Páginas

EL VESTIR DE SACERDOTES Y RELIGIOSOS.

SEGUNDA ENTREGA.


... CONTINUACIÓN.

Normas de la Iglesia

Ya he recordado más arriba las normas de la Iglesia sobre el vestido, pero las resumiré aquí brevemente. Los apóstoles aconsejan a todos los fieles que no acepten los modos seculares de vestir y de arreglarse, en cuanto sean éstos vanos y lujosos (1Pe 3,3-4; 1Tim 2,9-10). Muy pronto esta exhortación va a hacerse norma para vírgenes y clero. Pero no será sino cesadas ya las persecuciones, a partir sobre todo del siglo VI, cuando la figura de religiosos y clérigos se caracterice en su exterior, por la tonsura sobre todo, pero también por la sobriedad del hábito. Y desde esa época, como consta en la disciplina de sínodos y concilios, se va afirmando de modo constante y creciente la norma de que religiosos y clérigos presenten una figura distinta, que exprese su especial sacralidad entre los hombres. Es la tradición que últimamente hallamos afirmada en el Código de Derecho Canónico de 1983 (cc. 284 y 669) y que han urgido los Papas una y otra vez.


Resistencia secularizadora


Ya vimos también que la tendencia de algunos clérigos y religiosos a secularizar su hábito y a laicizar su talante reaparece con mucha frecuencia en la historia de la Iglesia, y siempre es rechazada como un signo de relajación, que incluso podía acarrear la exclaustración o la reducción al estado laical. Pues bien, en este sentido, podemos decir que la consideración positiva de la secularización de la figura de sacerdotes y religiosos es realmente nueva en la historia de la Iglesia; dicho en otras palabras, es contraria a la tradición, y se produce en el marco de la teología de la secularización. Se incluye, pues, dentro de toda una visión de la Iglesia en el mundo, y es una modalidad más de la tendencia a ocultar en el mundo la visibilidad de lo sagrado.

La secularización del hábito, en clero y religiosos, no se ha visto precedida normalmente de una consideración seria y directa. Se ha operado en general por la vía delos hechos consumados. En todo caso, también ha habido sobre el tema algunos escritos, no muchos, que consideran el pro y contra de la cuestión. Puede verse, por ejemplo, O. du Rey, abad de Maredsous, L’habit faitil le moine? («La vie spirituelle», Supp. 23, 1970, 460-476); M. Dortel-Claudot SJ, État de vie et role du prêtre (Le Centurion 1971); G. Oury OSB, Fautil un vêtement liturgique? («Esprit et vie» 82, 1972, 481-486); M. Augé CMF, L’abito monastico dalle origini alla regola di S. Benedetto («Claretianum» 16,1976, 33-95), y L’abito religioso. Nel Medioevo. Dal passato al presente (ib. 17,1977, 5-106); F. López Illana, Vesti ecclesiastiche e identità sacerdotale (Giovineza, Roma 1983); P. Napoletano, L’abito delle suore di S. Giovanni Battista («Claretianum» 24,1984, 251-281); M. Augé, Nota crítica (ib. 343-355); varios artículos en «Vie Consacrée» (56,1984, 71-131).

Entresacando frases de alguno de estos escritos, traeré aquí brevemente los principales argumentos que suelen apoyar esa laicización exterior de sacerdotes y religiosos.

«Ni Cristo ni los apóstoles llevaron hábito especial alguno». «El hábito es un lenguaje, y para que se nos entienda, hemos de hablar el lenguaje de nuestro país y de nuestro tiempo. El hábito peculiar de clero y religiosos, que era significativo en tiempo de cristiandad, viene a hacerse en tiempos de pluralismo algo insignificante, o algo que significa realidades distintas de las que pretendemos: separación, distancia, etc.» Por otra parte, «el hábito nos clasifica, nos sitúa en algo ya pasado, antiguo, superado, aunque pueda tener aún para algunos cierto atractivo folklórico, que no debe interesarnos». «La mentalidad actual tiene horror por los uniformes, también por los de expresión religiosa. Une el uniforme a ideas de privilegio, distinto, autoridad, todas ellas ingratas». «El hábito emplea un lenguaje de consagración a Cristo demasiado patente y triunfalista, demasiado fácil y exterior, que puede eliminar la necesidad de realizar la conversión interior tan exteriormente significada». «El hábito implica riesgos no pequeños: ser aislados como hombres de lo sagrado, verse reducidos a la condición de homo religiosus, en cuanto arcaísmos sociológicos, rarezas culturales, objetos propios de museos de antropología». «El presente es, simplemente, la moda acostumbrada; por eso salirse de ésta, alejarse de alguna de sus formas actuales dignas y austeras, es inevitablemente irse al pasado o emigrar a la rareza actual». «Desde que se decide renunciar a los arcaísmos, parece inevitable renunciar a toda forma de hábito clerical o religioso». «El hábito es innecesario dentro del ámbito religioso, donde todos nos conocemos, y es peligroso y negativo en el exterior; y tampoco es cuestión de que andemos disfrazándonos de un modo dentro de casa y de otro modo fuera». «La unidad comunitaria deseable -un solo corazón, una sola alma- se logra mejor en el pluralismo de una diversidad personal de apariencia que en el autoritarismo de una común uniformidad impuesta». Etc.

En éstas y en otras innumerables argumentaciones hay no pocas veces ingenio, ironía, fuerza persuasiva, e incluso no suele faltar en ocasiones alguna pequeña parte de verdad. Pero a todas ellas, y con mucho mayor verdad, pueden oponerse consideraciones contrarias. Ad primum dicendum... Cristo y los apóstoles no necesitaban signo distintivo para representarse a sí mismos; el signo lo necesitamos nosotros para significarles a ellos. La ignorancia del lenguaje simbólico no se supera eliminando los signos. Así como la bata blanca del médico facilita su relación con el paciente, así... Etc.

Pero sería una labor muy pesada, y por lo demás supérflua para quien en las páginas precedentes haya entendido y recibido los principios teológicos, espirituales y disciplinares de la Iglesia sobre lo sagrado cristiano. No merece, pues, la pena que nos detengamos en estas discusiones. En todo caso, los argumentos en favor del signo distintivo no siempre habrán de ser los mismos, aunque a veces sí, tratándose del clero -que desempeña el sagrado ministerio de la representación de Cristo y de los Apóstoles- y de los religiosos -seguidores de Cristo, que a Él se han consagrado especialmente, renunciando al mundo secular, como testigos anunciadores del mundo futuro-. 

Son todos aquellos, como digo, argumentos muy flojos, que sólamente podrán convencer a los ya convencidos. Otro argumento hay, más fuerte, que no he citado: el voto numeroso de muchos buenos sacerdotes y religiosos. Confieso que lo único que me hace vacilar un momento sobre la conveniencia del signo distintivo es ver cuántos buenos sacerdotes, enamorados de Cristo y entregados a la gente, cuántos excelentes religiosos y religiosas que conozco, dejaron ya hace algún tiempo todo signo distintivo de su condición vocacional. Esto me hace dudar, como digo, un momento -pongamos dos o tres segundos-. Pero ese tiempo es bastante para comprender que ciertos despistes colectivos, generalizados en una época o región, pueden afectarnos a una mayoría de los fieles -muy raramente, eso sí, a los santos; eso también es indudable-; pero no tienen fuerza para torcer la tradición católica impulsada y sostenida por el Espíritu Santo, sobre todo en casos como éste del signo distintivo, en el que durante catorce o quince siglos la Iglesia ha desarrollado una orientación permanente y homogénea, entre casi continuas resistencias. Los dos decenios últimos no son gran cosa en los veinte siglos de historia de la Iglesia, y por lo demás, ya sabemos cómo en este mismo tiempo se han manifestado las autoridades apostólicas.


Confirmaciones del Magisterio apostólico

Juan Pablo II, hablando en Fátima a seminaristas, sacerdotes y religiosos varones y mujeres, reafirmaba la conveniencia del signo distintivo. «Así como es difícil vivir y testimoniar la pobreza evangélica en una sociedad de consumo y de la abundancia, resulta también difícil en una época de secularismo ser signo de lo religioso, de lo Absoluto de Dios. La tendencia a la nivelación, cuando no a la inversión de valores, parece favorecer el anonimato de la persona: ser como los demás, pasar inadvertido. Y sin embargo, la característica de ser sal y luz en el mundo (+Mt 5,13ss), sigue siendo exigencia de Cristo, en especial para quienes se han consagrado a Él. Igualmente sigue manteniendo todo su vigor la promesa: "A todo el que me confesare delante de los hombres, yo también le confesaré delante de mi Padre" (10,32)» (13-5-1982).

«A vosotras [religiosas] y a los sacerdotes, diocesanos y religiosos, os digo: alegraos de ser testimonios de Cristo en el mundo moderno. No dudéis en haceros reconocibles e identificables por la calle, como hombres y mujeres que han consagrado su vida a Dios... La gente tiene necesidad de signos y de invitaciones que lleven a Dios en esta moderna ciudad secular, en la que han quedado bien pocos signos que nos recuerden al Señor. ¡No colaboréis en este "echar a Dios de los caminos del mundo", adoptando modas seglares de vestir o de comportaros!» (Maynooth, 1-10-1979). « Que no os desagrade, pues, manifestar de modo visible vuestra consagración vistiendo el hábito religioso, pobre y sencillo: es un testimonio silencioso, pero elocuente; es un signo que el mundo secularizado necesita encontrar en su camino» (Roma, 2-2-1987).

La cuestión es muy importante, decía el Papa a unas religiosas: «Si verdaderamente vuestra consagración a Dios es una realidad tan profunda, tiene mucha importancia llevar de forma permanente su señal exterior, que constituye un hábito religioso, sencillo y apropiado. Es el medio de recordaros constantemente a vosotras mismas vuestro compromiso, que contrasta con el espíritu del mundo. Es un testimonio silencioso, pero elocuente. Es una señal que nuestro mundo secularizado tiene necesidad de encontrar en su camino, como por otra parte desean muchos cristianos. Yo os pido que reflexionéis cuidadosamente sobre ello» (A Superioras Mayores, 16-11-1978; +15-11-79). 

Y al clero de Roma: «No nos hagamos la ilusión de servir al Evangelio si intentamos diluir nuestro carisma sacerdotal a través de un interés exagerado por el vasto campo de los problemas temporales, si deseamos laicizar nuestro modo de vivir y obrar, si suprimimos incluso los signos externos de nuestra vocación sacerdotal. Debemos conservar el sentido de nuestra singular vocación y tal singularidad debe expresarse también en nuestro vestido exterior. ¡No nos avergoncemos de él!» (10-11-78; +Pablo VI, 10-2-78).


JOSE MARIA IRABURU Sacralidad y Secularización

No hay comentarios:

Publicar un comentario