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"A MIS SACERDOTES" DE CONCEPCIÓN CABRERA DE ARMIDA. CAP. XCIII: ADVERTENCIAS.


MENSAJES DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO A SUS HIJOS PREDILECTOS.



XCIII



ADVERTENCIAS



"Un defecto de muchos de mis sacerdotes que trae consecuencias muy hondas, muy extensas en contra Mía, es el de no hacerse el cargo de las circunstancias, en muchos casos. La virtud de la previsión en una gran necesidad en los que tienen cargos sobre las almas.

No hay que querer meter en el molde estrecho de un duro criterio a los demás; y generalmente, los exigentes con otros son amplios para sí mismos; no tienen la misma medida para dar que para recibir, son estrechos en sus juicios, en los que muy a menudo hay soberbia.

¡La prudencia! y ¡cuánto necesitan de esta virtud cardinal muchos de mis sacerdotes!  ¡Y qué fácil es para muchos caracteres irse a los extremos, y pedir a las almas lo que no pueden dar, entrometerse en lo que no deben, pretender que todos den la misma medida y empeñarse en medirlos con el mismo rasero.

Los sacerdotes deben tener en cuenta las circunstancias de cada familia, de cada país, de cada clase social, de cada alma.

En lo tocante a la fe, a la doctrina, al Evangelio, no deben contemporizar ni quitar una sola tilde por respetos humanos, ni con culpables condescendencias; pero dentro de la prudencia divina deben pesar, medir y ampliar su criterio en lo lícito, para no ir a extremos que perjudican a la Iglesia y alejan a las almas de su seno.

Y toco este punto, porque hay más, mucho más de lo que se cree, y sólo Yo puedo medir las consecuencias que exterior e interiormente se lamentan en la Iglesia y en el campo de las almas. Parecen minuciosidades y no lo son; parecen cosas de poca importancia, y la tienen y mucha.

Por ejemplo: cuando no sigue, por poco caso o por capricho, las órdenes de los superiores, y alargan la Misa, sobre todo los días de precepto, más de lo mandado o indicado, motivo por el cual los fieles se van, se cansan y pierden el fruto del sacrificio.

Cuando no son puntuales en las misas de obligación y se están confesando entreteniendo, mientras el pueblo espera ya sin devoción y hasta con ira; y de la misma manera, la impuntualidad en el ejercicio del ministerio.

¡Cuánta responsabilidad tienen los sacerdotes que no se hacen el cargo de las circunstancias, que no tiene en cuenta las personas --los empleados, las sirvientas, por ejemplo-- que tienen contado su tiempo y que se marchan antes de cumplir con el precepto!

Y en todos estos descalabros, a más de cargar el sacerdote culpable con muchas de estas faltas, Yo soy principalmente el ofendido, y las murmuraciones mundanas caen sobre mi Iglesia y sus Pastores.

¡Si pudiera hacerles ver a mis sacerdotes la extensión que tienen estas faltas que parecen pequeñeces y que no lo son!

Y todo viene de no pesar las circunstancias generales y particulares, por no hacerse el cargo de lo que les rodea, por caprichos o criterios errados y por falta de obediencia a las órdenes de los superiores.

De eso --de la impuntualidad en el ejercicio del ministerio en muchos de mis sacerdotes-- habría mucho que decir, y Yo los quiero perfectos. Me complacería que estudiaran estos puntos y los enmendaran. Claro está que Yo no pido que los fieles gobiernen a los sacerdotes; pero sí exijo de los sacerdotes que vean y midan y pesen las circunstancias, y procuren, con su puntualidad, exactitud y caridad, no dar ocasión a que sufra detrimento mi Iglesia, ni a que les falten el respeto a ellos mismos.

¡Cuántas faltas hay en estos puntos y en otros muchos, en los que algunos sacerdotes abusan de su autoridad, haciendo esperar indefinidamente bautismos, confesiones, comuniones, etc.; con lo que la pobre gente sufre más de lo que se cree y de lo que se sabe!

Estas menudencias, al parecer, son de mucha importancia en el ejercicio del ministerio, en el cumplimiento de los deberes diarios del sacerdote.


Y ¿qué dijera Yo de tantas veces que por pereza, por olvido culpable, por pequeñas enfermedades, por temor a las molestias, etc., etc., dejan morir a los enfermos, perdiéndose quizá las almas? Esto es terrible para mi Corazón; y la inercia en este punto, en el de el celo por mi propia gloria ha muerto o está muy tibio, me contrista profundamente.

Los sacerdotes saben muy bien que las almas son mi delirio, que deben protegerlas con esmero y salvarlas; ¡con cuánta más razón cuando los llaman y ellas están en peligro! A un sacerdote que dé la vida por su deber, le doy la corona de los mártires. ¡Claro está que no exijo imprudencias, pero sí sacrificios; sí, prudente celo; sí, amor, amor, amor!  Y no es amor la tibieza y morosidad cuando se trata de salvar un alma; no es amor a Mí cuando supera el amor propio, el egoísmo, la comodidad, los pasatiempos y hasta la molicie en muchas ocasiones.

Hay muchas confusiones nacidas del amor propio entre la prudencia divina y la prudencia mundana. La primera es virtud; la segunda es vicio, defecto, egoísmo, amor propio, etc., etc.  Y hay que tener cuidado y clasificar muy claramente cuál prudencia los guía, cuál derrotero deben seguir, que hay muchos engaños con frecuencia culpables, y la rectitud y el amor divino son muy buenas balanzas, muy fieles para pesarlos y distinguirlos.

Pero, lo que simplifica, lo que anulará todos estos vicios y defectos en mis sacerdotes será su transformación en Mí. Siendo ellos otros Yo, obrarán como Yo, es decir, con perfección, con santo celo, con caridad divina, con santa y justa prudencia, atrayendo, suavizando, uniendo, clamando, ¡amando!  El amor es el puso de la caridad con el prójimo, que no mide, que no calcula, que hace que no se mire la criatura a sí misma, sino a Mí en todas las cosas; y sobre todas las cosas y por encima de todo la honra de la santa y adorable Trinidad.

Muy despacio tiene que examinarse mis  sacerdotes sobre estos puntos y otros que he tocado muy a lo vivo en estas confidencias, para su remedio; para el bien de ellos, para la honra de mi amada Iglesia.

Con mucho dolor deben arrepentirse los que tengan culpa y proponer reformas prácticas, no en globo, sino bien pormenorizadas, porque de otra manera todo quedaría en promesas.

Y ¿vieran qué sería para Mí un gran gusto?  El que cada sacerdote, muy humillado ante mi Padre celestial y muy arrepentido de sus culpas y faltas, hiciera una dolorosa confesión general, que lo pusiera ante mis ojos blanco como la nieve.

¡Si mi Sangre de tantos modos quiere limpiarlo!  ¡Si Yo tengo ilusión y gozo al querer presentarlo a mi Padre puro y santificado!  ¡Si para su transformación en Mí necesita imprescindiblemente conservarse limpio!  Y ¿qué mejor piscina para lavarse que el sacramento de la penitencia? En esto insisto mucho. Primero, una confesión general, humilde y santa: después, la frecuente confesión y el tener un Director, par ser guiados y corregidos, sostenidos y ayudados.

Ya ven a qué puntos prácticos he descendido; pero estas cosas son necesarias a mi amor y esta limpieza es indispensable para su transformación en Mí. Y si estos medios para purificar el corazón aconsejarían ellos a otros, ¿por qué no aplicárselos a sí mismos?

¡Bienaventurados los limpios de corazón!, y no sólo quiero que mis sacerdotes vean a Dios, sino que sean otros Yo mismo, en su transformación en Mí, que es más que conocerme: es penetrarme impregnados de lo divino, y endiosados con el mismo Dios.

Ya verán si para ser esto puede estar manchado voluntariamente el sacerdote. ¡Claro está que no! Miserias siempre tendrá; pero estas miserias sólo deben servirle para que no pierda de vista su origen terreno, para sostenerlo en el nivel de la humildad y para que sepa por experiencia propia compadecer a las almas.

Tengo en cuenta que la tierra tiende a la tierra; pero, aun esta tierra trabajada, puede purificarse, puede sublimarse, puede transformarse en lo posible, y sobrenaturalizarse el hombre con lo divino".



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