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LOS SUEÑOS DE SAN JUAN BOSCO - PARTE 56 -


EL JARDÍN


SUEÑO 62.—AÑO DE 1867.

(M. B. Tomo IX, págs. 11-17)

En la noche del 31 de diciembre de 1867, [San] Juan Don Bosco reunió a los jóvenes en la iglesia y subiendo al pulpito, después de las oraciones, les habló así: «Suelen, en estos días, los padres dar el aguinaldo a sus hijos; lo mismo hacen los amigos recíprocamente. También yo acostumbro hacerlo todos los años, dando en esta noche a mis queridos jóvenes un recuerdo que les sirva de aguinaldo para el año próximo.

Estaba pensando desde hace algunos días qué aguinaldo les daría, mis queridos hijos, y a pesar de mis esfuerzos no encontraba un pensamiento a propósito para ello. También la noche pasada, estando ya acostado, pensaba una y otra vez en lo que les debería decir como consejo saludable para el 1868, pero no me fue posible concentrarme. Cuando, después de un buen rato, agitado siempre por la más viva preocupación me encontré como semidormido, en un estado intermedio entre el sueño y la vigilia.

Era un sueño que me permitía darme cuenta de lo que hacía, oyendo lo que se me decía y respondiendo a lo que se me preguntaba. O sea estaba en un estado muy parecido al sueño, pero que no lo era.

Me parecía hallarme en mi habitación. Hice por salir y en lugar de la baranda me encontré delante de un hermoso jardín en el que había innumerables rosales; el jardín estaba rodeado de una muralla y a la entrada del mismo se veía escrito con caracteres cubitales el número 68. Un portero me introdujo en aquel vergel y en él vi a nuestros jóvenes que se entretenían alegremente, gritando y saltando. Muchos, al verme, se apiñaron a mi alrededor hablando conmigo de muchas cosas. Comenzamos a recorrer juntamente el jardín y después de un breve trayecto a lo largo del muro, vi a un lado a numerosos muchachos agrupados cantando y rezando en compañía de algunos sacerdotes y clérigos. Me acerqué más a ellos; los miré y no los reconocí del todo; gran parte me eran desconocidos; pude darme cuenta que cantaban el Miserere y otras preces de difunto. Acercándome más aún, les dije:

—¿Qué hace aquí? ¿Por qué reza el Miserere? ¿Cuál es la causa de su luto? ¿Se ha muerto acaso alguno? —¡Oh!, —me dijeron—, ¿usted no lo sabe? —Yo no sé nada. —Estamos rezando por el alma de un joven que murió tal día y a tal hora. —Pero ¿quién es? —¿Cómo?, —replicaron—. ¿No sabe quién es? —¡No, no! —¿Acaso no le hemos avisado?—, se dijeron mutuamente. Y después, dirigiéndose a mí: —Pues bien, ha de saber que ha muerto el tal— y me dijeron el nombre. —¡Cómo! ¿Ha muerto ése? —Sí; pero ha tenido una buena muerte; una muerte envidiable. Recibió con gran satisfacción y edificación nuestra los Sacramentos. Resignado a la voluntad de Dios, dio muestras de los más vivos sentimientos de piedad.

Ahora al acompañarlo a la sepultura rezamos por su alma, pero tenemos la esperanza de que esté ya en el cielo y en él interceda por nosotros. Aun más: estamos seguros de que se halla ya en el Paraíso. —¿Tuvo, pues una buena muerte? ¡Que se cumpla siempre la voluntad de Dios! Imitemos sus virtudes y pidamos al Señor que nos conceda también a nosotros la gracia de tener una santa muerte.


Y dicho esto me alejé de ellos, rodeado siempre de una gran muchedumbre de jóvenes. Seguimos, pues, paseando por el jardín, y tras haber recorrido un buen trecho de camino, llegamos a un prado bellísimo cubierto de verdor. Yo, entretanto, me decía a mí mismo: —Pero ¿cómo es esto? ¿Ayer noche me acosté en mi cama y ahora me encuentro con todos los jóvenes esparcidos acá y acullá por este jardín?

Cuando he aquí que veo a otra numerosa turba de muchachos dispuestos en círculo, en el centro del cual había algo que no podía distinguir bien. Me di cuenta, sin embargo, de que estaban arrodillados; unos rezaban y otros cantaban. Me acerqué y pude comprobar que rodeaban un ataúd diciendo las preces de difuntos y entonando el Miserere. Entonces les pregunté:

¿Por quién rezan? Todos ellos, con semblante melancólico, me respondieron: —Ha muerto otro joven y ha tenido una buena muerte. Ha recibido con edificante piedad los Santos Sacramentos y ha dado muestras de sólida piedad. Ahora le llevan ya a la sepultura. Estuvo enfermo ocho días y vinieron a verlo sus padres.

Les pregunté el nombre del difunto y me lo dijeron; me sentí muy apesadumbrado al oírlo y exclamé: —¡Oh, lo lamento! Era uno que me quería mucho y no he podido darle el último adiós tampoco al otro pude verlo antes de que muriese... ¿Es que ahora se van a morir todos?... Un muerto aquí, otro allá... —¿Qué dice?, —me respondieron—. ¿Un muerto hace poco y otro ahora? ¿Le parece poco tiempo y han pasado ya tres meses que falleció el primero en tal día y a tal hora?

Al oír esto pensé entre mí: —¿Sueño o estoy despierto? Me parecía no soñar y, por otra parte, no sabía qué pensar de lo que estaba oyendo.

Comenzamos después a internarnos por aquellos bosquecillos, y tras un buen rato de estar caminando he aquí que oigo cantar nuevamente el Miserere. Retengo el paso y tanto yo como los que me acompañaban divisamos un numeroso grupo de jóvenes que se acercaba a nosotros.

Entonces pregunté a los que estaban junto a mí: —¿Qué hacen éstos? ¿Adonde van? Venían de un lugar próximo y estaban todos desconsolados y con los ojos llenos de lágrimas. —¿Qué tienen?—, les pregunté, apresurándome a salirles al encuentro. —¡Ah! Si supiese... —¿Qué ha sucedido? —Ha muerto un joven. —¿Cómo? ¿Pero, he de ver muertos por todas partes? ¿A quién han acompañado a la sepultura? Y los jóvenes, dando muestras de extrañeza, exclamaron: —¡Cómo! Pero ¿no sabe nada? ¿No se ha enterado de que ha muerto fulano? —¿También ése ha muerto?—, pregunté. —Sí; pobrecillo... Sus padres no han venido a verlo... pero... —¿Pero qué? ¿Acaso no ha tenido una buena muerte? —No. Ha tenido una muerte nada deseable. —¿No recibió los Sacramentos? —Al principio no quería recibirlos; después accedió a hacerlo, pero de mala gana y sin dar muestras de arrepentimiento; así que hemos quedado poco edificados e incluso dudamos mucho de su eterna salvación, sintiendo mucho que un joven del Oratorio haya tenido una muerte tan mala.

Entonces yo procuré consolarlos diciéndoles: —Si ha recibido los Sacramentos esperemos que se haya salvado. No hay que desesperar de la misericordia de Dios. ¡Es tan grande!

Pero no logré consolarles al intentar infundirles esta esperanza. Entretanto, lleno de dolor y con la mente turbada, pensaba en las fechas en que aquellos jóvenes habían muerto; cuando apareció un personaje desconocido para mí, el cual acercándose me dijo: —Mira: son tres. Yo le interrumpí: —¿Y tú quién eres que me hablas con tanta familiaridad, tuteándome sin haberme visto nunca? —Escúchame —respondió— y después te diré quién soy. ¿Quieres que te dé una explicación de cuanto has visto? —Sí. ¿Qué significan estos números? —Has visto —me replicó— el número 68 escrito sobre la puerta del jardín. Esto significa el año 1868. Durante él, tres de los jóvenes que te han sido indicados deberán morir. Como has visto, los dos primeros están bien preparados; al tercero debes prepararlo tú. Y pensando si, en efecto, sería cierto que en el año 1868 morirían tres de mis queridos hijos, añadí: —Pero ¿cómo puedes decirme eso? —Observa atentamente si se cumple lo que te he dicho y verás —me respondió—.

Ante la seguridad y amabilidad de sus palabras comprendí que aquel personaje me hablaba como amigo y proseguí con él el camino, absorto en las palabras que le había oído decir. —¿Acaso estoy soñando?, —exclamé—. Aquí no hay nada de sueños que bien despierto estoy. Veo, oigo, conozco... Y mi acompañante me dijo: —Sí, sí; todo esto es realidad. Y yo: —¿Realidad? Te ruego que me atiendas. Me has hablado del porvenir; ahora háblame del presente. Lo que deseo es que me digas algo para repetírselo a mis jóvenes como aguinaldo mañana por la noche. Y él: —Diles a tus jóvenes que así como los primeros en morir estaban preparados porque frecuentaban con las debidas disposiciones la Santa Comunión durante la vida, también en punto de muerte la recibieron con gran edificación de todos; el último, en cambio, no comulgaba en vida, cuando gozaba de salud, y por eso en el trance supremo la recibió con poca devoción. Diles que si quieren tener una buena muerte, frecuenten la sagrada Comunión con las debidas disposiciones, siendo la primera de todas, una Confesión bien hecha. El aguinaldo sea pues, éste: La Comunión devota y frecuente es el medio más eficaz para tener una buena muerte y así salvar el alma. Ahora sígueme y presta atención. Y se adentró un poco más en el sendero del jardín.

Yo le seguía cuando, de pronto, veo concentrados en un los. Los conocía a todos y me parecía que no faltaba ninguno; los veía como tantas veces, sin notar en ellos ninguna particularidad. Pero, examinándolos más de cerca, vi algo que me llenó de admiración y de horror. De debajo de la gorra de muchos, y partiendo de la frente, salían dos cuernos. Unos los tenían más largos, otros más cortos; éstos enteros, aquellos partidos; algunos sólo conservaban la señal de haberlos tenido en la misma raíz,otros, a pesar de tenerlos rotos, no podían impedir que continuasen desarrollándose, aumentando incesantemente de grosor. No faltaban quienes no sólo tenían cuernos sino que, además, parecía que sentían orgullo de tenerlos, dando continuas cornadas a los compañeros. Me llamaron la atención los que tenían un solo cuerno en mitad de la cabeza, pero de grosor extraordinario, siendo éstos los más peligrosos. Finalmente vi a otros cuya frente candida y serena jamás se había visto afeados por semejante deformidad.


Continua ...

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