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"A MIS SACERDOTES" DE CONCEPCIÓN CABRERA DE ARMIDA. CAP. LXXXIII. UNIFICACIÓN CON LA VOLUNTAD DIVINA

Mensajes de Nuestro Señor Jesucristo a sus hijos predilectos.

LXXXIII



Unificación con la Voluntad Divina



"Para dar fruto en las almas, los sacerdotes tienen que estar injertados en Mí; más aún, ser otros Yo mismo, unos en Mí en la unidad de la Trinidad. Sin lo cual, serán vanos sus esfuerzos, infecundos sus trabajos propios, porque les faltará la savia divina, santa y fecunda del Espíritu Santo.

Y como uno de los fines de todos los sacerdotes es el de salvar almas, para ser salvadores tiene que unirse, repito, íntima y absolutamente al único Salvador. Deben conformar en todo su conducta con la mía en la tierra, siempre de paz, de olvido propio y de caridad; deben identificar sus ideales con los míos; sus aspiraciones, su vida toda con la mía: deben descender a la práctica y preguntarse a menudo, qué haría Yo en tal o cual ocasión, cuál sería mi pensamiento en tal o cual asunto, cuáles mis resoluciones y mi criterio en tal o cual conflicto; y descender, repito, a los pormenores de la vida privada y apostólica.

Pero más, mucho más: deben vivir mi misma vida interior, toda orientada a mi Padre, y tener la pasión amorosa y santa que me movía a obrar sólo por Él.  Ésa fue mi vida en la tierra, ésa ha sido y es mi vida en el cielo: amar, venerara y dar gusto a mi Padre, y tener  una sola voluntad con la suya; y ésa es la perfección del amor del hombre, el fin supremo de la transformación en Mí.

En ese acto amoroso de supremo abandono a la voluntad de mi Padre está la perfección, la más alta y acabada santidad. Y ¿por qué? Porque lleva a la unidad, lo más subido de la unidad, la consumación en Dios de lo más grand que tiene el hombre, de lo que es suyo, de la voluntad humana unificada con la voluntad divina.

Entonces ya no hay dos voluntades, sino una sola voluntad, la de Dios, la que ha absorbido -en cierta manera- la voluntad de la criatura. Si pudiera decirse, diría que éste es el carácter más sublime de la Trinidad, lo supremo de su santidad, la divina esencia de la unidad: el que las tres Personas divinas no tengan sino una sola Voluntad, un solo querer en la eternidad de sus miras, en la inmutabilidad de su Ser. En esa purísima, sapientísima, indisoluble y acorde Voluntad es feliz la Trinidad, y esa Voluntad se extiende a todo lo creado, partiendo de un solo Centro, ¡de la unidad!

Pero en esa voluntad única está de asiento la Sabiduría, el Poder, la Caridad, la Justicia, la Santidad, etc., etc.  En esa voluntad está Dios, está la esencia de la unidad, repito, está la paz, la estabilidad, la unión, ¡el cielo!

Por eso en la tierra, no puede eximirse ni un instante de esa Voluntad representada por mi Padre, por la misma Divinidad que en Mí llevaba; todo lo refería a la voluntad de mi Padre y mi mayor dicha era complacerlo aun en las voluntarias inmolaciones que eran la expresión de su voluntad en Mí; y mi aliento y mi vida era complacer esa voluntad adorable. Por eso todo cuanto hacía lo refería a mi Padre, y no permití quitar ni una sola tilde a su voluntad, amorosa y crucificante.


Me sometí feliz, como hombre, a su voluntad amorosísima, aún en las torturas morales y materiales, permitidas sapientísima y amorosísimamente por mi amado Padre. El solo pensamiento de esa voluntad divina endulzaba infinitamente los sacrificios de un Dios hombre.

Y por eso mi Corazón anhelaba con ansia verme crucificado, porque hasta allá llegaba la voluntad de mi Padre, toda amor, al sacrificarme: por ser Dios, para que tuvieran mérito y eficacia mis expiaciones; y como hombre, para darme un trono sobre todo trono y hacerme Cabeza de su Iglesia amada, lo que es también como premio para la humanidad entera.

Esa voluntad de mi Padre fue infinitamente amorosa al darme al mundo para ser inmolado por su salvación; y mi premio, en la economía de sus sapientísimos planes, fue hacerme Cabeza de mi Iglesia, y en Ella, de la humanidad entera.

El gran premio de mi sacrificio fue el darme esa Esposa Inmaculada, virgen fecunda y Madre de la humanidad; me costó la vida conquistar ese puesto, esa soberanía universal en mi Iglesia: en la Cruz sellé mi reinado en el mundo.

Conquiste entonces, con mis más terribles dolores, las vocaciones de mis sacerdotes, su ayuda, su cooperación, la gracia de su transformación en Mí, hasta llegar al punto sublime de la unidad; los hice también cabeza de mi Iglesia, unidos, injertados en la Vid, que soy Yo para que corriera pos sus venas mi misma savia los mismos ideales, los mismos quereres, la misma voluntad, una con la del Espíritu Santo.

Quería llegar algún día a realizar mi ideal perfecto que apenas entonces, en la última Cena, dejé translucir en mi plegaria al Padre, antes de dejar a mis Apóstoles (semilla primitiva de mi Iglesia): el consumarlos en la unidad, que ha sido y que es todo el anhelo de mi Corazón.

Pero todo este plan se concreta en una sola cosa: en que tengan mis sacerdotes en su transformación en Mí, una sola voluntad con la de mi Padre.

No tan solo quiero y he pedido en estas confidencias lo más grande que tiene el hombre, lo único suyo y que persigo: su voluntad; sino que quiero llegar al límite, que esa voluntad se pierda en la Voluntad de mi Padre, como se perdió la mía, en cuanto hombre, siendo una sola voluntad en la Voluntad divina de la Trinidad.

Pues bien, si Yo, Dios-hombre, tuve que conquistar con mis inmolaciones voluntarias y hasta con mi propia vida el ser Cabeza de mi Iglesia amada, también a los sacerdotes, a mi imitación, debe costarles el ser cabezas de mi Cuerpo místico, del desarrollo de mis planes redentores y salvadores en mi Iglesia. Y ¿cómo? Con la moneda con que compré Yo esa supremacía sobre toda la humanidad: con el amor, y el abandono, y el vivo anhelo de hacer siempre y en cualquiera circunstancia la divina voluntad de mi Padre hasta el heroísmo, hasta la muerte.

Si los sacerdotes son otros Yo, tienen que llevar en sí mismos los mismos sentimientos que Yo; y el más puro, y el más santo, perfecto y justo que tuvo mi Corazón, que fue el de someter voluntaria, amorosa y confiadamente mi voluntad a la de mi Padre, y gozarme en ella siempre, hasta entregar mi espíritu en sus manos, en su amoroso seno, en su mil veces adorable voluntad.

Eso deben hacer mis sacerdotes, cabezas de mi Iglesia santa y de las almas: imitarme en ese punto capital, el más santo y perfecto de su transformación en Mí; en identificarse plenamente con la voluntad santísima de mi Padre.

Y hemos llegado a lo más alto, a lo que más puede glorificarme como Dios-hombre: el hacer mis sacerdotes otros Yo, pero especialmente con el sentimiento más íntimo y más de mi Corazón, el de la voluntad de mi Padre, que constituyó mi  vida en la tierra y el florón más alto y divino para mi Iglesia, ¡la adorable Voluntad de mi Padre!

Si los fieles me aman, si quieren glorificarme, como es su deber de amor, nada más grande pueden hacer por Mí que lo que hagan por mis sacerdotes, que es como si lo hicieran por Mí mismo; pues ya saben que lo que a ellos les hacen, a Mí me lo hacen; aunque ahora, en el sentido del bien. Y nada más grande pueden hacer por ellos que pedir esa unificación de sus voluntades en la de mi Padre, que es la Mía, que es la unidad en la Trinidad".



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