Carta del Más Allá
Imprimatur del original alemán: Brief aus dem Jenseits - Treves, 9-11-1953.N.4/53
Dios
se comunica con los hombres de muchas maneras. Las Sagradas Escrituras
se refieren a muchas comunicaciones divinas hechas a través de visiones y
aún de sueños. Los sueños, no siempre son sólo sueños.
La
"carta del más allá" que se transcribe seguidamente se refiere a la
condenación eterna de una joven. A primera vista parece una historia
novelada. Pero considerando las circunstancias se llega a la conclusión
de que no deja de tener su fondo histórico, a partir de su sentido moral
y su alcance trascendental.
El
original de esta carta fue encontrado entre los papeles de una
religiosa fallecida, amiga de la joven condenada. Allí cuenta la monja
los acontecimientos de la vida de su compañera como si fueran hechos
conocidos y verificados, así como su condenación eterna comunicada en un
sueño. La Curia diocesana de Treves (Alemania) autorizó su publicación
como lectura sumamente instructiva.
La
"carta del más allá" apareció por primera vez en un libro de
revelaciones y profecías, junto con otras narraciones. Fue el Rvdo.
Padre Bernhardin Krempel C.P., doctor en teología, quien la publicó por
separado y le confirió mayor autoridad al encargarse de probar, en las
notas, la absoluta concordancia de la misma con la doctrina católica.
Entre
los manuscritos dejados en su convento por una religiosa, que en el
mundo se llamó Clara, se encontró el siguiente testimonio:
El relato de Clara:
Tuve una amiga, Anita. Es decir, éramos muy próximas por ser vecinas y compañeras de trabajo en la misma oficina M.
Más
tarde, Ani se casó y no volví a verla. Desde que nos conocimos, había
entre nosotras, en el fondo, más amabilidad que propiamente amistad.
Por
eso, sentí muy poco su ausencia cuando, después de su casamiento, ella
fue a vivir al barrio elegante de las villas, lejos del mío.
Durante
mis vacaciones en el Lago de Garda (Italia), en septiembre de 1937,
recibí una carta de mi madre en la que me decía: "Anita N murió en un
accidente automovilístico. La sepultaron ayer en Wald Friendhof"
Me
impresioné mucho con la noticia. Sabía que mi amiga no había sido
propiamente religiosa. ¿Estaría preparada para presentarse ante Dios?
¿En qué estado la habría encontrado su muerte súbita?
Al
día siguiente escuché misa, comulgué por la intención de Anita, en la
casa del pensionado de las hermanas, donde estaba viviendo. Rezaba
fervorosamente por su eterno descanso, y por esta misma intención ofrecí
la Santa Comunión.
Durante todo el día percibí un cierto malestar, que fue aumentando por la tarde.
Dormí
inquieta. Me desperté de improviso, escuchando algo así como una
sacudida en la puerta del cuarto. Encendí la luz. El reloj indicaba las
doce y diez minutos. Nada. Tampoco ruidos. Tan solo las olas del Lago de
Garda golpeando monótonas contra el muro del jardín del pensionado. No
había viento.
Yo
conservaba la impresión de que al despertar encontraría, además de los
golpes de la puerta, un ruido de brisa o viento, parecido al que
producía mi jefe de la oficina, cuando de mal humor tiraba sobre mi
escritorio una carta que lo molestaba.
Reflexioné un instante si debía levantarme.
No! Todo no es más que sugestión, me dije. Mi fantasía está sobresaltada por la noticia de la muerte.
Me di vuelta en la cama, recé algunos Padrenuestros por las ánimas y me dormí de nuevo.
Soñé
entonces que me levantaba de mañana, a las 6, yendo a la capilla. Al
abrir la puerta del cuarto, me encontré con una cantidad de hojas de
carta. Levantarlas, reconocer la letra de Anita y dar un grito, fue cosa
de un segundo.
Temblando,
las sostuve en mis manos. Confieso que quedé tan aterrorizada que no
pude rezar. Apenas respiraba. Nada mejor que huir de allí, salir al aire
libre. Me arreglé rápidamente, puse la carta dentro de mi cartera y
salí en seguida.
Subí por el tortuoso camino, entre olivos, laureles y quintas de la villa, más allá del conocido camino gardesano.
La
mañana aparecía radiante. En los días anteriores, yo me detenía cada
cien pasos, maravillada por la vista que ofrecían el lago y la Isla de
Garda. El suavísimo azul del agua me refrescaba; como una niña que mira
admirada a su abuelo, así contemplaba, extasiada, al ceniciento monte
Baldo, que se levanta en la orilla opuesta del lago, hasta los 2.200
metros de altura.
Ese
día no tenía ojos para todo eso. Después de caminar un cuarto de hora,
me dejé caer maquinalmente sobre un banco ubicado entre dos cipreses,
donde la víspera había leído con placer "La doncella Teresa". Por
primera vez veía en los cipreses el símbolo de la muerte, algo en lo que
antes no había pensado.
Tomé
la carta. No tenía firma. Sin la menor duda, estaba escrita por Ani. No
faltaba la gran "s", ni la "t" francesa, a la que se había acostumbrado
en la oficina, para irritar al Sr. G.
No
era su estilo. Por lo menos, no era así como hablaba de costumbre. Lo
habitual en ella era la conversación amable, la risa, subrayada por los
ojos azules y su graciosa nariz...
Sólo
cuando discutíamos asuntos religiosos se volvía mordaz y caía en el
tono rudo de la carta. Yo misma me siento envuelta por su excitada
cadencia.
Hela aquí, la Carta del Más Allá de Anita N., palabra por palabra, tal como la leí en el sueño.
La Carta:
CLARA,
NO RECES POR MÍ, ESTOY CONDENADA. Si te doy este aviso - es más, voy a
hablarte largamente sobre esto - no creas que lo hago por amistad.
Quienes estamos aquí ya no amamos a nadie. Lo hago como obligada. Es
parte de la obra "de esa potencia que siempre quiere el mal y realiza el
bien".
En
realidad, me gustaría verte aquí, adonde llegué para siempre. No te
extrañes de mis intenciones. Aquí, todos pensamos así. Nuestra voluntad
está petrificada en el mal, es decir, en aquello que ustedes consideran
"mal". Aún cuando pueda hacer algo "bien" (como yo lo hago ahora,
abriéndote los ojos ante el infierno), no lo hago con recta intención.
¿Recuerdas?
Hace cuatro años que nos conocimos, en M. Tenías 23 años y ya
trabajabas en el escritorio desde seis meses antes, cuando yo ingresé.
Varias
veces me sacaste de apuros. Con frecuencia me dabas buenos avisos que a
mí, principiante, me venían muy bien. Pero, ¿qué es "bueno"?
Yo ponderaba, en aquel entonces, tu "caridad". Ridículo... Tus ayudas eran pura ostentación, algo que desde entonces sospechaba.
Aquí, no reconocemos bien alguno en absolutamente nadie.
Pero ya que conociste mi juventud, es el momento de llenar algunas lagunas.
De
acuerdo con los planes de mis padres, yo nunca tendría que haber
existido. Por un descuido se produjo la desgracia de mi concepción. Mis
hermanas tenían 14 y 16 años cuando vine al mundo.
Ojalá
no hubiera nacido! Ojalá pudiera ahora aniquilarme, huir de estos
tormentos! No hay placer comparable al de acabar mi existencia, así como
se reduce a cenizas un vestido, sin dejar vestigios. Pero es necesario
que exista. Es preciso que yo sea tal como me he hecho: con el fracaso
total de la finalidad de mi existencia.
Cuando mis padres, entonces solteros, se mudaron del campo a la ciudad, perdieron el contacto con la Iglesia.
Era mejor así.
Mantenían
relaciones con personas desvinculadas de la religión. Se conocieron en
un baile, y se vieron "obligados" a casarse seis meses después.
En
la ceremonia nupcial, recibieron solo unas gotas de agua bendita, las
suficientes para atraer a mamá a la misa dominical unas pocas veces al
año.
Ella
nunca me enseñó verdaderamente a rezar. Todo su esfuerzo se agotaba en
los trabajos cotidianos de la casa, aunque nuestra situación no era
mala.
Palabras
como rezar, misa, agua bendita, iglesia, sólo puedo escribirlas con
íntima repugnancia, con incomparable repulsión. Detesto profundamente a
quienes van a la Iglesia y, en general, a todos los hombres y a todas
las cosas.
Todo
es tormento. Cada conocimiento recibido, cada recuerdo de la vida y de
lo que sabemos, se convierte en una llama incandescente.
Y
todos estos recuerdos nos muestran las oportunidades en que
despreciamos una gracia. Cómo me atormenta esto! No comemos, no
dormimos, no andamos sobre nuestros pies. Espiritualmente encadenados,
los réprobos contemplamos desesperados nuestra vida fracasada, aullando y
rechinando los dientes, atormentados y llenos de odio.
¿Entiendes? Aquí bebemos el odio como si fuera agua. Nos odiamos unos a otros.
Más que a nada, odiamos a Dios. Quiero que lo comprendas.
Los
bienaventurados en el cielo deben amar a Dios, porque lo ven sin velos,
en su deslumbrante belleza. Esto los hace indescriptiblemente felices.
Nosotros lo sabemos, y este conocimiento nos enfurece
Los
hombres, en la tierra, que conocen a Dios por la Creación y por la
Revelación, pueden amarlo. Pero no están obligados a hacerlo.
El
creyente - te lo digo furiosa - que contempla, meditando, a Cristo con
los brazos abiertos sobre la cruz, terminará por amarlo.
Pero
el alma a la que Dios se acerca fulminante, como vengador y justiciero
porque un día fue repudiado, como ocurrió con nosotros, ésta no podrá
sino odiarlo, como nosotros lo odiamos. Lo odia con todo el ímpetu de su
mala voluntad. Lo odia eternamente, a causa de la deliberada resolución
de apartarse de Dios con la que terminó su vida terrenal. Nosotros no
podemos revocar esta perversa voluntad, ni jamás querríamos hacerlo.
¿Comprendes ahora por qué el infierno dura eternamente? Porque nuestra obstinación nunca se derrite, nunca termina.
Y
contra mi voluntad agrego que Dios es misericordioso, aún con nosotros.
Digo "contra mi voluntad" porque, aunque diga estas cosas
voluntariamente, no se me permite mentir, que es lo que querría. Dejo
muchas informaciones en el papel contra mis deseos. Debo también
estrangular la avalancha de palabrotas que querría vomitar.
Dios
fue misericordioso con nosotros porque no permitió que derramáramos
sobre la tierra el mal que hubiéramos querido hacer. Si nos lo hubiera
permitido, habríamos aumentado mucho nuestra culpa y castigo. Nos hizo
morir antes de tiempo, como hizo conmigo, o hizo que intervinieran
causas atenuantes.
Dios
es misericordioso, porque no nos obliga a aproximarnos a El más de lo
que estamos, en este remoto lugar infernal. Eso disminuye el tormento.
Cada paso más cerca de Dios me causaría una aflicción mayor que la que
te produciría un paso más rumbo a una hoguera.
Te
desagradé un día al contarte, durante un paseo, lo que dijo mi padre
pocos días antes de mi comunión: "Alégrate, Anita, por el vestido nuevo;
el resto no es más que una burla".
Casi
me avergüenzo de tu desagrado. Ahora me río. Lo único razonable de toda
aquella comedia era que se permitiera comulgar a los niños a los doce
años. Yo ya estaba, en aquel entonces, bastante poseída por el placer
del mundo. Sin escrúpulos, dejaba a un lado las cosas religiosas. No
tomé en serio la comunión.
La
nueva costumbre de permitir a los niños que reciban su primera comunión
a los 7 años nos produce furor. Empleamos todos los medios para
burlarnos de esto, haciendo creer que para comulgar debe haber
comprensión. Es necesario que los niños hayan cometido algunos pecados
mortales. La blanca Hostia será menos perjudicial entonces, que si la
recibe cuando la fe, la esperanza y el amor, frutos del bautismo -
escupo sobre todo esto - todavía están vivos en el corazón del niño.
¿Te acuerdas que yo pensaba así cuando estaba en la tierra?
Vuelvo
a mi padre. Peleaba mucho con mamá. Pocas veces te lo dije, porque me
avergonzaba. Qué cosa ridícula la vergüenza! Aquí, todo es lo mismo.
Mis
padres ya no dormían en el mismo cuarto. Yo dormía con mamá, papá lo
hacía en el cuarto contiguo, donde podía volver a cualquier hora de la
noche. Bebía mucho y se gastó nuestra fortuna. Mis hermanas estaban
empleadas, decían que necesitaban su propio dinero. Mamá comenzó a
trabajar. Durante el último año de su vida, papá la golpeó muchas veces,
cuando ella no quería darle dinero. Conmigo, él siempre fue amable. Un
día te conté un capricho del que quedaste escandalizada. ¿Y de qué no te
escandalizaste de mí? Cuando devolví dos veces un par de zapatos
nuevos, porque la forma de los tacos no era bastante moderna.
En
la noche en que papá murió, víctima de una apoplejía, ocurrió algo que
nunca te conté, por temor a una interpretación desagradable. Hoy, sin
embargo, debes saberlo. Es un hecho memorable: por primera vez, el
espíritu que me atormenta se acercó a mí.
Yo
dormía en el cuarto de mamá. Su respiración regular revelaba un sueño
profundo. Entonces, escuché pronunciar mi nombre. Una voz desconocida
murmuró: "¿Qué ocurrirá si muere tu padre?"
Ya
no lo quería a papá, desde que había empezado a maltratar a mi madre.
En realidad, no amaba absolutamente a nadie: sólo tenía gratitud hacia
algunas personas que eran bondadosas conmigo. El amor sin esperanza de
retribución en esta tierra solamente se encuentra en las almas que viven
en estado de gracia. No era ése mi caso.
"Ciertamente, él no morirá", le respondí al misterioso interlocutor.
Tras una breve pausa, escuché la misma pregunta.
"El no va a morir!", repliqué con brusquedad.
Por
tercera vez, me preguntaron: "Qué ocurrirá si muere tu padre?". Me
representé en ese momento en la imaginación el modo como mi padre volvía
muchas veces: medio ebrio, gritando, maltratando a mamá,
avergonzándonos frente a los vecinos. Entonces, respondí con rabia:
"Bien, es lo que se merece. Que muera!".
Después, todo quedó en silencio.
A
la mañana siguiente, cuando mamá fue a ordenar el cuarto de papá,
encontró la puerta cerrada. Al mediodía, la abrieron por la fuerza.
Papá, semidesnudo, estaba muerto sobre la cama. Al ir a buscar cerveza
al sótano, debió sufrir una crisis mortal. Desde hacía tiempo que estaba
enfermo. (¿Habrá hecho depender Dios de la voluntad de su hija, con la
que el hombre fue bondadoso, la obtención de más tiempo y ocasión de
convertirse?).
Marta
K. Y tú me hicieron ingresar en la asociación de jóvenes. Nunca te
oculté que consideraba demasiado "parroquiales" las instrucciones de las
dos directoras, las señoritas X. Los juegos eran bastante divertidos.
Como sabes, llegué en poco tiempo a tener allí un papel preponderante.
Eso era lo que me gustaba. También me gustaban las excursiones. Llegué a
dejarme llegar algunas veces a confesar y comulgar.
Para
decir la verdad, no tenía nada para confesar. Los pensamientos y las
palabras no significaban nada para mí. Y para acciones más groseras
todavía no estaba madura.
Un día me llamaste la atención: "Ana, si no rezas más, te perderás".
Realmente, yo rezaba muy poco, y ese poco siempre a disgusto, de mala voluntad.
Sin
duda tenías razón. Los que arden en el infierno o no rezaron, o rezaron
poco. La oración es el primer paso para llegar a Dios. Es el paso
decisivo. Especialmente la oración a Aquella que es la madre de Cristo,
cuyo nombre no nos es lícito pronunciar. La devoción a Ella arranca
innumerables almas al demonio, almas a las que sus pecados las habrían
lanzado infaliblemente en sus manos.
Furiosa
continúo, porque estoy obligada a hacerlo, aunque no aguanto más de
tanta rabia. Rezar es lo más fácil que se puede hacer en la tierra. Y
justamente de esto, que es facilísimo, Dios hace depender nuestra
salvación.
Al
que reza con perseverancia, paulatinamente Dios le da tanta luz, y lo
fortalece de tal modo, que hasta el más empedernido pecador puede
recuperarse, aunque se encuentre hundido en un pantano hasta el cuello.
Durante los últimos años de mi vida ya no rezaba más, privándome así de las gracias, sin las que nadie se puede salvar.
Aquí,
no recibimos ningún tipo de gracia. Aunque la recibiéramos, la
rechazaríamos con escarnio. Todas las vacilaciones de la existencia
terrenal terminaron en esta otra vida.
En
la tierra, el hombre puede pasar del estado de pecado al estado de
gracia. De la gracia, se puede caer al pecado. Muchas veces caí por
debilidad; pocas, por maldad. Con la muerte, cada uno entra en un estado
final, fijo e inalterable.
A
medida que se avanza en edad, los cambios se hacen más difíciles. Es
cierto que uno tiene tiempo hasta la muerte para unirse a Dios o para
darle las espaldas. Sin embargo, como si estuviera arrastrado por una
correntada, antes del tránsito final, con los últimos restos de su
voluntad debilitada, el hombre se comporta según las costumbres de toda
su vida.
El hábito, bueno o malo, se convierte en una segunda naturaleza. Es ésta la que lo arrastra en el momento supremo.
Así
ocurrió conmigo. Viví años enteros apartada de Dios. En consecuencia,
en el último llamado de la gracia, me decidí contra Dios. La fatalidad
no fue haber pecado con frecuencia, sino que no quise levantarme más.
Muchas
veces me invitaste para que asistiera a las predicaciones o que leyera
libros de piedad. Mis excusas habituales eran la falta de tiempo. ¿Acaso
podría querer aumentar mis dudas interiores?
Finalmente,
tengo que dejar constancia de lo siguiente: al llegar a este punto
crítico, poco antes de salir de la "Asociación de Jóvenes", me habría
sido muy difícil cambiar de rumbo. Me sentía insegura y desdichada. Pero
frente a la conversión se levantaba una muralla.
No
sospechaste que fuera tan grave. Creías que la solución era tan simple,
que un día me dijiste: "Tienes que hacer una buena confesión, Ani, todo
volverá a ser normal".
Me daba cuenta que sería así. Pero el mundo, el demonio y la carne, me retenían demasiado firme entre sus garras.
Nunca
creí en la influencia del demonio. Ahora, doy testimonio de que el
demonio actúa poderosamente sobre las personas que están en las
condiciones en que yo me encontraba entonces
Sólo
muchas oraciones, propias y ajenas, junto con sacrificios y
sufrimientos, podrían haberme rescatado. Y aún esto, poco a poco.
Si
bien hay pocos posesos corporales, son innumerables los que están
poseídos internamente por el demonio. El demonio no puede arrebatar el
libre albedrío de los que se abandonan a su influencia. Pero, como
castigo por su casi total apostasía, Dios permite que el "maligno" se
anide en ellos.
Yo
también odio al demonio. Sin embargo, me gusta, porque trata de
arruinarlos a todos ustedes: él y sus secuaces, los ángeles que cayeron
con él desde el principio de los tiempos.
Son millones, vagando por la tierra. Innumerables como enjambres de moscas; ustedes no los perciben.
A los réprobos no nos incumbe tentar: eso les corresponde a los espíritus caídos.
Cada vez que arrastran una nueva alma al fondo del infierno, aumentan aún más sus tormentos. Pero, de qué no es capaz el odio!
Aunque
andaba por caminos tortuosos, Dios me buscaba. Yo preparaba el camino
para la gracia, con actos de caridad natural, que hacía muchas veces por
una inclinación de mi temperamento.
A
veces, Dios me atraía a una Iglesia. Allí, sentía una cierta nostalgia.
Cuando cuidaba a mi madre enferma, a pesar de mi trabajo en la oficina
durante el día, haciendo un sacrificio de verdad, los atractivos de Dios
actuaban poderosamente.
Una
vez fue en la capilla del hospital, adonde me llevaste durante el
descanso del mediodía. Quedé tan impresionada, que estuve sólo a un paso
de mi conversión. Lloraba.
Pero,
en seguida, llegaba el placer del mundo, derramándose como un torrente
sobre la gracia. Las espinas ahogaron el trigo. Con la explicación de
que la religión es sentimentalismo, como siempre se decía en la oficina,
rechacé también esta gracia, como todas las otras.
En
otra ocasión, me llamaste la atención porque, en lugar de una
genuflexión hasta el piso, hice solamente una ligera inclinación con la
cabeza. Pensaste que eso lo hacía por pereza, sin sospechar que, ya
entonces, había dejado de creer en la presencia de Cristo en el
Sacramento. Ahora creo, aunque sólo materialmente, tal como se cree en
la tempestad, cuyas señales y efectos se perciben.
En
este interín, me había fabricado mi propia religión. Me gustó la
opinión generalizada en la oficina, de que después de la muerte el alma
volvería a este mundo en otro ser, reencarnándose sucesivamente, sin
llegar nunca al fin.
-Continuará-
FUENTE: siemprejamas.tripod.com
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