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LOS SUEÑOS DE SAN JUAN BOSCO - PARTE 62 -


LA VID



SUEÑO 67.—AÑO DE 1868.

(M. B. Tomo IX, págs. 157-164)

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PRIMERA PARTE


La misma noche que [San] Juan Don Bosco contara a sus hijos del Oratorio los dos sueños precedentes que hemos ofrecido al lector bajo los títulos de: "El monstruo" y "La muerte, el juicio y el paraíso", el siervo de Dios prosiguió expresándose en estos términos:

Soñé, pues, por cuarta vez, lo que les voy a narrar.

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La noche del jueves santo (9 de abril), apenas un leve sopor comenzó a invadirme, me pareció encontrarme bajo estos mismos pórticos, rodeado de nuestros sacerdotes, clérigos, asistentes y jóvenes. Después creí observar cómo vosotros desaparecían mientras que yo avanzaba un poco hacia el patio.

Me acompañaban [Beato] Miguel Don Rúa, Don Cagliero, Don Francesia, Don Savio, el jovencito Preti y un poco apartados José Buzzetti y Don Esteban Rumi, profesor del Seminario de Genova y gran amigo nuestro.

De pronto vi que el Oratorio actual cambió de aspecto asemejándose a nuestra casa tal como era en los primeros tiempos, cuando en ella vivían sólo mis acompañantes.

Tengan presente que el patio confinaba con amplios campos sin cultivar, completamente deshabitados que se extendían hasta los prados de la ciudadela, en los que los primeros jóvenes, jugaban frecuentemente.

Yo estaba debajo de las ventanas de mi habitación, en el mismo lugar ocupado hoy por el taller de carpintería y que entonces era un huerto.

Mientras estábamos sentados hablando de nuestras cosas y de la conducta de los jóvenes, he aquí que delante de esta pilastra (donde estaba apoyada la cátedra o tribuna desde la que hablaba el [Santo]) que sostiene la bomba y junto a la cual estaba la puerta de la Casa Pinardi, vimos brotar de la tierra una hermosísima vid, la misma que durante mucho tiempo estuvo en ese lugar.

Nosotros estábamos maravillados de la aparición de la vid después de tantos años y nos preguntábamos recíprocamente qué clase de fenómeno sería aquel.

Aquella planta crecía ante nuestros ojos elevándose de la tierra casi a la altura de un hombre. Cuando he aquí que comienza a extender sus sarmientos en número extraordinario por una parte y por otra y a cubrirse de pámpanos por doquier. En poco tiempo creció tanto que llegó a ocupar todo nuestro patio y mucho más. Lo más admirable era que sus sarmientos no apuntaban hacia arriba sino que seguían una dirección paralela a la del suelo formando un inmenso emparrado, quedando suspendida sin que hubiera nada que la sostuviera. Sus hojas eran verdes y hermosas y sus sarmientos de un vigor y lozanía verdaderamente sorprendentes; pronto aparecieron también hermosos racimos, que crecieron

[San] Juan Don Bosco y los que con él estaban, contemplaban maravillados todo aquello y se decían:
 —¿Cómo ha podido crecer esta vid en tan poco tiempo? ¿Cuál será la causa de este fenómeno?

Y el mismo [San] Juan Don Bosco dijo a los demás: —Esperemos a ver lo que sucede.

Yo seguía mirando con los ojos desmesuradamente abiertos y sin pestañear, cuando de pronto todos los granos de uva cayeron al suelo convirtiéndose en otros tantos jóvenes vivarachos y alegres que llenaron en un momento todo el patio del Oratorio y todo el espacio cubierto por la vid: aquellos muchachos saltaban, jugaban, gritaban, corrían por debajo de aquel singular emparrado, de forma que producía honda satisfacción el contemplarlos tan contentos. Allí estaban todos los jóvenes que estuvieron, están y estarán en el Oratorio, y en los demás colegios, pues a muchísimos de ellos ni los conocía.

Entonces, un personaje, que al principio no conocí —y vosotros sabéis que [San] Juan Don Bosco tiene siempre en sus sueños un guía—, apareció a mi lado contemplando él también a los muchachos. Pero de pronto un velo misterioso se extendió ante nosotros y dejamos de ver aquel agradable espectáculo.

Aquel velo, no mucho más alto que la viña, parecía adherido a los sarmientos de la vid en toda su longitud y bajaba al suelo a guisa de telón. Sólo se veía la parte superior de la vid, que parecía un amplio tapete verde.

Toda la alegría de los jóvenes había desaparecido en un momento trocándose en un melancólico silencio. —¡Mira!—, me dijo el guía señalándome la vid.

Me acerqué y vi aquélla hermosa vid que parecía cargada de uva cubierta nada más qué de hojas, sobre las cuales aparecían grabadas éstas palabras del Evangelio: Nihil invenit in ea!

Yo no sabía explicarme el significado de aquello y dije a aquel personaje: —¿Quién eres tú? ¿Qué significa esta vid?

El tal quitó el velo que había delante de la vid y debajo apareció solamente un cierto número de los muchísimos jóvenes que había visto antes, en gran parte desconocidos para mí.

—Estos son —añadió— los que teniendo mucha facilidad para hacer el bien no se proponen como fin el agradar al Señor, Son aquellos que hacen el bien para no desmerecer delante de sus compañeros. Los que observan con exactitud el reglamento de la casa, para librarse de las reprimendas y para no perder la estima de los superiorescon los cuales se muestran deferentes, pero sin sacar fruto alguno de sus exhortaciones y de los estímulos y cuidados de que serán objeto en esta casa. Su ideal es procurarse una posición honrosa y lucrativa en el mundo. No se preocupan de estudiar la propia vocación, desoyen la voz del Señor si les llama y al mismo tiempo disimulan sus intenciones temiendo algún daño. Son, en suma, los que hacen las cosas como a la fuerza, por eso sus obras de nada les sirven para la eternidad.

Esto dijo. ¡Oh, cuánto me disgustó ver en el número de aquellos a algunos a los cuales yo los creía muy buenos, amantes de nuestras cosas y sinceros!

Y el amigo añadió: —El mal no está todo aquí— y dejó caer el velo dejando al descubierto la parte superior de toda la vid. —Ahora, mira de nuevo— me dijo.

Miré aquellos sarmientos; entre las hojas había muchos racimos de uva que a primera vista me parecieron presagiar una buena vendimia. Y esto comenzaba a producirme honda satisfacción, pero al acercarme pude convencerme de que los racimos eran defectuosos y raquíticos; unos estaban cubiertos de una especie de moho, llenos de gusanos y de insectos que los devoraban; otros, habían sido picados por los pájaros y por las avispas; otros, estaban podridos y marchitos. Fijándome mucho me convencí de que nada de bueno se podía sacar de aquellos racimos; que lo único que hacían era impregnar el aire con el hedor fétido que de ellos emanaba.

Entonces el personaje levantó de nuevo el velo y: —¡Mira!—, exclamó. Y debajo de él apareció, no el número extraordinario de jóvenes que había visto al principio del sueño, sino muchísimos de ellos. Sus rostros, antes tan agradables, se habían tornado feos, torvos, llenos de asquerosas llagas. Paseaban encorvados, encogidos y melancólicos. Ninguno de ellos hablaba. Había allí algunos de los que estuvieron en esta casa y en los colegios, otros que actualmente están aquí presentes y muchísimos a los cuales yo no conocía. Todos estaban avergonzados sin atreverse a levantar la mirada.

Yo, los sacerdotes y algunos de los que me rodeaban estábamos atónitos, sin poder pronunciar palabra. Por fin pregunté a mi guía: —¿Cómo es esto? ¿Por qué estos jóvenes que al principio estaban tan contentos y tenían un aspecto tan agradable, se ven ahora tan tristes y con esos rostros tan desagradables? El guía contestó: —¡Estas son las consecuencias del pecado!

Los muchachos pasaban entretanto por delante de mí y el guía me dijo: —¡Obsérvalos detenidamente!

Hice lo que me había sido indicado y vi que todos llevaban escrito sobre la frente y en la mano el nombre de su pecado. Entre ellos reconocí a algunos que me llenaron de estupor. Siempre los había creído verdaderas flores de virtud y, en cambio, al presente veía que tenían el alma manchada con culpas gravísimas.

Mientras los jóvenes desfilaban, yo leía en sus frentes: Inmodestia, escándalo, malicia, soberbia, ocio, gula, envidia, ira, espíritu de venganza, blasfemia, irreligión, desobediencia, sacrilegio, hurto.

El guía me hizo observar:—No todos están ahora como los ves, pero llegarán a estarlo si no cambian de conducta. Muchos de estos pecados no son graves de por sí, pero son causa y principio de caídas terribles y de eterna perdición. Qui spernit módica, paulatim décidet. La gula engendra la impureza; el desprecio a los superiores conduce al menosprecio de los sacerdotes y de la Iglesia; y así sucesivamente.

Desconsolado a la vista de semejante espectáculo tomé la libreta, saqué el lápiz para anotar los nombres de los jóvenes que me eran conocidos y sus pecados o al menos la pasión dominante de cada uno, para avisarles e inducirles a que se corrigiesen. Pero el guía me tomó por el brazo y me preguntó: —¿Qué haces? —Voy a anotar los nombres que veo escritos en las frentes de esos muchachos, para poderles avisar y que se corrijan. —Eso no te está permitido— respondió el amigo —¿Por qué? —No faltan los medios para vivir libres de estas enfermedades. Tienen el reglamento: que lo observen; tienen a los superiores: que les obedezcan; tienen los Sacramentos, que los frecuenten. Tienen la confesión: que no la profanen callando pecados. Tienen la Sagrada Comunión: que no la reciban con el alma manchada por el pecado mortal. Que vigilen sus miradas, que huyan de los malos compañeros, que se abstengan de las malas lecturas y de las conversaciones inconvenientes, etcétera, etcétera.

Están en esta casa y el reglamento de la misma los puede salvar. Cuando oigan la campana, que obedezcan prontamente. Que no se valgan de subterfugios para engañar a los maestros y entregarse al ocio. Que no sacudan el yugo de los superiores, considerándolos como vigilantes importunos, como consejeros interesados, como enemigos, y que no canten victoria cuando consiguen encubrir sus faltas consiguiendo la impunidad de las mismas. Que sean respetuosos y que recen de buena gana en la iglesia y en los demás lugares destinados a la oración sin distraer a los demás ni charlar. Que en el estudio, estudien; que trabajen en el taller y que observen una compostura conveniente. Estudio, trabajo y oración: he aquí lo que los conservará buenos, etcétera.

A pesar de habérmelo prohibido, yo continué rogando insistentemente a mi guía que me dejase escribir los nombres. Y entonces él me arrebató resueltamente elcuaderno de las manos y lo arrojó al suelo diciendo: —Ya te he dicho que no hace falta que los escribas. Tus jóvenes, con la gracia de Dios y con la voz de la conciencia, pueden saber lo que tienen que hacer y lo que han de evitar. —Entonces —dije— ¿no puedo yo manifestarles nada de todo esto? Dime al menos lo que les debo decir; que avisos he de darles. —Podrás decirles, lo que recuerdes y desees.

Y dejó caer el velo y nuevamente apareció ante nuestros ojos la vid, cuyos sarmientos, casi desprovistos de hojas, ofrecían una hermosa uva coloreada y madura. Me acerqué, observé atentamente los racimos y vi que en realidad eran como me habían parecido a distancia. Daba gusto el contemplarlos, causando un verdadero placer a la vista. Esparcían alrededor una fragancia exquisita.

El amigo levantó inmediatamente el velo. Bajo aquel extenso emparrado había muchos de nuestros jóvenes que estuvieron, están y estarán con nosotros. Sus rostros eran muy bellos y todos estaban radiantes de felicidad. —Estos —me dijo el guía— son y serán aquellos que mediante tus solícitos cuidados producen y producirán buenos frutos, los que practican la virtud y te proporcionarán muchos consuelos.

Yo me alegré al oír esto; pero al mismo tiempo me sentí un poco afligido, porque dichos jóvenes no eran tantos como yo esperaba.

Mientras los contemplaba sonó la campana para el almuerzo y aquellos muchachos se marcharon. También los clérigos se dirigieron a sus obligaciones. Miré a mi alrededor y no vi a nadie. Hasta la vid con sus sarmientos y con sus racimos había desaparecido. Busqué al guía y no lo encontré. Entonces me desperté y pude descansar algo.

SEGUNDA PARTE: Continuará próxima entrega.

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