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EL VESTIR DE SACERDOTES Y RELIGIOSOS.


Importancia del vestido

En su ensayo Para la historia del amor, decía Ortega y Gasset que «las modas en los asuntos de menor calibre aparente -trajes, usos sociales, etc.- tienen siempre un sentido mucho más hondo y serio del que ligeramente se les atribuye, y, en consecuencia, tacharlas de superficialidad, como es sólito, equivale a confesar la propia y nada más».

Podrá argumentarse honradamente en favor o en contra del signo distintivo de sacerdotes y religiosos. Pero no es fácil que sea honrada y responsable la actitud de quien resuelve de hecho esta cuestión, alegando que se trata de una cuestión sin ninguna importancia. Pensemos, por ejemplo, en la Iglesia oriental, en la que el carácter sacerdotal de los ministros sagrados o la profesión monástica tienen una visibilidad sagrada tan patente. ¿Podrá pensar alguien con sinceridad que en el Oriente cristiano pueden sacerdotes y monjes dejar su indumentaria peculiar, aceptando sin más el vestir de los laicos, sin que esto vaya unido a profundos cambios de pensamiento eclesiológico y de orientación espiritual? Sería un insensato el que así pensara. Pues bien, en el Occidente latino la importancia de la cuestión es análoga.

Psicología del vestido

Siempre, en todas las épocas y culturas, se ha captado la fuerza significativa del vestido, viendo en él uno de los lenguajes no verbales más elocuentes. Ya dice la Escritura: «La manera de vestir, de reir y de caminar, manifiestan el modo de ser del hombre» (Ecli 19,30; texto que Santo Tomás cita al afirmar la conveniencia del hábito religioso, STh II-II, 187,6). Basta ir a una playa para comprender que el propio cuerpo humano, siendo epifanía natural del alma, expresa mucho menos de la interioridad del hombre que el vestido. De hecho, el hombre desnudo queda oculto en su desnudez.

Eso explica que la desnudez sólo esté generalizada en pueblos muy primitivos, donde el ser personal queda diluído en el ser comunitario. Y aún en tales pueblos, ciertas realidades de importancia social, como la autoridad o la virginidad, suelen estar significadas visiblemente. Hegel señalaba en su Estética, que «donde una más alta significación moral, donde la seriedad más profunda del espíritu excluyen el predominio del aspecto físico, aparece el vestido». 

El fenómeno del vestido y de la moda, sobre todo en los últimos decenios, ha sido objeto de muchos estudios (K. Young, R. Barthes, J. Stoetzel, Ph. Lersch, G. Marañón), en los que se muestra la arbitrariedad de la moda, su condición cambiante, su afirmación del presente, su expresividad sexual, su equilibrio entre el afán de distinguirse y el de conformarse al grupo, etc. También señalan estos estudios cómo hay en la moda indumentaria sistemas abiertos e inestables, y otros cerrados, de carácter tradicional. Y hacen ver cómo una disociación entre interioridad y exterioridad suele estar en la raíz de los sistemas abiertos. Pero no es cosa de que entremos aquí en estos análisis.


Teología del vestido

En su estudio sobre Teología del vestido, Erik Peterson hacía notar que «la relación del hombre con el vestido suele tratarse fuera de la Iglesia como asunto sin importancia: cómo hay que vestirse o hasta dónde hay que desvestirse es algo indiferente. En cambio, en la Iglesia se reduce el problema con bastante frecuencia al plano moral: se censura el vestido escaso, especialmente en el sexo femenino. Pero la relación del hombre con el vestido no es principalmente un problema moral; es un problema metafísico y teológico» (Tratados teológicos 221).

En efecto, ha de recordarse en primer lugar que la vergüenza del hombre ante la desnudez propia o ajena procede del pecado. Éste es un dato de la Revelación. Antes del pecado, «estaban ambos desnudos, el hombre y la mujer, sin avergonzarse por ello». Cuando ya eran pecadores, es cuando experimentan la necesidad de cubrir sus cuerpos. Es entonces cuando se hace indecente la desnudez (Gén 2,25; 3,7: indecens, no conveniente).

Los Padres explican este misterio alegando que la desnudez se hace vergonzosa cuando los hombres por el pecado «son desnudados de la gloria que los circundaba»; es decir, «por el pecado son desnudados del vestido de gracia que les cubría». Despojados así del hábito glorioso de gracia original que les vestía, vienen a vestirse con «hojas de higuera» o con «pieles» corruptibles. «Ésa fue la ganancia del engaño diabólico» (S. Juan Crisóstomo, Hom. in Genes. 16,5). Por eso Dios «les mandó vestirse con túnica de pieles en memoria perpetua de su desobediencia» (18,1; +S. Ambrosio, De Isaac 5,43). En adelante, por tanto, la desnudez humana no va a ser simple negación, sino privación.En efecto, el hombre en su origen estaba revestido de santidad y justicia (Trento: Dz 1511), y por eso más tarde, «la pérdida del vestido de la gloria divina pone de manifiesto, no ya una naturaleza humana desvestida, sino una naturaleza humana despojada, cuya desnudez es visible en la vergüenza» (Peterson 224). Y en este sentido el vestido será siempre para el hombre una añoranza, un recuerdo de su primera dignidad gloriosa, perdida por el pecado. Y «es tan vivo su recuerdo, que recibimos bien dispuestos cualquier cambio y renovación del vestido que traiga la moda, porque nos promete nuevo apoyo para la inteligencia de nosotros mismos. Todo cambio y renovación del vestido despierta la esperanza en la perdida vestidura, que es la única que puede interpretar nuestro ser y hacer visible nuestra dignidad» (225).

Según esto, en Cristo Salvador, el hombre va a recuperar el hábito de la gracia habitual santificante, y va a revestirse así de una nueva dignidad, por la que recupera y aun supera la dignidad perdida. Y así el bautismo será para los Padres «indumentum, quia ignominæ nostræ velamen est» (S. Juan Damasceno, Oratio 40,4). «Accipe vestem candidam», se dirá en el Rito bautismal. En efecto, «cuantos en Cristo habéis sido bautizados, os habéis vestido de Cristo» (Gál 3,27; +Rm 13,14; Ef 4,22-24; Col 3,9-10). 

Finalmente, Cristo, que surge desnudo del sepulcro, inaugura con su resurrección el mundo nuevo. Ahora la desnudez ignominiosa de la cruz es ya gloriosa, es precisamente el signo de la victoria sobre el pecado y sus consecuencias. Y esa misma ha de ser la suerte de los cristianos, que seremos «sobrevestidos» de la gloria de Cristo (1Cor 15,53; 2Cor 5,4).

...continuará...

FUENTE: VOCACIONES.ORG.AR

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