Páginas

"A MIS SACERDOTES" DE CONCEPCIÓN CABRERA DE ARMIDA. Cap. LXXXVII: La Iglesia, esposa de Jesús y de los sacerdotes

Mensajes de Nuestro Señor

Jesucristo a sus hijos predilectos.









LXXXVII

La Iglesia, esposa de Jesús y de los sacerdotes










"Para darme mi Padre a la Iglesia como Esposa, primero me crucificó.  En la Cruz fueron mis desposorios con Ella; esa inmolación me costó unirme con esa Esposa inmaculada.  Ahí también uní a todos mis sacerdotes futuros conmigo, para que unos en Mí, su Maestro, su Redentor y su Vida, tuvieran -transformados en - la misma Esposa purísima, con el deber de la misma fidelidad hacia Ella, con los mismos ideales hasta el fin de los siglos.  En ellos dejé mi vida apostólica para que distribuyeran los frutos de la Redención que conquisté para ellos y para toda la humanidad, con mi Sangre y con mi vida, en el Calvario.

Ahí fueron también los desposorios de los sacerdotes con la Iglesia. A mis dolores y a mi Sangre les deben el tener esa Esposa santa, la misma Mía, dada por el Espíritu Santo; en vista de que los sacerdotes seran unos conmigo, en la unidad de la Trinidad.

En aquella plegaria ternísima a mi Padre, en la última Cena, plegaria salida de lo más hondo de mi alma -en la que quise expresar a mis Apóstoles, y en ellos a mis sacerdotes futuros, toda la sublime ternura, la quinta esencia de mi amor hacia ellos-, pedí lo más grande, lo más bello que podía solicitar de mi Padre, que fuéramos uno, consumados en la unidad de la Trinidad.

Pero al elevar esa plegaria ardentísima que brotó de lo más profundo de mi amor, tenía presente a mi Iglesia, que al tomarla como Esposa, lo sería también de mis sacerdotes transformados, unos con mi Padre y con el Espíritu Santo, sublimados en la unidad divina de la Trinidad.

Desde la eternidad estaba destinada para mis sacerdotes esa Esposa, la Iglesia, brotada de mi Corazón en la Cruz.  Ahí nació, pura y bella, de mi costado, como Eva del costado de Adán, para que fuera madre de todos los cristianos, de las almas todas, para salvarlas por mis infinitos méritos que en su seno inmaculado deposité.

Yo me iba de la tierra con mi presencia sensible, pero me quedaba real y verdaderamente en la Eucaristía, en cada arteria de mi Iglesia, que son los sacramentos, y en su doctrina; me iba, pero me quedaba en cada uno de mis sacerdotes, otros Yo en la tierra, con la misma Esposa, con los mismos fines de caridad, con los ideales puros y santos de la salvación de las almas.

Les dejé mi Cuerpo para que se hicieran con Él un mismo cuerpo; les dejé mi Sangre para que formaran con Ella una misma sangre; mi Sacrificio incruento, que se repetirá hasta el fin de los siglos, para que se unieran mis sacerdotes a él, en un solo sacrificio e inmolación; les dejé mi doctrina para que la extendieran y salvaran a las almas; mis ejemplos, vivos y palpitantes, para que los imitaran y siguieran.

Les dejé a mi misma Madre, a mi mismo Espíritu, a mi mismo Padre que a todos estrecharía en sus brazos, al ver en ellos, no a muchos sacerdotes, como he dicho, sino a un solo Sacerdote en Mí.

¿Y por qué?,  ¿a qué se debe esa unidad de los sacerdotes en Mí y de todos en mi Padre?, ¿a qué se debe principalmente esa gracia? -A la ardiente plegaria que dirigí a mi Padre poco antes de mi Pasión.  Él no pudo hacerse sordo a los clamores de su Hijo amado que iba a agonizar y a morir para glorificarlo, y salvar al mundo, y con su vida comprar la Iglesia fundamento y camino único para la salvación.

Pero como esa Iglesia necesitaba obreros en su viña, era preciso que mi Padre me los diera, puros y santos, como lo ero Yo, que dije: "¿quién de vosotros me convencerá de pecado?"  Eso mismo deben decir mis sacerdotes; y lo podrán decir con verdad, si son otros Yo. 


Y para lograr esa pureza y ese parecido, no encontré cosa que más fielmente pudiera en mis sacerdotes representarme que la consumación de ellos en Mí por la unidad, que es la que mas asimila, la que más compenetra, la que más diviniza, lo único que necesitaba para morir tranquilo -en cuanto a mi amor- al verme representado fielmente en mis sacerdotes futuros, al atraer para ellos, en Mí, las mismas miradas de mi Padre, sus mismas complacencias, su misma fecundidad, su misma gloria para Él.  Porque en esa unidad, en esa consumación de la unidad en Mí, en esa transformación de ellos en Jesús, están encerradas sus complacencias.


Y mi Padre me lo concedió; no pudo menos que oírme, como siempre lo hace.  Y esa transformación se operó, desde la eternidad, en el ideal y en  la vocación del sacerdote en el entendimiento del Padre; se afirmó en María como ha dicho, al encarnarse el Verbo en su purísimo seno, al poner ahí el Padre, en Mí, aquella fibra amorosa de la vocación sacerdotal que se desarrollaría en Mí, único Sacerdote y único Salvador.

Clamé al Padre por esa gracia insigne al instituir el Sacramento de la Eucaristía; subió mi plegaria al Padre, poco antes de mi muerte, en la que pedía la consumación de dicha gracia.  Y en la primera Misa que se celebró en el mundo, en el arranque más grandioso del amor de un Dios a sus criaturas, se obró la perfecta transformación del sacerdote en Mí, haciéndolo otro Yo, por las palabras operativas y divinas de la consagración; y me quedé Yo en ellos y ellos en Mí, en momentos tan elevados y sublimes, que, aun después de tantos siglos, hacen temblar de admiración al cielo y conmueven terriblemente al infierno.

Y todo lo conquisté, todos los bienes los alcanzó el Dios-hombre; pero de i Padre celestial, que los derramó en Mí y por Mí a los demás.

Aquella plegaria de la consumación de la unidad en mi Padre y en Mí, no quedó estéril, sino que vinieron sus frutos a la tierra especialmente sobre mis sacerdotes, y por eso ellos son otros Yo; y de eso, sólo por eso, les dí a mi misma Esposa la Iglesia, pero con los mismos deberes de fidelidad y de purísimo amor hacia ella; con el deber de servirla, de consolarla, de darle hijos espirituales y santos, de extender su reinado, de respetar sus jerarquías, de constituir, aun en la tierra, aquella unidad que es eco de esa unidad santa, fecunda y purísima, de la unidad de los sacerdotes en Mí, de la única unidad en la Trinidad.

Todo lo que salga de esta unidad es diabólico; todo lo que no tienda a esa unidad es falso; todo lo que se aparte de esa unidad será nulo para el cielo; todo lo que rechace esa unidad estará condenado por mi Iglesia.

Los sacerdotes me deben pues vocación, María, Sangre, plegarias, vida, Esposa, transformación, y ese más que representarme en la tierra, el que sean otros Yo mismo en las Misas, el que sean otros Yo mismo en los sacramentos, el que deban ser otros Yo en todo instante y ocasión, que es lo que vengo buscando.

No solo quiero la transformación ya hecha y mas o menos desarrollada con la cooperación de los sacerdotes; sino la consumación de esa transformación para honor de mi Iglesia; porque en mis sacerdotes también Me ve mi Padre a Mí, único Sacerdote digno de tocarla y de repetir con toda pureza y santidad sus tesoros en las almas.

Cierto que para repartir esos tesoros los sacerdotes se revisten de Jesucristo, me representan a Mí, al Dios vivo hecho hombre; pero como he dicho, no me basta que sólo se vistan de Mí, sino que sean otros Yo mismo, en estos tiempos en que se necesita un salvador -ellos en Mí-- y que hagan como reaparecer, por sus virtudes, al mismo Salvador.

Cuido y velo por la honra y la gloria de mi Esposa, la Iglesia, que tanto me costó, que fue el premio que me dio mi Padre y que conquisté en la Cruz con dolores, ignominias y sufrimientos sin comparación. Y fue que compraba, más que con precio de oro, con el precio de mi vida, a aquella Esposa santa y salvadora por su unión Conmigo y que iba a ser Esposa extensiva, en su virginal fecundidad, de todos mis sacerdotes desde el primero hasta el último, pero con la condición indispensable de ser otros Yo mismo, único Esposo virginal y puro en donde todos se encerrarían.

Que mediten muy detenidamente esto mis sacerdotes; y como mis palabras obran, la Iglesia tendrá gran consuelo; y Yo, el santo gozo de que aumente la gratitud en el corazón de mis sacerdotes, al ver, al considerar, medir y pesar los innumerables beneficios que me deben y que muchos no conocen, ni su magnitud, ni su número, que es incalculable; porque las predilecciones de mi amor para con mis sacerdotes sólo en el cielo podrán contarse.

Que aumente en ellos, con estas consideraciones, su afecto a mi Iglesia, su fidelidad para con Ella y su celo santo por embellecerla con almas santas, por encumbrarla, por reparar las ofensas que se le hacen y consolar a su cabeza principal, el Papa, a quien tanto amo.

Todo lo cual lo conseguirán por su perfecta y consumada transformación en Mí".

No hay comentarios:

Publicar un comentario