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LOS SUEÑOS DE SAN JUAN BOSCO - PARTE 42 -



EL ÁGUILA
 
 
 
SUEÑO 50.—AÑO 1865.
 
(M. B. Tomo VIII. págs. 52-53)
 
 
El 1 de febrero anunció [San] Juan Don Bosco que un joven moriría antes de que se hiciese el ejercicio de la Buena Muerte y que, supuesto que llegase a hacerlo una vez, sería para el tal el tiempo máximo que se le concedería de vida.
 
Este anuncio fue consecuencia de un sueño.

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Una noche le pareció al [Santo], mientras dormía, que entraba en el patio encontrándose en medio de sus jóvenes en tiempo de recreo. A su lado estaba el guía de costumbre; el mismo que le había acompañado durante sueños anteriores. De pronto, apareció en el espacio un águila maravillosa y de bellísimas formas, la cual trazando círculos en el aire descendía cada vez más sobre los jóvenes. Mientras [San] Juan Don Bosco la contemplaba maravillado, el guía le dijo:
 
— ¿Ves aquella águila? Quiere arrebatarte a uno de tus hijos.
— ¿A quién?—, preguntó [San] Juan Don Bosco.
 
—Observa atentamente a aquel sobre cuya cabeza se pose el ave. [San] Juan Don Bosco contemplaba al animal con los ojos desmesuradamente abiertos, observando que después de dar algunas vueltas más, fue a posarse sobre el joven de trece años Antonio Ferraris, de Castellazzo Bórmida.
 
El siervo de Dios lo reconoció perfectamente y después se despertó.


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Apenas despierto, para cerciorarse de que no dormía, [San] Juan Don Bosco comenzó a batir palmas y, mientras reflexionaba sobre lo que había visto, hacía este ruego:
—Señor, si esto no es un sueño, sino una realidad, ¿cuándo deberá verificarse?


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Se durmió nuevamente y he aquí que en el sueño reapareció el mismo personaje, el cual le dijo:
—El joven Ferraris, que es el que debe morir, no hará dos veces más el Ejercicio de la Buena Muerte.
 
Y desapareció.
 
Entonces [San] Juan Don Bosco se persuadió de que aquello no era un sueño sino una realidad. Por eso puso sobre aviso a los jóvenes.

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Ferraris, por entonces, se encontraba bien. [San] Juan Don Bosco renovaba de vez en cuando el recuerdo de su predicción.
 
El día 1 de marzo había sido llevado a su casa un jovencito de trece años, llamado Juan Bautista Savio, natural de Cambiano, como se lee en un libro-registro del Oratorio. El pequeño artesano era víctima de una grave enfermedad y se había corrido la voz de que era él precisamente el individuo cuyo fin había anunciado [San] Juan Don Bosco.
 
Pero el [Santo] refutó aquella opinión al hablar en las buenas noches el viernes 3 de marzo: Les he anunciado ya —dijo— que uno de nosotros tiene que morir. Vosotros me diréis:
 
— ¿Acaso no se referirá al pequeño Sabio? ¿Quién es, pues? Solamente el Señor lo sabe. El tal está entre Vosotros, ha oído mi aviso y espero que habrá hecho bien su último Ejercicio de la Buena Muerte. ¡Están, pues, todos preparados! Sin que yo lo dijera, ya lo había dicho Nuestro Señor hace dieciocho siglos: Esto depara a ti, que la muerte vendrá como un ladrón, cuando menos la esperemos.
 
Al día siguiente, habiéndosele interrogado privadamente, respondió:
—El apellido del primero que debe morir para la eternidad comienza por la letra F.
 
Es de notar que unos treinta alumnos tenían un apellido que comenzaba por esta letra y, por otra parte, en la casa todos gozaban de buena salud.
 
Encontrándose a la sazón en la habitación de [San] Juan Don Bosco el joven Juan Bisio, oyó decir al [Santo]:
 
—Siento que el Señor se lleve siempre a los jóvenes mejores. ¿Es, pues, uno de los más buenos el que debe morir?—, le preguntó Bisio en el seno de la confianza.
—Sí, uno que se llama Antonio Ferraris. Mas estoy tranquilo, porque es muy virtuoso y está preparado. Bisio le preguntó cómo había conocido aquel misterio, y [San] Juan Don Bosco le narró el sueño con toda sencillez, sin hacer ver que se trataba de un don sobrenatural, y al final añadió:
—Con todo, tú está atento y avísame para que pueda ir a asistirlo en los últimos días de la enfermedad.
 
Entretanto, Ferraris comenzó a sentir un malestar que le obligaba a ir de cuando en cuando a la enfermería. Al principio pareció que se trataba de una ligera indisposición, pero no tardó en manifestarse la gravedad del mal. Entonces [San] Juan Don Bosco fue a visitar al enfermo en compañía del doctor Gribaudo, el cual diagnosticó tratarse de un caso extremo. Mas el paciente parecía haber olvidado el sueño que él mismo había tenido el año anterior y que nosotros expusimos ya en su lugar. [San] Juan Don Bosco escuchó sin dar muestras de extrañeza las palabras del médico y animó al muchacho como si nada supiese sobre su porvenir; proporcionándole un gran consuelo con sus frecuentes visitas.
 
La madre del paciente había acudido al Oratorio, a pesar de que el estado del enfermo no parecía alarmante.
 
Después de prestarle su asistencia durante varios días, la buena señora, que consideraba a [San] Juan Don Bosco como a un Santo, tomando aparte a Bisio le preguntó:

— ¿Qué dice [San] Juan Don Bosco de mi hijo? ¿Morirá o vivirá?
— ¿Por qué me pregunta eso?—, replicó Bosio.
—Para saber si debo quedarme o volver a mí casa.
— ¿Y Vos en qué disposición de ánimo se encuentra?
—Soy madre y, naturalmente, quiero que mi hijo sane.
 
Por lo demás, que el Señor haga de él lo que juzgue mejor.
— ¿Le parece estar resignada a la voluntad de Dios?
—Lo que haga el Señor, bien hecho está.
— ¿Y si su hijo muriese?
— ¡Paciencia! ¿Qué íbamos a hacer? Bisio, al ver aquellas disposiciones de ánimo, después de dudar un poco, añadió:
—Entonces, quédese; [San] Juan Don Bosco ha asegurado que su hijo es un buen muchacho y que está bien preparado.
 
Aquella madre cristiana comprendió; derramó algunas lágrimas sin hacer ninguna escena desagradable y después de aquel desahogo natural a su dolor, dijo:
 —Si es así, me quedaré. 
 
Bisio le había dicho anteriormente que no se marchase, porque calculando sobre el día para el cual se había fijado el Ejercicio de la Buena Muerte, según la profecía de [San] Juan Don Bosco, no le quedaban al enfermo más que cinco o seis jornadas de vida.
 
Antonio Ferraris murió el jueves 16 de marzo, por la mañana. Había recibido todos los auxilios de la Religión.
 
Estaba para entrar en agonía cuando he aquí que aparece [San] Juan Don Bosco, se le acerca al lecho y le sugiere algunas jaculatorias, le da la última absolución y le recomienda el alma.
 
Esta muerte tuvo lugar antes de que se hiciese en el Oratorio el segundo Ejercicio de la Buena Muerte a partir del anuncio hecho por el [Santo]. Juan Bisio, que expuso bajo juramento la intervención que tuvo en este hecho, concluye su relato con estas palabras: « [San] Juan Don Bosco nos contó otros muchos sueños sobre futuras muertes de jóvenes del Oratorio, y sus predicciones fueron siempre consideradas por nosotros como verdaderas profecías que se cumplieron siempre al pie de la letra. En siete años que yo estuve en el Oratorio, no falleció ningún joven sin que él lo hubiese anunciado con anterioridad. Estábamos todos persuadidos, además, de que quien moría en el Oratorio bajo la vigilancia y con la asistencia del [Santo], tenía que ir necesariamente al Paraíso».
 
Aquella misma noche del 16 de marzo, [San] Juan Don Bosco hablaba así a los jóvenes:
«Los veo a todos deseosos de saber algo sobre los últimos momentos de nuestro Ferraris y aquí me tenéis para satisfacer vuestro justo anhelo. Murió resignado; en su breve enfermedad sufrió mucho, pero no perdió la serenidad.
 
Al entrar en el Oratorio me dijo: 
 — [San] Juan Don Bosco, yo estoy en todo dispuesto a hacer su voluntad: le obedeceré plenamente; si ve que falto en algo, avíseme, castigúeme y verá que me enmendaré.
 
Yo le prometí que haría cuanto pudiese por el bien de su alma y de su cuerpo. Muchas veces me repitió el mismo ruego y siempre que hube de avisarle de algo, se corrigió inmediatamente. Se puede decir que no tenía voluntad propia, tan obediente era. Su profesor me asegura que en la clase estaba entre los primeros por su aplicación al estudio. Cuando enfermó fui inmediatamente a visitarle, diagnosticando el médico desde el primer momento la gravedad del mal. Le pregunté si el día de Santo Tomás quería recibir la Comunión.
 
 
Me respondió:
 —Tendría que vestirme para ir a la iglesia con los demás. Me encuentro muy débil para hacerlo.
—Eso tiene remedio, te traeremos a tu habitación a Jesús Sacramentado. ¿Estás contento?
—Sí, muy bien. 
 
Yo le pregunté: — ¿No tienes nada que te turbe la conciencia? ¿Tendrías algo que decirme?
 
Y después de reflexionar durante algunos instantes, respondió: — ¡No tengo nada!
 
¡Qué hermosa respuesta! Un joven que se avecina a la muerte, que sabe que tiene que morir y puede responder con la mayor serenidad y tranquilidad de espíritu: — ¡No tengo nada!
 
Le volví a preguntar:
—Dime: ¿vas de buena gana al Paraíso?
—Seguro —me replicó—, así veré cara a cara cómo es el Señor, del cual he oído decir cosas tan maravillosas, y comprenderé cómo está hecha mi alma.
 
En otra ocasión le dije:
— ¿No quieres nada de mí?
—Solamente una cosa: que me ayude a ir al Paraíso.
—Sí. Pero ¿no me pides nada más?
—Que ayude también a todos mis compañeros a ganarse el cielo.
 
Le prometí que haría cuanto estuviese de mi parte. Esta mañana lo encontré muy grave, no podía hablar, el catarro lo sofocaba.
 
Habiéndole dicho ya a Rossi que apenas el enfermo diese señal de entrar en agonía me avisase, acudí junto a su lecho. Tenía los ojos cerrados; estaba muy falto de fuerzas, pero apenas había dado yo un paso para ausentarme, pues el fin no me parecía inminente, abrió los ojos y comenzó a mover los brazos y todo el cuerpo gritando con voz sofocada:
 
— ¡Ah, ah, ah!
 
Volví atrás, le pregunté qué era lo que quería y haciendo un gran esfuerzo me dijo que deseaba morir teniéndome a su lado. Le respondí que se tranquilizase, que iba a mi habitación para despachar algunas cartas y que volvería apenas me avisasen que había llegado su último momento.
 
Fui a mi habitación y después de haber trabajado un rato, vinieron a decirme que el enfermo empeoraba por momentos. Acudí inmediatamente y pude comprobar que se había agravado mucho más, pero no me pareció que su muerte fuese cosa inminente. Por tanto, me dispuse a volver otra vez a mi habitación. Pero el enfermo volvió a abrir los ojos emitiendo el mismo grito:
 
— ¡Ah, ah, ah!
 
El pobrecillo, siempre que me alejaba se daba cuenta. Después de unos instantes vino Rossi a llamarme. Corrí al lecho del moribundo: efectivamente, había entrado en agonía; ya no respiraba, pero su pulso latía aún. Unos minutos después, dando un suspiro, entregaba su alma al Señor.
 
Ferraris había contraído un resfriado que degeneró en la pulmonía que lo llevó a la tumba. Sufrió muchos dolores con verdadera resignación, sin proferir un lamento. La muerte no le infundía temor, no tenía nada que le causase remordimiento.
 
Cada uno de nosotros, mis queridos hijos, debería desear haberse encontrado en el lugar de Ferraris. Tengo la seguridad de que fue derecho al Paraíso y de buena gana cambiaría mí puesto por el suyo. A pesar de ello, mañana se rezará el Rosario de difuntos en sufragio de su alma.
 
Los compañeros de clase acompañarán mañana por la tarde su despojos a la Parroquia.
 
Termino con un aviso. Cuando yo anuncie desde aquí que algún otro tiene que morir, por caridad guardad secreto, pues hay algunos que se ajustan demasiado ante estos avisos y escriben a sus padres para que se los lleven del Oratorio, porque [San] Juan Don Bosco anuncia continuamente que alguien tiene que morir..
 
Pero, díganme: si yo no lo hubiese anunciado, ¿se habría preparado Ferraris tan bien para presentarse ante el tribunal de Dios? Es cierto que era un excelente muchacho, pero, en el trance de la muerte, ¿quién puede creerse absolutamente preparado para sufrir el riguroso juicio del Señor? Vuestro compañero tuvo la suerte de que se le avisara. Pero desde ahora en adelante no diré nada.
 
(Muchas voces: No, no. Dígalo, dígalo).
 
Y a los que tanto temen a la muerte les digo: Hijitos míos, cumplan con su deber, no tengáis malas conversaciones, frecuenten los Sacramentos, sean sobrios y la muerte no los asustará.

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