata.
—Mi hermano que haga lo que quiera; les aseguro que estoy contento, contentísimo de la elección que ha hecho.
¿No les basta esto?, —replicó Juan—. ¿Es que queréis que lo deje consignado en acta notarial que estoy contento?

El 21 de noviembre, Cagliero, perfectamente restablecido, volvía al Oratorio, y el 22, festividad de Santa Cecilia, [San] Juan Don Bosco bendecía el hábito clerical y se lo imponía a su amado hijo. El Rector del Seminario Metropolitano, conónigo A. Vogliotti el 5 de noviembre de
1855 concedía al clérigo Cagliero que viviera con [San] Juan Don Bosco, frecuentando al mismo tiempo las clases del Seminario y dándole el fin de cada curso los correspondientes certificados de estudios para cumplir las disposiciones dadas por su Excia. Rdma. el Señor Arzobispo en una circular publicada el 1 de septiembre de 1834.

Idénticos certificados se dieron también a los demás clérigos que vivían en el Oratorio.
San Juan Bosco, entretanto, teniendo siempre ante sí la visión de la paloma y de ¡os salvajes, parece que confió el secreto a Don Alasonatti.

Este, encontrándose un día con Cagliero, le dijo:
—Tienes que hacerte muy bueno, porque Don Bosco asegura cosas muy notables relacionadas contigo.
En el año de 1855, algunos clérigos y jóvenes rodeaban a San Juan Bosco que estaba sentado a la mesa y bromeaban hablando cada uno de su porvenir. El Santo, quedándose un poco silencioso y adoptando una actitud pensativa y grave, como a veces solía, mirando a cada uno de sus alumnos, dijo:
—Uno de vosotros llegará a ser Obispo.
Esta profecía llenó a todos de admiración, y después añadió sonriendo:
—Pero Don Juan Bosco será siempre sólo Don Juan
Bosco.

Al oír estas palabras todos comenzaron a reír, pues eran simples clérigos y no podían ni sospechar en quién se cumpliría tal predicción. Ninguno de ellos pertenecía a una clase elevada de la sociedad, sino que, al contrario, pertenecían a una clase modesta, más bien pobre y ¡a dignidad episcopal se elegía, al menos en aquellos tiempos, entre las personas de la nobleza, o al menos entre individuos de rara virtud e ingenio. Por otra parte, la posición de San Juan Bosco y de su Instituto era entonces tan modesta que, humanamente hablando, parecía imposible que uno de sus alumnos fuese elegido para el Episcopado. Tanto más que entonces no se tenía idea de las Misiones exteriores o extranjeras. Pero la misma improbabilidad de tal acontecimiento mantenía viva la predicción e incluso no faltó quien durante algún tiempo alimentó la idea de ser él el candidato.

Estaban presentes cuando San Juan Bosco dijo estas palabras los clérigos Turchi, Reviglio, Cagliero, Francesia, Anfossi y [Beato] Miguel Rúa. Y estos mismos oyeron al siervo de Dios repetir:
— ¿Quién iba a decir que uno de vosotros sería elegido
Obispo?,
También repitió no pocas veces:
— ¡Oh! Observemos a ver si [San] Juan Don Bosco seequivoca. Veo en medio de vosotros una mitra y no será una mitra sola. Pero aquí ya hay una.

Y los clérigos intentaban, bromeando con San JuanBosco, adivinar quién de ellos, entonces simples clérigos, llegaría a ser Obispo. El siervo de Dios, por su parte, sonreía y callaba. A veces pareció dejar entender algo de lo que había visto en la visión.
Narra Mons. Cagliero: En los primeros años de mi sacerdocio me encontré con [San] Juan Don Bosco al pie de la escalera un tanto cansado. Con amor filial y en tono de broma:
--- [San] Juan Don Bosco, déme la mano —le dije—, ya verá cómo soy capaz de ayudarle a subir las escaleras.
Y él, paternalmente, me tendió su mano, pero al llegar al último tramo me doy cuenta de que intentaba besar mi mano derecha. Inmediatamente la retiré, pero no lo hice a tiempo.
Entonces le dije:
— ¿Con esto ha pretendido humillarse o humillarme?
—Ni una cosa ni otra —me respondió—; el motivo lo sabrás a su tiempo.
En el 1883 ofrecía a Don Cagliero un indicio más claro; porque en el momento de partir para Francia, después de hacer su testamento y dar los recuerdos a cada uno de los miembros del Capítulo Superior, a Cagliero le entregaba una cajita sellada, diciéndole:
—Esto es para ti.
Y se marchó.
Algún tiempo después Don Cagliero se dejó ¡levar de la curiosidad y quiso ver el contenido de aquella cajita y he aquí que encontró en ella un precioso anillo. Finalmente, en octubre de 1884, habiendo sido elegido Don Cagliero Obispo titular de Magida, este le pidió a San Juan Bosco se dignase revelarle el secreto de treinta años atrás, cuando aseguraba que uno de sus clérigos llegaría a ser Obispo.
—Sí— le respondió, te lo diré la víspera de tu consagración.
Y en la víspera de aquel día el Santo paseando a solas con Mons. Cagliero por su habitación, le dijo:
¿Recuerdas la grave enfermedad que padeciste cuando eras joven, al principio de tus estudios?
—Sí, señor, lo recuerdo —respondió Don Cagliero—, y recuerdo también que Vos acudisteis a administrarme los últimos sacramentos y no me los administró y me dijo que sanaría y que con mi breviario iría lejos, muy lejos, a trabajar en el sagrado ministerio sacerdotal... y... no me dijo más.
Pues bien, escucha —prosiguió San Juan Bosco—. Y le contó las dos visiones con todas sus particularidades y detalles. Mons. Cagliero, después de haberlo oído todo, le pidió al Santo que narrase aquella misma noche, durante la cena, a los hermanos del Capítulo Superior, aquellas visiones. Y como no sabía negarse, especialmente cuando lo que se le pedía redundaba en mayor gloria de Dios y bien de las almas, condescendió y contó delante del Capítulo las mismas cosas que acabamos de exponer. Hemos escrito estas páginas —termina Don Lemoyne— aquella misma noche bajo el dictado de Mons. Cagliero.

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A los 9 años tiene Juan Bosco el primero de sus 159 sueños proféticos. Se le aparece Jesucristo junto con la Virgen María y le presentan un gran número de fieras que luego se convierten en corderos. Luego le muestra una multitud de jóvenes y le dicen: "Este será tu oficio: cambiar jóvenes tan difíciles como fieras, en buenos cristianos tan dóciles como corderos".

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