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"A MIS SACERDOTES" DE CONCEPCIÓN CABRERA DE ARMIDA. Cap. LXXII: La transformación tiene por fin consumar a los sacerdotes en la unidad.



Mensajes de Nuestro Señor Jesucristo
a sus hijos los predilectos.

("A Mis Sacerdotes" de Concepción Cabrera de Armida)









LXXII




LA TRANSFORMACIÓN TIENE POR FIN CONSUMAR A LOS SACERDOTES EN LA UNIDAD






“¿Por qué insisto tanto en la transformación de los sacerdotes en Mí? Sólo por mi amor de predilección; sólo por el ardor que consume a mi alma por verlos santos, por ofrendarlos al Padre puros, por llegar a la meta que ha sido siempre el plan de Dios: al hacerlos uno Conmigo y en Mí, para formar, como he dicho, un sólo Sacerdote en una sola Iglesia, en la unidad de la Trinidad. 

¡Los amo tanto! ¡Hay tantas almas sedientas que esperan sacerdotes santos que las santifiquen! 

Ya no más esperas, que no las sufre mi Corazón de amor en sus anhelos infinitos de hacer el bien. Yo morí en una cruz, pero resucité y vivo en el cielo tan íntimamente unido a la tierra por mi Iglesia, que me es familiar cuanto se refiere a Ella en sus sacerdotes, en toda la jerarquía y en cada uno de los fieles. Me fui, sin embargo me quedé, no tan sólo en el sacramento de la Eucaristía, sino en cada corazón. 

Por mi presencia divina estoy en todas partes sin que se me oculte el más pequeño átomo existente y por existir. Por mi esencia, todo lo lleno y estoy sin cesar presente en todo lo creado, a cualquier orden a que pertenezca. En todas partes y en cada cosa está, no una parte –porque Dios no tiene partes, sino todo Dios, llenando todas las cosas con su Divinidad, con su poder fecundo, con su caridad sin límites. 

Pero además de estar Yo en cuanto a mi Divinidad en la inmensidad y en lo imperceptible para el hombre, vivo también en cuanto Dios-Hombre en el más íntimo contacto con el hombre por el amor, por el sacrificio incruento y por mis sufrimientos místicos, en lo más hondo de su ser, en sus potencias, en sus sentidos, en su alma, en sus latidos, en sus deseos, en sus quereres, en sus anhelos, en cuanto es. 

¡Amo tanto al hombre! Siento tal consanguinidad con el hombre que, mientras sea hombre –y lo seré eternamente- amaré al hombre con aquella fraternidad que enlazó lo divino con lo humano, sólo por la infinita caridad de un Dios. 

Amo con pasión todas las almas, todos los cuerpos; pero infinitamente más a los que son mi ECO, mi reflejo, otros Yo, a mis sacerdotes que reflejan en Mi todo el ideal de mi Padre, todo el fin que me trajo a la tierra, que fue llevar al Padre lo que salió del Padre, en el Hijo, cabeza de la Iglesia y de toda la humanidad. 

Mis sacerdotes en la tierra, después de María, son la obra perfecta del Padre, por ser reflejo de su Hijo único; más aún, son y deben ser su mismo Hijo por su transformación en Mí; deben hacerse uno en el único Sacerdote digno de ofrecerse al Padre. 

Porque, repito, el Padre sólo ve un Sacerdote en la multitud de sacerdotes; sólo me ve a Mí en los sacerdotes simplificados en Mí; porque mi Padre tiende siempre, ve siempre, quiere siempre, siente siempre dentro de su unidad y atrae todo –y con más razón a su Iglesia y a sus sacerdotes- a la unidad en la Trinidad. 

Es la unidad su punto central a donde converge la misma Trinidad y todas las cosas creadas y por crear. Esa unidad, centro infinito y divino de su felicidad, simplifica a Dios. Y por eso están muy lejos de Dios los compuestos de causas y de efectos que el hombre forja, pero que en el fondo sólo tienen UNA CAUSA, Dios, en la infinita inmutabilidad de su Ser. 

El mal del mundo, de las almas y de la Iglesia en sus sacerdotes, sólo proviene de la falta de unidad, de que se apartan de su centro, de que se lanzan a otras regiones en donde se estrellan y se estrellarán por alejarse de su base central, de su centro único, ¡de la unidad! 

El florón más grande que caracteriza a mi Iglesia es el de la unidad; esa unidad desconocida de muchos y poco apreciada de otros, pero que refleja a la Divinidad y que es no tan sólo uno de los atributos de Dios sino aún más, la esencia misma de Dios, ¡la unidad! Dios es uno y no puede crear nada fuera de su unidad. Por tanto, si los sacerdotes quieren cumplir con su fin, con su vocación divina, deben divinizarse en la unidad. ¿Y cómo? –Transformándose en Mí, uno con el Padre y el espíritu Santo. 

Sueño en la perfección de esa unidad de los sacerdotes en Mí y de esa unidad entre ellos con su Jefe santo y con sus delegados en la tierra. Unión de obediencia, sí; pero más, unión de miras, de sentimientos, de almas, de ideales y deseos por mi gloria. 

Un solo Dios, un solo Sacerdote, Jesús; un solo Pastor en el Papa, un solo rebaño, una sola unidad en la Trinidad; y el mundo se salvará y se unificarán corazones y voluntades, divinizados por una sola Divinidad. Mis sacerdotes en Mí, Yo en ellos y con las almas en un cielo, en una eterna LUZ, en el Espíritu Santo uno, en el seno del Padre, por medio de una Iglesia única, de un Salvador único, de un solo Sacerdote, repito, que llevo en Mí a todos los sacerdotes, y con ellos a todos los corazones, para perderlos en aquel abismo sin fondo de las delicias inefables de la Trinidad. 

¿Cómo no ha de sentir mi Corazón vivos anhelos de caridad infinita hacia mis sacerdotes para tomarlos puros, santos y transformados en mí, para ofrecerlos así a mi Padre para desarmar la justicia de la Divinidad en el mundo; para más, para mucho más: para hacerlo sonreír, para acariciarlo con esas almas, para que aspire el aroma de esas flores sacerdotales, hechas una sola Flor en Mí, el Lirio de los Valles para que sonría, digo, al ver ya realizado plenamente su plan en la Iglesia, plan de UNIFICACIÓN que hice entrever a mis Apóstoles en la última Cena? 

Eso quiero, por eso estoy interesado ahora más que nunca, en este nuevo impulso de amor que conmoverá las fibras de muchos corazones sacerdotales. 

Sí, sí; ya aspiro el incienso de muchas voluntades que se me sacrifican; ya recibo los miles de latidos de corazones tocados en lo más íntimo y escucho promesas y propósitos de perfección; ya enjugo lágrimas de dolor de sus pecados y siento repercutir en mi pecho los latidos de amor y de gratitud de muchas almas sacerdotales; ya recibo, por manos de María, suspiros, sollozos y llanto de los que son míos y que hacen estremecer mi Corazón… ya les tiendo los brazos y los estrecho sobre mi pecho que los ama tanto; ya me parece que deposito en sus almas el ósculo de paz con el mismo aliento del Espíritu Santo…”


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