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LOS SUEÑOS DE SAN JUAN BOSCO (Parte 20).

SUEÑO 30.—AÑO DE 1861.
(M. B. Tomo VI, págs. 897-916)



Un espacio de terreno estaba preparado como para trillar las gavillas en él. Don Juan Cagliero, que se había dirigido al jardín en busca de algunas flores, las distribuía entre los compañeros y él con un ramito en la mano se encaminó hacia la era para comenzar la faena. Esta labor simboliza a los destinados por Dios para la instrucción del pueblo llano. 

A lo lejos se divisaban algunas negras humaredas que levantaban sus penachos al cielo. Era el efecto de la labor de los que recogían los rastrojos y sacándolos fuera del campo sembrado de espigas, los amontonaban y les prendían fuego. Esto simboliza a los destinados a separar a los buenos de los malos, labor reservada a los directores de nuestras futuras casas. Entre éstos estaban Don Francisco Cerrutti, Tamietti, Domingo Belmonte, Pablo Albera y otros que actualmente cursan sus primeros estudios, siendo aún muy jóvenes. 

Todas las escenas anteriormente descritas se desarrollaban al mismo tiempo. Entre aquella multitud de jóvenes vi a algunos que llevaban unas antorchas encendidas para alumbrar a los demás a pesar de que era pleno mediodía. Eran los que habían de servir de ejemplo a los demás obreros del Evangelio, iluminando al clero con su conducta. Entre ellos estaba Pablo Albera, el cual, además de llevar la antorcha, tocaba también la guitarra, indicio de que indicaría el camino a seguir a los sacerdotes animándoles al cumplimiento de su misión. Se aludía a algún otro cargo que ocuparía en la Iglesia. 

Más, en medio de tanto movimiento, no todos los jóvenes al alcance de mi vista se ocupaban de algún trabajo. Uno de ellos tenía una pistola en la mano, esto es, tenía vocación de militar, pero aún no se había decidido a seguirla. 

Algunos otros, con las manos en la cintura, observaban a los segadores, dispuestos a seguir su ejemplo; otros parecían indecisos, pero al considerar la dureza del trabajo, no se resolvían a empuñar la hoz. No faltaban tampoco quienes acudían presurosos a la faena. Algunos, al llegar el momento de tener que comenzar a segar, permanecían ociosos; otros empuñaban la hoz al revés, entre ellos Molino: símbolo de los que hacen lo contrario de lo que deben hacer. Muchísimos se alejaban para coger uvas silvestres, representando a los que pierden el tiempo en cosas extrañas a su ministerio. 

Mientras yo contemplaba lo que sucedía en el campo del trigo, vi un grupo de jóvenes cavando la tierra; ofrecían un espectáculo singular. La mayor parte de aquellos muchachos trabajaba con singular interés, mas tampoco faltaban los negligentes. Algunos manejaban la azada al revés; otros golpeaban la tierra, pero la herramienta no penetraba en ella; no faltaban quienes a cada azadonada se les salía el hierro del mango. 

El mango representa la rectitud de intención. Observé entonces que algunos que al presente son artesanos, estaban en el campo de los que segaban, y, en cambio, otros que ahora son estudiantes se encontraban entre los que cavaban la tierra. Intenté tomar nota de cuanto veía, pero mi intérprete me mostraba siempre el cuaderno y no me permitía escribir. 

Al mismo tiempo vi también a muchos jóvenes que estaban sin hacer nada, no sabían resolverse a ponerse a segar o a cavar la tierra. 

Los dos Dalmazzo, Primo Ganglio y Monasterolo con otros muchos, estaban mirando, pero ya habían tomado una decisión. 

También me di cuenta de que algunos, saliendo del grupo de los cavadores, mostraban deseos de ir a segar. 

Uno corrió al campo de trigo tan decidido que no se preocupó antes de adquirir una hoz. Avergonzado de aquel necio proceder, volvió atrás para pedirla. El que las distribuía no quería dársela y el tal le urgía para que se la proporcionase. 

—Aún no es tiempo— le respondió el distribuidor. 

—Sí que lo es, dámela. 

—No; ve antes a coger dos flores del jardín. 

—¡Ah!, —exclamó el solicitante encogiéndose de hombros—; iré a coger todas las flores que quieras. 

—No, solamente dos. 

Se dirigió seguidamente al jardín, pero al llegar a él se dio cuenta de que no había preguntado qué flores eran las que tenían que coger, y se apresuró a desandar él camino. 

—Has de cortar —le dijeron— la flor de la caridad y la flor de la humildad. 

—Ya las tengo. 

—Eso es lo que te dice tu presunción, pero en realidad no las tienes. 

Y aquel joven se revolvía en un acceso de cólera y daba saltos impulsado por la ira que le dominaba. 

—No es este el momento más oportuno par enfadarse de esa manera —le dijo el distribuidor—, negándose resueltamente a entregarte la herramienta que le había pedido. Ante tal actitud, el infeliz se mordía los puños de rabia. 

Al contemplar semejante espectáculo, aparté la vista de la lente a través de la cual había contemplado tantas cosas, sintiéndome lleno de emoción por las aplicaciones morales que me había sugerido mi amigo. 

Quise rogarle aún que me diera algunas explicaciones más y él añadió: 

—El campo sembrado de trigo representa a la Iglesia: la mies es el fruto de la cosecha; la hoz es el símbolo de los medios empleados para conseguir dicho fruto, sobre todo la palabra de Dios; la hoz sin punta representa la falta de piedad, y sin filo la carencia de humildad; salirse del campo mientras se siega, quiere decir abandonar el Oratorio o la Pía Sociedad. 


III 


La noche del cuatro de mayo [San] Juan Don Bosco se disponía a finalizar la narración del sueño en el que había visto representados en el primer grupo a los alumnos estudiantes del Oratorio y en el segundo a los que eran llamados al estado eclesiástico. 

Hemos llegado, pues, al tercer cuadro o visión en la que, en apariciones sucesivas [San] Juan Don Bosco vio a todos los que en 1861 dieron su nombre a la Pía Sociedad de San Francisco de Sales; el prodigioso engrandecimiento de la misma y el lento ocaso de los primeros salesianos a los que habían de seguir los continuadores de la Obra. 

El siervo de Dios aquella noche habló así: 

******** 

Después de haber contemplado a mi placer la escena de la siega, tan rica en detalles, el amable desconocido me dijo: 

—Ahora dale diez vueltas a la rueda; cuéntalas y después mira a través de la lente. 

Me puse a hacer lo que me había sido ordenado y tras haber dado la décima vuelta, me puse a mirar tras el cristal. Y he aquí que vi a los mismos jóvenes a los que recordaba haber contemplado días antes en edad adolescente, convertidos en adultos de aspecto viril; a otros con larga barba o con los cabellos blancos. 

—Pero ¿cómo puede ser esto? Hace apenas unos días aquél era un niño al que casi se le podía tomar en brazos, ¿y hoy es ya tan mayor? 

El amigo me contestó: —Es natural; ¿cuántas vueltas has dado? —Diez. 

—Pues bien: del 61 al 71. Todos tienen ya diez años más de edad. —¡Ah! ¡Comprendido! 

Y como continuase observando a través d la lente pude ver panoramas desconocidos, casas nuevas que nos pertenecían y a muchos jóvenes dirigidos por mis queridos hijos del Oratorio, convertidos ya en sacerdotes, en maestros, en directores, que se dedicaban a instruirles y proporcionarles honestas diversiones. —Vuelve a dar otras diez vueltas —me dijo el personaje— y llegaremos al 1881. Tomé el manubrio y la rueda dio otras diez vueltas. Miré y solamente vi a la mitad de los jóvenes que había contemplado la primera vez, casi todos ya con el pelo blanco y algunos un poco encorvados. —¿Y los otros, dónde están?—, pregunté. —Ya forman parte del número de los más— me respondió el guía. 

Esta considerable disminución del número de mis muchachos me causó un vivo desasosiego, pero me consoló el contemplar en un cuadro inmenso, países nuevos y regiones desconocidas y una gran multitud de jóvenes bajo la custodia y dirección de nuevos maestros que dependían aún de mis primeros alumnos. 

Después di otras diez vueltas a la rueda he aquí que solamente vi una cuarta parte de los jóvenes que había contemplado pocos momentos antes; todos ellos se habían trocado en ancianos de barbas y cabellos blancos. —¿Y todos los demás?—, pregunté. —Forman parte ya del número de los más. Estamos en Y he aquí que ante mi vista se desarrolló una escena conmovedora. 

Mis hijos sacerdotes, agotados por la fatiga, estaban rodeados de niños, a los cuales yo no había visto nunca; muchos de fisonomía y de color distinto de los que habitualmente viven en nuestros países. 

Di aún otras diez vueltas a la rueda y solamente pude ver un tercio de mis primitivos jóvenes, ya decrépitos, cargados de espaldas, desfigurados, macilentos, en los últimos años de su vida. Entre otros, me recuerdo haber visto a [Beato] Miguel Don Rúa, tan viejo y desfigurado que era difícil reconocerlo, ¡tanto había cambiado! —¿Y los demás?—, pregunté. —Pertenecen ya al número de los más. Estamos en 190Í. 

En algunas casas no encontré a ninguno de los antiguos; maestros y directores me eran completamente desconocidos; la muchedumbre de los jóvenes era cada vez más numerosa; las casas aumentaban cada vez más y el personal directivo había crecido también de una manera admirable. 

—Ahora —continuó mi amable intérprete— darás otras diez vueltas y verás cosas que te llenarán de consuelo las unas, y otras que te proporcionarán una gran angustia. 

Y di otras diez vueltas. — ¡Estamos en 1911!—, exclamó el misterioso amigo. —¡Ah, mis queridos jóvenes! Vi nuevas casas, jóvenes nuevos, directores y maestros con hábitos y costumbres nuevas. 

¿Y mis jóvenes del Oratorio de Turín? Busqué una y otra vez entre una gran muchedumbre de muchachos y solamente pude ver a uno de Vosotros con los cabellos blancos, consumido por la edad, rodeado de una hermosa corona de jóvenes, a los cuales contaba los comienzos de nuestro Oratorio, recordándoles y repitiéndoles las cosas aprendidas de labios de [San] Juan Don Bosco; y les señalaba una fotografía que estaba colgada de la pared del locutorio. ¿Y los otros alumnos ancianos, los superiores de las casas que había visto ya envejecidos? 

Tras una nueva señal tomé el manubrio y di algunas vueltas más. Después, solamente vi una llanura desolada sin ser viviente alguno: 

— ¡Oh!, —exclamé aterrado—. ¡Ya no veo a ninguno de los míos! ¿Dónde están, pues, ahora todos los jóvenes a los cuales acogí y que eran tan vivarachos y robustos y los que se encuentran actualmente conmigo en el Oratorio? —Pertenecen ya al número de los más. Has de saber que han pasado diez años cada vez que hacías girar la rueda otras tantas veces. 

Hice la cuenta y resultó que habían transcurrido cincuenta años y que alrededor del 1911 todos los alumnos actuales del Oratorio habrían muerto. — ¿Quieres ver ahora otro espectáculo sorprendente?— me dijo aquel buen hombre. —Sí— le respondí. 

—Entonces presta atención si te agrada ver y saber algo más. Da una vuelta a la rueda en sentido contrario, y ahora cuenta tantas vueltas cuantas has dado anteriormente. 

La rueda giró. —¡Ahora, mira!—, me dijo el guía. 

Miré y he aquí que vi ante mí una cantidad inmensa de jovencitos, todos desconocidos, de una infinita variedad de costumbres, pueblos, fisonomías y lenguas, de forma que por mucho que me esforcé sólo pude apreciar una mínima parte de ellos con sus superiores, directores, maestros y asistentes. 

—A éstos, en realidad, no los conozco— dije a mi guía. —Pues a Pesar de ello —me respondió—, son hijos tuyos. Escúchalos hablan de ti y de tus primeros hijos que fueron sus superiores y que ya no existen; recuerdan las enseñanzas que de ti y de ellos recibieron. 

Seguí observando con atención, pero cuando aparté la vista de la lente, la rueda comenzó a girar por sí sola a tanta velocidad y haciendo tal ruido, que me desperté, encontrándome en el lecho presa de un cansancio mortal. 

******** 

«A hora que ¡es he contado estas cosas, Vosotros pensaráis: —¡Quién sabe! A lo mejor [San] Juan Don Bosco es un hombre extraordinario, un personaje, tal vez un santo. Mis queridos jóvenes, para impedir que se susciten conversaciones necias en torno a mi persona, les dejo en plena libertad de creer o no creer en estas cosas, de darles más o menos importancia; sólo les ruego que no tomen nada de cuanto les he referido a risa al comentarlo, ya con los compañeros ya con personas de fuera. Me complace el decirles que el Señor dispone de muchos medios para manifestar a los hombres su voluntad. A veces se sirve de los instrumentos más ineptos e indignos, como se sirvió en otro tiempo de la burra de Balaán haciéndola hablar y del falso profeta del mismo nombre, que predijo muchas cosas referentes al Mesías. 

Por eso, lo mismo puede suceder conmigo. Les digo además que no se fijen en mis obras para regular las suyas. 

Lo que deben hacer es tomar en cuenta lo que les digo, pues tengo la certeza de que de esa forma cumplirán la voluntad de Dios y todo redundará en provecho de sus almas. Respecto a lo que hago, no digan nunca: Lo ha hecho [San] Juan Don Bosco y, por tanto, está bien; no. Observen primero mis acciones, si ven que son buenas, imítenlas; si acaso me ven hacer algo que no está bien, guárdense mucho de imitarlo: deséchenlo como cosa mal hecha». 

El efecto que produjo en el Oratorio el relato de este sueño lo sabremos por los que escucharon su relato de labios de Don Bosco. 

El canónigo Jacinto Ballesio en su obrita: “Vita intima di Don Giovanni Bosco”, añadiendo algunos detalles omitidos por la crónica, escribe al comentar el sueño precedente: «[San] Juan Don Bosco era todo para nosotros e incluso durante el brevísimo tiempo que dedicaba al descanso, su pensamiento estaba fijo en sus hijos. El poeta cantó que "sogna il guerrier le schiere"; [San] Juan Don Bosco soñaba con sus jóvenes. Pero ¿qué digo soñar?, las de [San] Juan Don Bosco eran visiones celestiales. 

El las narraba como sueños, pero yo y todos estábamos persuadidos de que se trataba de auténticas, de sorprendentes visiones. Recuerdo aquella en la que vio a los 400 muchachos del Oratorio, estudiantes y artesanos, en diversas actitudes y en circunstancias diferentes, que representaban el estado moral de cada uno. El [Santo] contó cuanto había visto, durante varias noches consecutivas, después de los oraciones, y lo hizo con tal viveza de colorido y con tal fuerza expresiva, que parecía un anuncio profético. A algunos los vio resplandecientes de luz; a otros, con el alma y el corazón lleno de tierra; a otros, asediados, acompañados o atacados por animales diversos, símbolo de las tentaciones, de las ocasiones peligrosos y de los pecados. Este relato expuesto por [San] Juan Don Bosco con sencillez, gravedad y afecto paterno, dando al mismo tiempo mucha importancia a lo que decía, causó en todos la mayor y más saludable impresión. Todos los presentes, uno después de otro, quisieron saber de labios del siervo de Dios lo que sobre cada uno había visto, pudiendo comprobar con gran admiración que cuanto el buen padre les decía se adaptaba perfectamente a la más estricta realidad. 

En el Oratorio fue tan grande el saludable efecto de este relato, según se pudo apreciar por la conducta de los jóvenes, que mayor no se habría podido esperar de la más fructífera de las misiones. Todas estas cosas extraordinarias que apenas si he mencionado, no se pueden achacar a una atenta observación de la vida ordinaria o a los conocimientos que el mismo [San] Juan Don Bosco hubiese podido recabar de ¡as confidencias que le hacían ¡os jóvenes o a las relaciones con sus colaboradores. El [Santo] hablaba y obraba estas maravillas de tal modo, que a nosotros, que ya no éramos niños; no se nos ocurría otra explicación plausible o razonable, sino que se trataba de dones extraordinarios que el cielo le concedía. Y refiriéndonos simplemente al sueño o visión que acabamos de indicar, ¿cómo habría podido ver y recordar con tal exactitud el estado de cada uno de los cuatrocientos jóvenes, entre los cuales se hallaban los que acababan de ingresar en el Oratorio y otros muchos que no se confesaban con él, los cuales al oír de labios del [Santo], la descripción viva e íntima de sus almas, de sus inclinaciones y pasiones, de sus actos más ocultos, reconocían que les había dicho la verdad?» 

Escribe Mons. Cagliero: «Yo me encontraba presente cuando [San] Juan Don Bosco, en el año 1861, contó el sueño de la rueda, en el cual dio el porvenir de nuestra naciente Congregación. Narraba estos sueños, porque habiéndose aconsejado con [San] José Don Cafasso, éste le había dicho que siguiese adelante tuta concientia, en darles importancia, pues juzgaba que era para gloria de Dios y bien de las almas. Tal opinión la supimos de labios de [San] Juan Don Bosco sus amigos más íntimos, poco antes de la muerte de [San] José Don Cafasso. 

La atención que prestaban los jóvenes a sus palabras causaba sorpresa e imponía en gran manera. 

Entretanto [San] Juan Don Bosco, haciendo gala de una prodigiosa memoria y de una extraordinaria lucidez mental, al ser interrogado sobre el particular reservadamente, sabía indicar el nombre del interesado y el oficio que en el campo de trigo desempeñábamos muchísimos de nosotros, dando al mismo tiempo la oportuna explicación. 

Empleó el [Santo] en contar este sueño tres noches consecutivas, sirviendo su relato para nuestros comentarios generales y dando pie para frecuentes conversaciones entre los jóvenes del Oratorio y nuestro buen padre, quedando todos persuadidos de que en él se le había manifestado, no sólo el porvenir del Oratorio, sino también de toda la Congregación. [San] Juan Don Bosco se complacía en repetir a sus íntimos las descripciones del campo cubierto de mieses ondulantes, de las diversas actitudes de los segadores y de los que distribuían las herramientas. 

Aseguraba entonces que nuestra Pía Sociedad, tan combatida y obstaculizada, sería aprobada a pesar de todas las probabilidades en contra y que contra el parecer de muchos, considerados como personas doctas y prudentes, subsistiría, progresaría grandemente alcanzando un gran incremento; cosas todas que yo oí a mis compañeros y repetidas veces al mismo [Santo].»

...Continuará

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