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"A MIS SACERDOTES" DE CONCEPCIÓN CABRERA DE ARMIDA. CAP. LXXIV: Amor y pureza

Mensajes de Nuestro Señor Jesucristo

a sus hijos predilectos



LXXIV



AMOR Y PUREZA










"La fecundidad del Padre se comunica en el amor y en la pureza. Yo estoy formado de  amor y de pureza.  El hombre fue también formado por Dios de amor y de pureza; porque Dios no puede dar sino lo que es Él, es decir, una semejanza de lo que es, de lo que tiene, de lo que lo constituye, amor, amor y pureza.

El hombre manchó este amor y esta pureza; y Yo vine a la tierra a limpiar y a borrar la mancha en el amor y en la pureza, volviendo al hombre estos dos elementos de su ser natural y divino por la Encarnación del Verbo en María, que trajo al mundo de nuevo el amor y la pureza, dejando en él amor y pureza, pureza y amor.

Pero más que los hombres en general, mis sacerdotes, las almas favorecidas con la vocación sacerdotal, recibieron en el Seno del Padre y en María la misma substancia de amor y de pureza. Ésta es la substancia del sacerdote, en cierto sentido es la misma del Dios hecho hombre; pero muchos manchan esta substancia divina en sus almas y arrojan lodo en la pureza y en el amor.

Pero ahí están en ellos esos elementos inextinguibles, por más que quieran apagarlos y borrarlos. En el fondo del alma de cada sacerdote existe esa llama, ese fuego del amor divino que no llega a matarlo -¡vamos!- ni el pecado.  Lo ahoga, lo sofoca, lo llena de ceniza y hasta quiere hacerlo desaparecer y destruirlo hasta con el lodo de sus crímenes; pero no, no podrá borrar y extinguir esa substancia de su alma, ese carácter que en su ordenación imprimió y selló en él el Espíritu Santo.

Y la prueba está en que, apenas el sacerdote se reconcentra y entra dentro de sí mismo, medita, se pide cuenta y vuelve sobre sus pasos, luego brilla en él, la luz de la pureza y el fuego del amor, apagado por sus deslealtades
.
Son estas dos virtudes el tema doloroso e insistente de sus remordimientos: ¡el amor divino, despreciado y pisoteado y la pureza que gime, que clama a mi Corazón por verse recobrada! Estas dos virtudes forman, por decirlo así, la vocación sacerdotal. Estas prerrogativas delas almas sacerdotales, que tienen su origen en el Padre y en María, -cuando en Ella, por

1       El pecado mortal destruye las virtudes de la caridad y de la pureza; pero persiste una exigencia para tener esas virtudes en el carácter sacerdotal, que ningún pecado, ni la reprobación eterna, pueden destruir. (Nota del editor).

obra del Espíritu Santo el Verbo se hizo carne-, las trae consigo el alma sacerdotal.

Nace y crece en el amor y la pureza, como una inclinación innata de su ser sacerdotal; y aunque quiera substraerse de su influencia, -y aunque lo haga- siempre aquella santa inclinación se impone, y le grita, en sus devaneos y veleidades, que nación para el cielo y no para la tierra; que no se manche, con el fango del mundo; que sea amante y puro.

Siente el impulso del Espíritu Santo que lo llama, que lo atrae, que no lo deja hasta restaurar en su alma el santo sello de su consagración sacerdotal, que lo eleva sobre todas las criaturas, que lo ennoblece, que lo deifica y diviniza.

El sacerdote que corresponde a su vocación, debe ser todo amor, y todo pureza. Lo es ya por una exigencia de su sacerdocio; pero en sus manos está y es su deber desarrollar en sí mismo estos elementos celestiales; el amor divino por medio del Espíritu Santo, y la pureza por medio de María, que se le comunicaron al engendrar, en Jesucristo, Sacerdote eterno, su vocación sacerdotal.

Si el sacerdote lo piensa bien, estos dos elementos deben formar su vida sacerdotal en su pleno desarrollo: pureza de alma, de cuerpo, de acciones, de intenciones; pureza exterior, pureza interior, pureza solo y acompañado, de noche y de día.

Substancia de pureza debe ser en pensamientos, palabras y obras; en su ministerio y conversaciones, y además debe comunicarla y esparcirla por el mundo como el suave olor de Jesucristo.

Y amor, amor que todo lo envuelva, que todo lo penetre, que todo lo perfume; amor divino que haga arder su alma y la eleve siempre de la tierra y de todo lo que no es Dios.

Amor de celo, con las almas todas; amor de generosidad para los sacrificios; amor de humildad para con Dios y para con las almas; amor de unión de caridad universal y de olvido propio, y de unión íntima Conmigo.

Amor a mi Padre, hasta llegar a amarlo con el mismo amor con el que Él se ama, con el Espíritu Santo.  Claro está que el Espíritu divino es el Amor personal de Dios y que todo santo amor procede de ese Amor. Pero el Sacerdote debe amar con ese amor sublime al Divino Padre y a todas las almas. Un sacerdote impregnado del amor divino, es un sacerdote perfecto.

Pero vamos a mi conclusión de siempre. ¿Cómo se facilita para mi sacerdote esa misión de pureza y de amor, en lo que se sintetiza su vocación?  ¿Cómo se desarrollan esos santos elementos, substancia de su vocación? ¿Cómo llega a la cima, a la meta de los designios de Dios en él?

-Por medio de su transformación en Mí, fortificando su debilidad humana con mi Omnipotencia divina; su substancia de pureza y de amor –frágil y precaria, por ser humana-, con mi substancia de amor y pureza que lo fortifique y lleve a su perfecto desarrollo.

Es indispensable para que un sacerdote cumpla con su vocación la transformación en Mí, por la que todo se le facilitará, y hará que crezca el fuego divino y la pureza que le comunicó María en todo su esplendor.

Y cuando mis sacerdotes sean todo amor y pureza, ¡como cambiará el mundo, y se acabará la sensualidad en que está envuelto y que ha impregnado las almas!

Urge que surjan y en mi Iglesia, más multiplicados, más depurados mis sacerdotes, transformados en el que es Amor y Pureza, en sus dos naturalezas; es indispensable este nuevo impulso en mi Iglesia para enfrentar el Espíritu con la materia, lo sobrenatural con ese mundo de almas materializadas que han ahogado lo divino que llevan en ellas.

Es preciso que resurja, joven y vigorosa, como lo es siempre, mi Iglesia, con esa legión de sacerdotes transformados, unificados en sus Pastores y en esa unidad de la Trinidad que he pedido a mi Padre, y que en un arranque de su amor infinito hacia el Hijo, hacia Mí, Dios-Hombre, me ha concedido: el que sean uno Conmigo y con Él, por medio de su transformación en Mí.  Yo en ellos, el Padre y  el Espíritu Santo en Mí, formando todos una sola unidad.


Claro está que Yo siempre he deseado esto, y que ha sido un deber en los sacerdotes el procurarlo; pero el nuevo favor consiste en las nuevas gracias alcanzadas por las nuevas plegarias, o sea aquella misma plegaria de un Dios-Hombre, prolongada en su Cuerpo místico, gracias que estoy pronto y ansioso por derramar en los corazones sacerdotales que me escuchen, y se presten, libre, espontáneamente y con amor, a recibirlas”.


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