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MAGISTERIO SOBRE EL CELIBATO: Documentos Episcopales 3


Acerca de la castidad 


Segunda entrega



6. Presupuestos para entender plenamente la castidad



 No es fácil entender el significado profundo de la castidad, sobre todo en un mundo en que se hace poca mención de esta virtud y no se le concede gran aprecio. Para percibir ciertos objetos es preciso crear condiciones favorables, y esto es tanto más necesario cuanto el objeto es más delicado. Para percibir el delicado entorno e identidad de la castidad se requieren algunas condiciones básicas:

a) Creer en Dios, adorarlo como único Señor, tener la convicción profunda que todo debe estar referido a El, y que lo que no se puede referir a El no tiene valor alguno. La castidad, como hemos visto en no pocos textos de la S. Escritura, tiene una profunda dimensión religiosa y no se comprende a cabalidad sino de cara a Dios. Para quien no cree en Dios es posible entender algo de lo que significa la castidad, pero jamás llegará a apreciar plenamente su más profundo sentido y alcance.

b) Creer en la vida eterna, estar firmemente persuadidos de que nuestra existencia terrenal no es sino una etapa, la primera, -provisoria y transitoria- de nuestro ser personal, y que después de ella viene la segunda, definitiva y sin ocaso, cuando alcanzaremos la plenitud de nuestro ser y de nuestro destino.

c) Creer que nuestra vida terrenal sólo tiene sentido cabal en función de la vida eterna. No son dos realidades yuxtapuestas, autónomas la una con respecto a la otra, sino que la primera es camino, instrumento y preparación para la segunda; medio con respecto a un fin.

d) Vivir y pensar con limpieza de corazón, porque quien no vive conforme a lo que piensa, acaba pensando de acuerdo a lo que vive. Es difícil que la persona que no vive castamente llegue a tener aprecio por la castidad. Quien vive entregado a la malicia y a la lujuria no está en condiciones de entender lo que es la castidad.

e) Creer que la sexualidad es una obra de Dios, que tiene una finalidad no sólo biológica, sino espiritual, y que su ejercicio debe estar marcado por esa finalidad y jamás independizarse de ella.

f) Tener presente que la naturaleza humana, obra de Dios, está herida por el pecado original. Esto significa que hay en ella un desorden en las apetencias que produce impulsos que tienden a hacerse autónomos y a realizar acciones que no son coherentes con la finalidad de la naturaleza. Consciente de poseer una naturaleza "herida", el hombre puede comprender que su regla de conducta no puede ser la de "dejarse llevar" por sus impulsos, como si fueran siempre buenos, sino que debe vivir alerta, vigilante, ejercitando el señorío de su razón, iluminada por la fe, sobre sus apetencias.

g) En toda acción humana el cristiano sabe que interviene la gracia de Dios, esa fuerza misteriosa, y no por ello menos real, que lo impulsa a obrar en conformidad a la voluntad de Dios, sanando el desorden causado por el pecado original y los pecados personales, devolviendo al hombre a la amorosa familiaridad con Dios y rehaciendo en la creatura la imagen y semejanza del Creador. La gracia de Dios ejerce su poder tanto en nuestra inteligencia, a fin de hacernos capaces de juzgar según la sabiduría de Dios, como sobre nuestra voluntad, haciéndole posible imponer su decisión sobre las apetencias desordenadas y querer lo que Dios quiere.


Los siete "presupuestos" anteriores no deben concebirse como los eslabones de una cadena, de modo que cada uno derivara del anterior y el precedente pudiera prescindir del que lo sigue, sino que son las facetas de una misma realidad total, aspectos que se condicionan los unos a los otros, y de tal modo que no se puede prescindir de ninguno, so pena de amagar el equilibrio y la armonía del conjunto.

Estas consideraciones muestran que la castidad no puede ser comprendida correctamente sino en el conjunto de la vida cristiana. Es una virtud, entre otras: ni es la única virtud, ni se la puede entender aislándola de las demás. El "organismo espiritual" es una delicada trama en la que se ejercitan distintas funciones en forma que cada una estimula a las demás y depende de las otras. Sería tan ilusorio pensar que se puede ser cristiano sin apreciar y ejercitar la castidad, como pensar que un discípulo de Cristo pudiera contentarse con ser casto, haciendo caso omiso de las demás virtudes. En los tiempos que corren pareciera más frecuente el caso de los que piensan poder ser buenos cristianos sin amar ni practicar la castidad.



7. La concupiscencia


La palabra "concupiscencia" pertenece al lenguaje bíblico. San Pablo nos dice que "el pecado suscitó en mí toda suerte de concupiscencias... Me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero advierto otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi razón y me esclaviza a la ley del pecado que está en mis miembros" (Rm 7, 8.22s). Es lógico que el Apóstol recomiende a los cristianos que "no reine el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo que obedezcáis a sus concupiscencias" (Rm 6, 12). San Pedro nos amonesta a huir "de la corrupción que hay en el mundo por la concupiscencia" (2 Pd 1, 4) y nos advierte del castigo "en el día del Juicio, sobre todo a los que andan tras la carne con concupiscencias impuras" (2Pd 2, 10). Santiago enseña que "cada uno es probado por su propia concupiscencia que le arrastra y le seduce. Después la concupiscencia, cuando ha concebido, da a luz el pecado, y el pecado, una vez consumado, engendra la muerte" (St 1, 14s). El Apóstol San Juan, en el contexto de la acepción negativa que suele emplear en el uso de la palabra "mundo" dice que "todo lo que hay en el mundo -la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la jactancia de las riquezas-, no viene del Padre, sino del mundo. El mundo y sus concupiscencias pasan; pero quien cumple la voluntad de Dios permanece para siempre" (1 Jn 2, 16s). El "mundo" es en este texto toda realidad que está bajo el poder de Satanás y de sus engaños y de el dice San Juan que "el mundo entero yace en poder del Maligno... en tanto que nosotros estamos en el Verdadero, en el Hijo de Dios, Jesucristo" (1Jn 5, 19s). Todos estos textos ilustran la advertencia de Jesús en la parábola del sembrador, cuando señala, como una de las causas por las que la Palabra de Dios no da fruto en algunos, que; "... las preocupaciones del mundo, la seducción de las riquezas y las demás concupiscencias los invaden y ahogan la Palabra" (Mc 4, 19). De ahí que la carta a los Gálatas presente la vida cristiana como una denodada lucha entre el espíritu y la carne, advirtiéndonos que el espíritu y la carne tienen apetencias antagónicas irreductibles, de tal manera que los que verdaderamente "son de Cristo Jesús, han crucificado la carne con sus pasiones y concupiscencias" (Gal 5, 16-24). Esta lucha y esfuerzo para dominar las concupiscencias implican constancia y negaciones: "los atletas se privan de todo, y eso para alcanzar una corona perecedera; nosotros en cambio, para lograr una corona incorruptible... golpeo mi cuerpo y lo esclavizo, no sea que habiendo alertado a los demás, resulte yo mismo descalificado" (1 Cor 9, 25.27). Ciertamente, cuando Jesús dice que "si alguno quiere venir en pos de mi, que se niegue a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame" (Lc 9, 23), está incluyendo la lucha contra el desorden interior o concupiscencia, y así debe haberlo entendido San Pablo cuando habló de "crucificar la carne con sus pasiones y concupiscencias".

La enseñanza de la Sagrada Escritura acerca de la concupiscencia indica que es un desorden, que su origen está en el pecado, que contradice al espíritu, que no es en sí misma pecado, pero que induce a él, y que hay que sostener contra ella una dura y permanente lucha.

De la lectura de los textos bíblicos acerca de la concupiscencia, aparece que ella se manifiesta en el apetito sexual, pero no únicamente en ese campo, aunque sea mencionado con frecuencia (ver Jn 2, 16). Hay también un apetito desordenado de poseer bienes materiales, y lo hay también en la búsqueda de honores o de poder. En todos los casos se trata de un bien creado que es intensamente apetecido, y en forma desordenada, al punto que la apetencia ya no es coherente con el papel que ese determinado bien tiene en los designios de Dios, los que coinciden con la dignidad y la santidad del hombre. Puede decirse que los bienes apetecidos en forma desordenada llegan a convertirse en ídolos que intentan ocupar el lugar que sólo le corresponde a Dios. Así como la Verdad es la que establece al hombre en su correcta relación con Dios, así los ídolos son intrínsecamente falsos porque nacen de un engaño y falsean la relación con Dios.


Conviene hacer aún un ulterior análisis acerca de la concupiscencia.

Es, ante todo, una apetencia, una inclinación del hombre hacia un objeto que se le presenta como un bien capaz de complacer su deseo. Esta apetencia se produce antes de que la razón alcance a juzgar sobre la rectitud o el desorden del deseo, y puede ser más o menos vehemente. En este sentido se dice que la concupiscencia es "antecedente". Si el juicio de la razón establece que la apetencia es básicamente correcta y que, en consecuencia, la voluntad puede adherir al objeto deseado, el impulso del apetito sigue haciéndose sentir y acompaña el movimiento de la voluntad. Es, pues, "concomitante". Si el juicio de la razón califica el objeto como incorrecto, e indica a la voluntad que debe ser rechazado y ésta de hecho lo rechaza, no por eso desaparece automáticamente la apetencia: sigue inclinando hacia el objeto deseado aún contra el juicio de la razón y el rechazo de la voluntad, lo que exige del hombre una lucha mediante diversas estrategias para dominar la apetencia no deseada ni consentida, pero que no está a su alcance hacer desaparecer por el solo imperio de su rechazo. Es la concupiscencia "subsiguiente".

Todo cristiano debe ser consciente de la fuerza que la concupiscencia lleva en sí y contra la que habrá de luchar hasta el día de su muerte. Es un error pensar que la concupiscencia se aquieta satisfaciéndola en todas sus apetencias: la conducta cristiana frente a ella exige ascesis, lucha, "dominio de sí" (Gal 5, 23).

La concupiscencia despierta ante lo que puede ser un objeto de su apetito. No siempre está en nuestras manos evitar la presencia de estímulos de nuestras concupiscencias, pero es un deber moral evitar los que pueden serlos. La espiritualidad cristiana habla de la "guarda de los sentidos", es decir de soslayar la presencia o no fijar la atención en de objetos que pueden ser motivo de apetencias más o menos violentas y contrarias a la virtud cristiana, a las que se podría ceder o que al menos pondrían en peligro la limpieza del corazón.



8. La castidad es una virtud

Conviene ahora detenernos en esta actitud cristiana que es la castidad y analizar su naturaleza.

La castidad es una virtud. ¿Qué significa esto? Una virtud es una disposición estable para actuar bien, es un "hábito" que perfecciona a quien lo tiene, dándole ciertaconnaturalidad con el bien obrar en su propio campo. Son ciertamente meritorios los actos que corresponden a una virtud, pero puede haber actos buenos ocasionales sin que exista la "virtud", o sea la disposición firme y estable para actuar siempre bien.

Las virtudes se van adquiriendo bajo el influjo de la gracia de Dios. Se adquieren a medida que se reiteran los actos propios de cada una: su repetición va "arraigando" la virtud . Junto con la reiteración de los actos de virtud es importante, para adquirirla, que haya una motivación fuerte que induzca a los actos. Dicho en otros términos el interés y la convicción existentes en quien desea adquirir una virtud, son factores muy importantes para adquirirla. Por el contrario, quien concede poca importancia o aprecio a una virtud, no la adquirirá por la sola reiteración de actos más o menos maquinales.

La virtud de la castidad es una expresión de la virtud de la templanza. Otras expresiones de la templanza son la sobriedad en la comida y en la bebida, la moderación en el descanso, la generosidad para dar ayuda a quien la necesita, la austeridad en el uso de los bienes materiales, la mortificación del deseo inmoderado de saber novedades o de la curiosidad, la sencillez -según su propio estado- en el estilo de vida, etc...

El ejercicio de la castidad se nutre, ante todo, de la mirada puesta en Dios, de la reiterada expresión de amor a El, y de la búsqueda de El y de su gloria por sobre toda creatura. Nada hay tan purificador ni nada puede conducir tanto al recto aprecio y uso de las cosas de este mundo, como el amor de Dios, autor de toda creatura. En cierto sentido la castidad es una condición y una expresión del verdadero amor a Dios.

Toda virtud es ante todo interior, es decir es una actitud del corazón antes que un comportamiento exterior. Pero es indudable que no puede haber una actitud interior verdadera y sincera sin que tenga una expresión exterior.

Así, la castidad se hace visible en variados de actos externos que denotan la delicadeza, la rectitud de intención, el respeto y la reverencia hacia Dios presente en sus creaturas, especialmente cuando el impulso sensual puede empañar el amor verdadero.

El aspecto positivo del afianzamiento de una virtud no puede separase del lado que podría decirse "negativo" y que consiste en el rechazo de todo lo que es contrario o puede amagar la virtud. Este rechazo es indudablemente una "mortificación", algo que cuesta y que implica un vencimiento, una renuncia a algo que resulta atrayente. Es imposible ejercitar la castidad sin rechazar lo que es incompatible con ella o que de un modo u otro la pone en peligro. El "dominio de sí mismo" implica diversas expresiones que deben manifestar el señorío del espíritu sobre la carne y en definitiva la preeminencia del amor a Dios por sobre cualquier otro afecto o complacencia.

El vencimiento de sí mismo en el ámbito de la castidad no es sino uno de los aspectos de la renuncia a sí mismo y del cargar la cruz que compete a todo cristiano. Quienes "viven...como enemigos de la cruz de Cristo, cuyo final es la perdición, cuyo dios es el vientre, y cuya gloria está en su vergüenza, que no piensan más que en las cosas de la tierra" (Fl 3, 18s), no son verdaderos discípulos de Señor precisamente porque no llevan su cruz y no van en pos de Jesús (Lc 14, 27). La mortificación es una expresión de la conciencia de nuestra condición de peregrinos: "nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo, el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo, en virtud del poder que tiene de someter a sí todas las cosas" (Flp 3, 20s). En la tierra, la cruz, signo del señorío de Cristo, es instrumento a través del cual todo nuestro ser va siendo sometido al poder del espíritu y va alcanzando así la verdadera libertad, al paso que se va liberando de la esclavitud del pecado (Jn 8, 34).

El vencimiento de nosotros mismos a fin de que la castidad se arraigue profundamente en nuestro corazón se ejercita de variadas formas. Desde luego en las miradas, apartando nuestra vista y curiosidad de lo que es incentivo de la concupiscencia carnal. También renunciando a lecturas y espectáculos que transmiten mensajes contrarios a la castidad cristiana. Obviamente evitando palabras o conversaciones en las que está ausente el sentido de la pureza. 

La moderación en la bebida tiene especial significación para el ejercicio de la castidad, ya que el hombre que se encuentra bajo la influencia del alcohol pierde, al menos en parte, el control sobre sí mismo en todo sentido, también en el de las apetencias sexuales. Delicado es el campo del autocontrol en materia de caricias. Sabemos que las hay perfectamente legítimas y puras, pero hay otras que son un poderoso incentivo a la impureza. La caricia es en sí una expresión de afecto, de cariño, pero puede ser, a la vez, un estímulo a reacciones desordenadas que, aunque no sean directamente deseadas, pueden introducir la apetencia incorrecta que es una forma de tentación. Quienes se preparan al matrimonio, sea en la etapa del "pololeo", sea en la del noviazgo, deben estar muy atentos a fin de que el natural deseo de expresar el afecto por medio de caricias no exceda los límites de la pureza y no llegue a constituir una ocasión de pecado de deseo o de acción. Es indudable que también en las etapas que preceden al matrimonio la cruz de Cristo debe estar presente en la forma de vencimientos que mantengan la relación de afecto en el marco que corresponde a quienes no son aún marido y mujer y no pueden, por tanto, expresar su amor en la forma que corresponde a quienes han unido sus vidas para siempre en el sacramento del matrimonio y han llegado a ser "una sola carne" (Mt 19, 16). Ni humana ni cristianamente es lo mismo ser pololos, o novios, que esposos: ni son iguales los deberes, ni las responsabilidades, ni el grado de compromiso, ni, por tanto, los derechos. A quienes tienen el propósito de contraer matrimonio, la castidad cristiana no sólo les exige abstenerse de la relación sexual completa, sino de toda caricia íntima que por su propia naturaleza excite la fuerza de la concupiscencia y pueda conducir a un pecado aunque sea sólo de deseo.

El cuidado de la virtud de la castidad exige evitar lo que sea una ocasión de pecado. Entre las ocasiones pueden enumerarse ciertos lugares y ambientes, determinadas personas, algunas amistades. Al momento de cuidar el afianzamiento y crecimiento de la castidad no es justo pensar sólo en nosotros mismos, sino que debemos reflexionar acerca del daño que nuestras actitudes pueden causar en otras personas. Supuesto que algo no constituye un peligro para mí, debo aún preguntarme si no lo es para otros. La provocación de las pasiones ajenas es un pecado para quien la produce. El"escándalo", en el sentido moral de la palabra, es una acción que constituye un tropiezo para otro en su caminar hacia Dios. Son severas las palabras de Jesús a este respecto: "... al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le vale que le cuelguen al cuello una de esas piedras de molino que mueve un asno, y lo hundan en lo profundo del mar. ¡Ay del mundo por los escándalos! Es forzoso, ciertamente, que vengan escándalos, pero, ¡ay de aquel hombre por quien viene el escándalo!" (Mt 18, 6s). La extrema gravedad de escandalizar a un niño no significa que carezca de importancia escandalizar a una persona joven o adulta. Quien causa escándalo, poniendo impedimento para que otro hombre avance hacia Dios, da muestras de no pensar en que la propia responsabilidad moral no sólo toca a nuestra persona sino también, en cierta forma, a nuestros hermanos. 

Jamás puede un cristiano repetir las palabras de Caín: "¿quién me ha hecho custodio de mi hermano?" (Gn 4, 9): cada uno es responsable del mal que con sus palabras, consejos, obras u omisiones cause a sus hermanos.

Queda aún por decir una palabra acerca del pudor. El pudor es garantía, defensa, protección y resguardo de la castidad. Preserva la intimidad de la persona y designa la negativa a exhibir lo que debe permanecer velado. Ordena las miradas y los gestosen conformidad con la dignidad de las personas. Invita a la paciencia y a la moderación en la relación amorosa conyugal. El pudor es modestia y debe inspirar la elección de la vestimenta. Mantiene silencio o reserva allí donde se adivina el riesgo de una curiosidad malsana. Existe un pudor de los sentimientos, como también un pudor del cuerpo. Este pudor rechaza, por ejemplo, las exhibicionismos del cuerpo humano, propios de cierta publicidad o las incitaciones de algunos medios de publicidad a hacer pública toda confidencia íntima. El pudor inspira una manera de vivir que permite resistir a las solicitaciones de la moda y a la presión de las ideologías dominantes. 

Es un error grande pensar que el pudor es una especie de mojigatería, o la expresión de tabús psicológicos. Es, por el contrario, la delicadeza que requiere un campo de la vida humana particularmente sensible al desorden interior que el pecado introdujo al hombre.


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