Los sacerdotes viven experiencias maravillosas constantemente
Más de 80 años sin confesarse
Más de 80 años sin confesarse
Autor: Juan Pablo Ledesma, LC. Roma (Italia)
Cierto día, uno de los misioneros me pidió llevar la comunión a una señora muy anciana...
Tengo que confesar que ser misionero ha sido siempre la ilusión de toda mi vida. De niño fue el sueño que me cautivó y que encendió en mí la llama de la vocación. Yo quería ser sacerdote para ayudar a los demás, para hacer algo que valiera la pena. Alguna vez me imaginé convertido en otro San Francisco Javier en las Indias: con el brazo dolorido por tanto bautizar, agotado de confesar, de predicar, de enseñar el catecismo, sin tiempo de comer, sin poder descansar porque todos acudían a mí en busca de consuelo, de consejo o de ayuda.
El episodio que aquí narro me sucedió en una aldea de la Sierra norteña de Sonora… Sus habitantes no saben que hace ya muchos años, allá por 1646, la corona española embarcó hacia sus tierras soldados y misioneros. Cierto día los Apaches, una de las cuarenta tribus que poblaban estas tierras, saquearon una guarnición española y fueron castigados. En represalia atacaron sin piedad, matando y destruyendo. El sacerdote Juan Bautista, amigo de todos, los recibió con los brazos abiertos. Los temibles Apaches respondieron con arcos y flechas. Una a una, le clavaron más de veinte saetas. Agonizando y desangrado, el misionero se arrastró a gatas hasta los pies del crucifijo de la misión. Era una talla de gran tamaño, esculpida por los indios Órapas. Se abrazó a él. Y murió así, mezclando su sangre con la del Cristo. Ese es el pasado glorioso de estas tierras.
Nuestra jornada misionera comenzaba muy temprano y acababa en la madrugada del día siguiente. Después de levantarnos, un suculento y nutritivo desayuno y un buen rato de oración. Luego, la voz de la campana atraía a pequeños y grandes a la capilla. Mientras tanto los misioneros visitábamos a las familias y les impartíamos catequesis. Como sacerdote, yo confesaba todo el día y luego celebraba la Misa. Si había enfermos, los visitaba y les administraba los sacramentos.
Un bien día conocí a este encanto… Cierto día, uno de los misioneros me pidió llevar la comunión a una señora muy anciana. Vivía muy lejos, en una loma. Ya había atardecido y no quise adentrarme por la brecha de la montaña, difícil y tortuosa. Incluso nos perdimos. Decidí volver. Además tenía el compromiso de cenar en la casa del sordomudo. Una familia muy pobre me había invitado y accedí. Estaban todos reunidos, esperándonos y de pie, porque no había platos ni vasos ni sillas suficientes para todos. Eran muy pobres. Me ofrecieron sardinas enlatadas. Les conté mi desilusión del día y el señor sordomudo, que seguía la conversación leyendo los labios de su esposa, con gestos y expresiones me ofreció su caballo para el día siguiente. -¿A qué hora lo quiere?- preguntó su esposa. Miré a los otros misioneros y me dijeron que tenía todo el día ocupado. –Entonces nos quedamos sin comer para ver a esta señora. Al día siguiente, a la una del mediodía tenía ensillado el caballo. Una gran emoción me embargaba el alma. Entre la aventura y el deseo de ayudar, cabalgaba, llevando en una píxide el Santísimo Sacramento.
Nos adentramos en el cauce del Sonora. Después de veinte minutos de trote llegamos a la casita. Era una señora de 83 años, enferma, que no podía caminar, con un tumor en la pierna. Nos recibió con gran alegría y emocionada… Era la primera vez que un sacerdote le visitaba. Contaba cómo su mamá había tenido 23 hijos y que en sólo 3 años había perdido a 13 de sus hijos por enfermedades y accidentes. Hablé con ellas a solas. ¡Cómo olvidarla! Era la primera vez que se confesaba. Toda la vida esperando este momento. Fue su primera confesión. Su primera comunión y su primera y -quizás también- última unción de los enfermos. Después, ayudada por otra señora, nos sirvió una taza de café y nos despedimos.
De regreso, sobre el caballo, no dejaba de darle gracias a Dios. Hablaba con él y comentábamos que quizás sería la última vez que vería a esta persona en mi vida. Pensé también en todos los años de preparación y de sacerdocio y me dije: ¡Valió la pena! ¡Momentos como éste, pagan con creces todo! Valdría la pena ser sacerdote para un momento como éste. No hay mayor alegría que dar, es la mejor inversión de nuestro tiempo, dar nuestra vida por amor.
Susana fue al Cielo
Autor: Mario Ortega Moya, ST.
Rápidamente me confesó su principal carencia: «Padre, no estoy bautizada»
Pasé unas semanas en Banfield (Argentina), ayudando a unos misioneros amigos míos. La mañana de los miércoles la dedican allí los sacerdotes a visitar enfermos –los más graves–. Precisamente realizaba yo la visita de los miércoles, siguiendo una lista de enfermos que habíamos obtenido gracias a los misioneros. Sorteando con el auto los baches de las calles sin asfaltar y soportando un asfixiante calor, íbamos en busca de la casa de cada enfermo que habíamos elegido de la lista para visitar esa mañana.
Sin embargo todo parecía adverso. A uno lo habían llevado al hospital, otro había fallecido, un tercero había cambiado de domicilio... De casa en casa sin poder atender a nadie. El tiempo pasaba, la mañana parecía perdida. Pero la Providencia Divina estaba guiando nuestros pasos. De nuevo echamos mano a la lista; había que elegir otros enfermos para visitar. Me fijé en una chica joven que estaba apuntada y, junto a su nombre, la causa de su enfermedad: el fatídico sida.
La casa no estaba lejos de allí, por lo que no dudé en decirle a José que nos dirigiéramos allá. Era un barrio de los más pobres y peligrosos. La droga y la delincuencia entre jóvenes y niños era lo normal por esa zona. Nos detuvimos ante la casa, en cuya puerta un hombre de mediana edad nos miraba extrañado.
«¿Vive aquí Susana?» El hombre asintió con la cabeza y entró para buscarla. Nos bajamos del coche y en esos momentos vi aparecer a Susana. Quedé espantado al ver su aspecto. Tenía 22 años, pero aparentaba muchos más: pobremente vestida, descalza, llevaba en la cara, cuello, manos, brazos, piernas y pies las señales de pinchazos y moretones, producidos por la jeringuilla asesina que desde sus doce años destrozaba su vida. Susana había sido víctima, como tantos otros, de la cultura de la muerte. Engañada, nadie le había mostrado nunca otro camino de felicidad.
«¡Soy Susana, padre!» –dijo–. Y rápidamente me confesó su principal carencia: «Padre, no estoy bautizada».
En menos de dos horas, esa misma tarde la llevaban al hospital para enfermos terminales de sida en Buenos Aires. Allá los llevan para morir, y ya no suelen regresar. ¡Esa misma tarde! Dios mío, entonces me expliqué por qué no habíamos podido ver a los enfermos anteriores... la Providencia nos había llevado a quien más lo necesitaba. «Mira –le dije– el Bautismo es la puerta para ir al Cielo, ¿quieres bautizarte?». Ella, dibujando de nuevo la sonrisa en su rostro, mientras aparecían en sus ojos las primeras lágrimas, dijo emocionada: «Sí, padre, sí que quiero». Había que bautizarla rápidamente, bajo peligro de muerte. En quince minutos dimos un repaso al Credo y después le exhorté a que se arrepintiera de todos los pecados de su vida, porque iba a recibir la gracia santificante. Ella comprendió que aunque su cuerpo se deterioraba sin solución, su alma se iba a revestir de Dios. ¡Cómo actúa Dios en los pobres y humildes! ¡No se puede explicar, es para vivirlo!
La familia también recibió con agrado la noticia del bautismo de Susana. En la habitación-salón-dormitorio-cocina de la casa bauticé a Susana. No me costó trabajo explicarle que Dios la amaba personalmente. Ella misma lo había experimentado. ¡El padre había venido hasta su casa! Ella, que había sido tratada tanto tiempo como un objeto, veía ahora reconocida su dignidad de persona y ¡de Hija de Dios! Confieso que yo también me emocioné.
Una vez de regreso, en España, recibí un fax del párroco de allí. Entre otras cosas, me contaba que a los pocos días de recibir el bautismo Susana había muerto. Rápida y espontáneamente me surgió esta petición: «Susana, yo te ayudé a ir al Cielo; ayúdame ahora tú a mí».
(Historias extraídas del libro 100 historias en blanco y negro. Recopilación de la web Catholic.net)
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