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LOS SUEÑOS DE SAN JUAN BOSCO - PARTE 47 -


LA INUNDACIÓN


SUENO 55.—AÑO DE 1866.

(M. B. Tomo VIII, págs. 275-282)


En los comienzos del 1866, [San] Juan Don Bosco contaba con doce sacerdotes. El número total de los socios de la Pía Sociedad era de unos 90. Diecinueve de ellos habían emitido los votos perpetuos, veintinueve los trienales. Los demás eran simples novicios.

Orgulloso de esta bella corona de afectuosos colaboradores, el dulce amigo de las almas de los jóvenes les había prometido que el primer día del año les contaría un sueño, que le serviría al mismo tiempo para darles el tradicional aguinaldo.

El siervo de Dios había contemplado en una visión, así nos pareció entonces, el porvenir de la Pía Sociedad y el de otras Congregaciones religiosas y algo relacionado con el presente y el futuro de sus alumnos.

Pero lo que deseaba manifestar a cada uno de ellos era el estado de sus conciencias en la presencia de Dios; pues todas sus palabras, como hemos comprobado centenares de veces, no tenían otro fin que combatir el pecado con una espontaneidad libre de todo respeto humano.

De esta forma no hacía otra cosa que obedecer al precepto dado por el Espíritu Santo en el Eclesiástico (Capítulo IV, versículos 27 y 28): Ne verearis proximum in casu suo; ne retineas verbum in tempore salutis. Esto es, según explica Mons. Martini: "No disimules por falsa vergüenza los fallos de tu prójimo; no ahorres palabras, no calles cuando con tu corrección puedes salvarlo: haz uso entonces de la sabiduría que Dios te ha dado y no la ocultes cuando con ella debes dar gloria a Dios procurando la enmienda y conversión del hermano que pecó".

[San] Juan Don Bosco, pues, ante la muchedumbre de sus jóvenes, habló así el lunes por la noche, primer día del año 1866:


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Me pareció encontrarme a poca distancia de un pueblo que por su aspecto parecía Castelnuovo de Asti, pero que no lo era. Los jóvenes del Oratorio hacían recreo alegremente en un prado inmenso; cuando he aquí que se ven aparecer de repente las aguas en los confines de aquel campo, quedando bien pronto bloqueados por la inundación. El Po se había salido de madre e inmensos y desmandados torrentes fluían de sus orillas.

Nosotros, llenos de terror, comenzamos a correr hacia la parte trasera de un molino aislado, distante de otras viviendas y de muros gruesos como los de una fortaleza. Me detuve en el patio del mismo en medio de mis queridos jóvenes, que estaban aterrados. Pero las aguas comenzaron a invadir aquella superficie, viéndonos obligados primeramente a entrar en la casa y después a subir a las habitaciones superiores. Desde las ventanas se apreciaba la magnitud del desastre. A partir de las colinas de Superga hasta los Alpes, en lugar de los campos cultivados, de los prados, de los bosques, caseríos, aldeas y ciudades, sólo se descubría la superficie de un lago inmenso. A medida que el agua crecía, nosotros subíamos de un piso a otro.

Perdida toda humana esperanza de salvación, comencé a animar a mis queridos jóvenes, aconsejándoles que se pusieran con toda confianza en las manos de Dios y en los brazos de nuestra querida Madre, María.

Pero el agua había llegado ya casi al nivel del último piso. Entonces, el espanto fue general, no viendo otro medio de salvación que ocupar una grandísima balsa, en forma de nave, que apareció en aquel preciso momento y que flotaba cerca de nosotros.

Cada uno, con la respiración entrecortada por la emoción, quería ser el primero en saltar a ella; pero ninguno se atrevía, porque no la podíamos acercar a la casa, a causa de un muro que emergía un poco sobre el nivel de las aguas. Un solo medio nos podía facilitar la entrada en la providencial embarcación, a saber, un tronco de árbol, largo y estrecho; pero la cosa resultaba un tanto difícil, pues un extremo del árbol estaba apoyado en la balsa que no dejaba de moverse al impulso de las olas.

Armándome de valor pasé el primero y para facilitar el transbordo a los jóvenes y darles ánimo, encargué a algunos clérigos y sacerdotes de que desde el molino sostuviesen a los que partían y desde la barca tendiesen la mano a los que llegaban. Pero ¡cosa singular! Después de estar entregados a aquel trabajo un poco de tiempo, los clérigos y los sacerdotes se sentían tan cansados, que unos en una parte, otros en otra, caían exhaustos de fuerzas; y los que los sustituían corrían la misma suerte. Maravillado de lo que ocurría a aquellos mis hijos, yo también quise hacer la prueba y me sentí tan agotado que no me podía tener de pie.

Entretanto, numerosos jóvenes, dejándose ganar por la impaciencia, ya por miedo a morir, ya por mostrarse animosos, habiendo encontrado un trozo de viga bastante largo y suficientemente ancho, establecieron un segundo puente, y sin esperar la ayuda de los clérigos y de los sacerdotes, se dispusieron precipitadamente a atravesarlo sin escuchar mis gritos: —¡Deténganse, deténganse, que se caerán!— les decía yo.

Y sucedió que muchos, o empujados por otros o al perder el equilibrio antes de llegar a la balsa, cayeron y fueron tragados por aquellas pútridas y turbulentas aguas sin que se volvieran a ver más.

También el frágil puente se hundió con cuantos estaban encima de él.

Tan grande fue el número de las víctimas que la cuarta parte de nuestros jóvenes sucumbió al secundar sus propios caprichos.

Yo, que hasta entonces había tenido sujeta la extremidad del tronco del árbol mientras los jóvenes pasaban por encima, al darme cuenta de que la inundación había superado la altura del muro, me esforcé para impulsar la balsa hacia el molino. Allí estaba Don Cagliero, el cual, con un pie en la ventana y con otro en el borde de la embarcación, hizo saltar a ella a los jóvenes que habían permanecido en las habitaciones, ayudándoles con la mano y poniéndoles así en seguro.

Pero no todos los muchachos estaban aún a salvo. Cierto número de ellos se habían subido a los desvanes y desde éstos a los tejados, donde se agruparon permaneciendo los unos arrimados a los otros, mientras que la inundación seguía creciendo sin cesar cubriendo el agua los aleros y una parte de los bordes del mismo tejado.

Al mismo tiempo que las aguas, había subido también la balsa y yo al ver a aquellos pobrecitos en tan terrible situación, les grité que rezasen de todo corazón; que guardasen silencio, que bajasen unidos, con los brazos entrelazados los unos con los otros para no rodar. Me obedecieron y como el flanco de la nave estaba pegado al alero, con el auxilio de los compañeros pasaron ellos también a bordo. En la balsa había además una buena cantidad de panes colocados en numerosas canastas.

Cuando todos estuvieron en la barca, inseguros aún de poder salir de aquel peligro, tomé el mando de la misma y dije a los jóvenes:

—María es la estrella del mar. Ella no abandona a los que confían en su protección; pongámonos todos bajo su manto: la Virgen nos librará de los peligros y nos guiará a un puerto seguro.

Después, abandonamos la nave a las olas; la balsa flotaba y se movía serenamente alejándose de aquel lugar.

Facta est quasi navis institoris, de longe portans panem suum.

El ímpetu de las aguas agitadas por el viento la impulsaban a tal velocidad, que nosotros, abrazándonos los unos a los otros, formamos un todo para no caer.

Después de recorrer un gran espacio en brevísimo tiempo, la embarcación se detuvo de pronto y se puso a dar vueltas sobre sí misma con extraordinaria rapidez, de manera que parecía que se iba a hundir. Pero un viento violentísimo la sacó de aquella vorágine. Luego comenzó abogar en forma regular, produciéndose de cuando en cuando algún remolino, hasta que al soplo del viento salvador fue a detenerse junto a una playa seca, hermosa y amplia, que parecía emerger como una colina en medio de aquel mar.

Muchos jóvenes estaban como encantados y decían que el Señor había puesto al hombre sobre la tierra, no sobre las aguas; y sin pedir permiso a nadie salieron jubilosos de la balsa e invitando a otros a que hicieran lo mismo, subieron a aquella tierra emergida. Breve fue su alegría, porque alborotándose de nuevo las aguas a causa de la repentina tempestad que se desencadenó, éstas invadieron la falda de aquella hermosa ladera y en breve tiempo, lanzando gritos de desesperación, aquellos infelices se vieron sumergidos hasta los costados y después de ser derribados por las olas, desaparecieron. Yo exclamé entonces: —¡Cuan cierto es que el que sigue su capricho lo paga caro!

La embarcación, entretanto, a merced de aquel turbión amenazaba de nuevo con hundirse. Vi entonces los rostros de mis jóvenes cubiertos de mortal palidez: —¡Animo!, —les grité—, María no nos abandonará.

Y todos de consuno rezamos de corazón los actos de fe, esperanza, caridad y contrición; algunos Pater, Ave y la Salve Regina. Después, de rodillas, cogidos de las manos continuamos rezando nuestras oraciones particulares. Pero algunos insensatos, indiferentes ante aquel peligro, como si nada sucediese, se ponían de pie, se movían continuamente, iban de una parte a otra, guiñándose entre sí y burlándose de la actitud suplicante de sus compañeros.

Y he aquí que la nave se detiene de improviso, girando con gran rapidez sobre sí misma, mientras que un viento impetuoso lanzó al agua a aquellos desventurados. Eran unos treinta; y como el agua era muy profunda y densa, apenas cayeron a ella no se les volvió a ver más. Nosotros entonamos la Salve Regina y más que nunca invocamos de todo corazón la protección de la Estrella del mar.

Siguió después la calma. Y la nave, a guisa de un pez, continuó avanzando sin saber nosotros adonde nos conduciría. A bordo se desarrollaba un continuo y múltiple trabajo de salvamento. Se hacía todo lo posible por impedir que los jóvenes cayesen al agua y se intentaba, por todos los medios, socorrer a los que a ella caían. Pues había quienes asomándose imprudentemente a los bajos bordes de ¡a embarcación se precipitaban al lago, mientras que algunos muchachos desalmados y crueles, invitando a los compañeros a que se asomasen a la borda, los empujaban precipitándolos al agua; por eso algunos sacerdotes prepararon unas cañas muy largas y muy fuertes y unas cuerdas muy recias y anzuelos de varias clases. Otros amarraban los anzuelos a las cañas y entregaban éstas a unos y otros, mientras que algunos ocupaban ya sus puestos con las cañas levantadas, con la vista fija en las aguas y atentos a las llamadas de socorro. Apenas caía un joven bajaban las cañas y el náufrago se agarraba a la cuerda o bien quedaba prendido por el anzuelo por la cintura, o por los vestidos y así era puesto a salvo.

Pero también entre los dedicados a la pesca había quienes entorpecían la labor de los demás e impedían su trabajo a los que preparaban y distribuían los anzuelos. Los clérigos vigilaban para que los jóvenes, muy numerosos aún, no se acercasen a la borda de la embarcación. Yo estaba al pie de un alto mástil que había en el centro, rodeado de muchísimos muchachos, sacerdotes y clérigos que ejecutaban mis órdenes. Mientras fueron dóciles y obedientes a mis palabras, todo marchó bien; estábamos tranquilos, contentos, seguros. Pero no pocos comenzaron a encontrar incómoda la vida en aquella balsa; a tener miedo de un viaje tan largo, a quejarse de las molestias y peligros de la travesía, a discutir sobre el lugar en que debíamos atracar, a pensar en la manera de hallar otro refugio, a ilusionarse con la esperanza de encontrar tierra a pocadistancia y en ella un albergue seguro, a lamentarse de que en breve nos faltarían las vituallas, a discutir entre ellos, a negarme su obediencia. En vano intentaba yo persuadirles con razones.

Y he aquí que aparecieron ante nuestra vista otras balsas, las cuales, al acercarse, parecían seguir una ruta distinta de la nuestra; entonces aquellos imprudentes determinaron secundar sus caprichos, alejándose de mí y obrando según su propio parecer. Echaron al agua algunas tablas que estaban en nuestra embarcación y al descubrir otras bastante largas que flotaban no muy lejos, saltaron sobre ellas y se alejaron en compañía de las otras balsas que habían aparecido cerca de la nuestra. Fue una escena indescriptible y dolorosa para mí al ver a aquellos infelices que iban en busca de su ruina. Soplaba el viento; las olas comenzaron a encresparse; y he aquí que algunos quedaron sumergidos bajo ellas; otros, aprisionados entre los espirales de la vorágine y arrastrados a los abismos; otros chocaban con objetos que había a flor de agua y desaparecían; algunos lograron subir a otras embarcaciones, pero éstas pronto se hundieron también. La noche se hizo negra y oscura: en lontananza se oían los gritos desgarradores de los náufragos. Todos perecieron. In mare mundi submerguntur omnes ilii quos non súscipit navis ista, esto es: la nave de María Santísima.


Continuará... 


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