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LOS SUEÑOS DE SAN JUAN BOSCO - PARTE 57 -

EL JARDÍN


SUEÑO 62.—AÑO DE 1867.


(M. B. Tomo IX, págs. 11-17)


Segunda Entrega

...

Les quiero hacer presente que podría indicar a cada uno de vosotros el estado en que os vi en el jardín. Habiéndome alejado después un poco de los jóvenes y acompañado solamente de mi guía, al llegar a cierto paraje un poco elevado, vi una extensa región ocupada por una muchedumbre de gente que guerreaban entre sí, eran militares.

Durante largo espacio de tiempo combatieron encarnizadamente sin compasión alguna hacia nadie.

Mucha era la sangre vertida. Yo veía a los infelices que caían al suelo grave o mortalmente heridos.

Entonces pregunté a mi compañero: —¿Cómo es que estos hombres se matan de esta manera tan terrible? —Gran guerra —exclamó mi guía— en el año 1868, y esta no terminará sino después de haberse derramado mucha sangre.

—¿Esta guerra tendrá como escenario nuestra país? ¿Qué gente es esta? ¿Son italianos o extranjeros?
—Observa a aquellos soldados y por sus uniformes sabrás a qué nacionalidad pertenecen.

Los observé atentamente y comprendí que eran individuos pertenecientes a distintas naciones. La mayor parte no vestían como nuestros soldados, pero también había allí italianos.

—Esto significa —añadió el personaje— que en esta guerra tomarán parte los hijos de Italia.

Nos retiramos de aquel campo de muerte y caminando un breve espacio de tiempo llegamos a otra parte del jardín; cuando he aquí que oigo gritar a voz en cuello: —¡Huyamos de aquí! ¡Huyamos de aquí! Huyamos, de lo contrario moriremos todos.

Y vi una gran multitud de gente que huía y, en medio de ella, a muchos de complexión robusta que caían muertos al suelo. —¿Por qué huyen?—, pregunté a uno de los fugitivos. —El cólera causa muchas víctimas —me respondió—; y si no huimos, moriremos también nosotros.

—Pero ¿qué es lo que veo?, —dije a mis compañero—.

Por todas parte reina la muerte.

—¡Gran epidemia en el 1868!—, exclamó. —¿Cómo es posible? ¿El cólera en invierno? Es posible que mueran del cólera haciendo tanto frío?
—En Reggio Calabria se cuentan hasta cincuenta defunciones diarias.

Seguimos adelante, más adelante aún, y vimos una inmensa multitud de gente, pálida, abatida, exánime, consumida, con las ropas destrozadas.

Yo no podía explicar el motivo de aquel decaimiento y del estado miserable de aquella multitud y por eso pregunté a mi amigo:

—¿Qué sucede a éstos? ¿Qué significa esto?

Gran carestía en el 1868 —me respondió—. ¿No sabes que estos infelices no tienen con qué saciar su hambre —¿Cómo? ¿El estado en que se encuentran es consecuencia del hambre que padecen?

—Así es en realidad.


Yo, entretanto, seguía contemplando a aquella multitud que gritaba sin cesar: ¡Hambre, hambre, tenemos hambre!

Y buscaban pan para comer y no lo encontraban, y buscaban agua para apagar la sed que les abrasaba y no la hallaban.

Entonces, lleno de angustia, dije a mi compañero: —Pero ¿es que durante este año lloverán todos los males sobre esta miserable tierra? ¿No habría algún medio para alejar de los hombres tantas desventuras?

—Sí que lo habría. El remedio sería que todos los hombres se pusieran de acuerdo en abstenerse de pecar; que dejasen de blasfemar; que honrasen a Jesús Sacramentado; que dirigieran sus plegarias a la Santísima Virgen, hoy tan ingratamente olvidada por ellos.

—¿Y esa hambre y esa sed, es por falta de alimento corporal o espiritual?


El guía me contestó: —Tanto lo uno como lo otro. A unos les faltará porque no quieren tenerlo y a otros porque no pueden.

—¿Y el Oratorio, tendrá que padecer también estos males? ¿Serán mis hijos también víctimas del cólera?

El guía me miró de pies a cabeza y después me dijo: —Según. Es decir: si tus jóvenes se ponen de acuerdo en tener alejada de ellos la ofensa de Dios, honrando al mismo tiempo a Jesús Sacramentado y a la Santísima Virgen, se librarán de estos males, pues con semejantes salvaguardias se consigue todo, y sin ellas nada. Si proceden de otro modo, morirán. Que tengan presente que uno sólo que cometiera el pecado, sería suficiente para atraer la indignación de Dios y el cólera sobre el Oratorio.

Pregunté aún: —¿Tendrán que padecer también mis hijos la falta de alimentos?
—¡Seguro! También ellos tendrán que sentir los efectos de la carestía.

—A mí me parece que esta calamidad debería caer solamente sobre mí, pues soy yo quien debo proveerles de alimento. Si falta el pan en casa, no son ellos los que se deben preocupar de remediar este mal.

—El hambre la sentirás tú y también tus hijos. Sus padres y bienhechores tendrán que sacrificarse mucho para pagar las pensiones y suministrarles otras muchas cosas necesarias. Serán numerosos los que no podrán pagar nada y la casa, falta de medios, no podrá atenderles en sus necesidades; por tanto, también ellos tendrán que padecer.

—¿Les faltará también el alimento espiritual? —Sí; a unos porque no querrán tenerlo y a otros porque no podrán.

Y mientras hablábamos seguíamos avanzando por aquel jardín. Pero de pronto observé que el cielo se cubría de negros nubarrones que presagiaban una próxima tormenta. Al mirar a mi alrededor vi a los jóvenes que se habían dado a la huida. Abandonando a mi guía eché a correr tratando de alcanzarlos para ponerme a salvo con ellos; pero bien pronto los perdí de vista; relámpagos y truenos se sucedían sin cesar. Cayó después una lluvia torrencial y violentísima. Jamás había presenciado un tan recio temporal. Yo daba vueltas por el jardín buscando a mis muchachos y un lugar donde guarecerme, pero no encontraba ni a los unos ni lo otro. Toda aquella región aparecía desierta. Busqué la puerta para salir, y debido a mi precipitación no la encontraba; al contrario, cada vez me alejaba más de ella. Al fin cayó una granizada tan espantosa que en mi vida había visto granizos de un grosor semejante. Algunos que me cayeron sobre la cabeza, lo hicieron con tal violencia que, a consecuencia de los golpes recibidos, me desperté, encontrándome en el lecho. Les aseguro que me hallaba más falto de fuerzas que cuando me retiré a descansar.


*******

Todas estas cosas las vi, como les he dicho, en sueño, y no se las cuento para que las crean realidades, sino para que saquen de ellas algún provecho si es posible.

Consideremos como sueño lo que no nos interesa, pero aceptemos como realidades lo que nos puede servir de alguna utilidad, tanto más que podemos asegurar que así como sucedieron ciertas cosas que anunciamos en otras ocasiones, al presente podría ocurrir ¡o mismo.

Aprovechémonos, pues; estemos preparados para la muerte; recemos a la Santísima Virgen y mantengamos el pecado alejado de nosotros.

Por último les dejo como aguinaldo la siguiente máxima: La Confesión y la Comunión frecuente y devota, son los grandes medios para salvar el alma.

¡Buenas noches!»

[San] Juan Don Bosco narró este sueño durante dos noches consecutivas. El texto del relato que acabamos de dar procede de la crónica particular del estudiante de teología Esteban Burlot, que dejó copia del mismo por él firmada en fecha del 29 de enero de 1868. Y escribió al pie de ella: «Del sueño de [San] Juan Don Bosco hago una sencilla relación tal y como me parece haberla oído de sus labios, y siguiendo el mismo orden; sin repetir exactamente las mismas palabras por él proferidas porque no las recuerdo bien. Pero tengo la certeza de que el sentido es el mismo y esto es suficiente».

Para demostrar la importancia de este testimonio y el valor de la capacidad mental del mismo, diremos que a Esteban Burlót, ordenado de sacerdote y enviado por el [Santo] como misionero a América, le fue confiada la inmensa y turbulenta parroquia de la Boca, en Buenos Aires, a la sazón guarida de las sectas anticristianas. Y él, con su actividad, con su firmeza de carácter, con su palabra
franca y leal, animada siempre por la fe, y con su ardiente caridad, sometió a las más rebeldes voluntades. Logró reformar la población; siendo amado de los buenos y temido del adversario, especialmente cuando con su periódico Cristóforo Colombo se hizo el arbitro de la opinión pública en la Boca, donde levantó un grandioso templo, un colegio para jovencitos, otro para niñas con


Oratorios festivos, estableciendo asociaciones católicas de socorros mutuos y la sociedad de San Vicente de Paúl.

Contando su parroquia con sesenta mil y más italianos, aprendió los distintos dialectos, celebrando solemnemente las festividades de cada uno de los Patronos de las diversas regiones italianas, despertando así en sus connacionales el entusiasmo patriótico, atrayéndolos a la Iglesia con procesiones religiosas en las que desplegaba el mayor esplendor, actos que evocaban las costumbres y tradiciones patrias. En el ejercicio del ministerio parroquial fue infatigable y heroico en la asistencia a los enfermos.

Don Bourlot, pues, joven, serio y sagaz, hacía poco que había entrado en el Oratorio dispuesto a dar su nombre a la Pía Sociedad. Sentía cierta repugnancia en prestar fe a los sueños de [San] Juan Don Bosco que le contaron sus compañeros más antiguos y, por tanto, con espíritu de crítica estuvo a la espera de lo que sucedería respecto a la desaparición de los tres jóvenes vistos por [San] Juan Don

Bosco en el sueño y a las circunstancias que debían acompañar a estas defunciones. De forma que, con Don Joaquín Berto y con Don José Bologna, comenzó a consignar por escrito los acontecimientos según iban sucediendo y los tres firmaron el verbal cuando se cumplieron las profecías, quedando maravillados de la admirable precisión con que se llevaba a cabo cuanto [San] Juan Don Bosco había anunciado.

Pero estos testimonios escritos se perdieron en un traspapeleo de cartas y documentos, hecho por quien nada entendía sobre el valor de los mismos, habiéndose salvado solamente del naufragio una hoja que habla de la muerte del primero de los jóvenes. Por suerte, al regresar Don Bourlot de América por algún tiempo, mientras nos facilitó algunos datos que añadir al sueño, nos dio también noticias sobre el fin de los otros dos jóvenes, dejándonos la siguiente declaración fechada en 12 de octubre de 1889:

«Puedo asegurar con juramento que la anunciada muerte de los tres hijos de [San] Juan Don Bosco como también podrían testificarlo Don Berto y Don Bologna». Y añadía que si bien no recordaba los apellidos del segundo y del tercero, podía asegurar que uno de ellos comenzaba por la letra B, que era herrero de oficio y que murió en el hospital asistido por [San] Juan Don Bosco.

Hemos de hacer notar cómo el anuncio de la muerte de aquellos tres jóvenes, no excluye el que también otros fuesen llamados a la eternidad aquel mismo año.

En efecto: nos aseguró Agustín Parigi que [San] Juan Don Bosco dijo algunos días después que otros seis jóvenes del Oratorio pasarían de esta vida a la eternidad, y que, a un compañero que temía ser del número de estos, le había dicho el [Santo]: —Está tranquilo, el Señor no te quiere aún.

Y así fue, en efecto.

Fueron, pues, nueve los que murieron entre las ochocientas personas que se encontraban en la casa.

Pero ¿por qué el sueño hacía referencia solamente a tres?

La desaparición de éstos de la escena de este mundo había de realizarse en el espacio casi de un año completo, y la de los demás, o sea ¡a de los otros seis, a intervalos, ignorándose sus circunstancias, lo que haría como de despertador, obligando a los jóvenes del Oratorio a reflexionar frecuentemente sobre el sueño y sobre la descripción hecha por [San] Juan Don Bosco respecto al estado de las conciencias.

El cumplimiento de las tres muertes indicadas en el sueño es motivo suficiente para testimoniar la veracidad y cumplimiento del anuncio de ¡os tres flagelos. [Bueno es también tener presente que, además de los centenares de internos y externos, de estudiantes y artesanos que pertenecían a la Casa, por el Oratorio pasaban miles y miles de chicos de diversas procedencias. Eso explica el número de muertos, sobre todo si se tiene también en cuenta las condiciones sociales de entonces. La mortalidad
del Oratorio no era mayor que la de las otras escuelas y colegios.]

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