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MAGISTERIO SOBRE EL CELIBATO: Documentos Episcopales 4


9. Las formas de la castidad


Ya hemos dicho en qué consiste la castidad; ahora conviene detenernos en algunas de sus expresiones. En todas ellas hay algo en común, pero hay también diferencias.

La castidad juvenil incluye, con frecuencia, la perspectiva del matrimonio. Una de sus características es la de prepararse para las responsabilidades del estado conyugal con un ejercicio de vencimiento y de purificación del corazón que permita llegar a amar de verdad, por amor a Dios, con una perspectiva espiritual y de vida eterna. Pasado el tiempo de la juventud, cuando ya el matrimonio no está en el horizonte de lo previsible o de lo deseado, la castidad asume el matiz de la soltería. Es un estado de vida quellama en forma especial al sentido religioso de la vida, integrando la soledad en el estilo de vida que encamina hacia el Reino. La castidad de quienes han sido llamados aconsagrarse a Dios en la virginidad o en el celibato, incluye la renuncia al matrimonio, no porque se lo menosprecie, sino para responder al llamado de Dios para vivir por anticipado la forma de vida que será la propia del Reino de los cielos. La castidad en el matrimonio no excluye el gozo de la intimidad física entre los cónyuges, pero reclama su purificación, de modo que vaya desapareciendo el egoísmo y tenga siempre presente que el matrimonio es una realidad que pasa, mientras la caridad no pasará jamás (1 Cor 13, 8). El uso del matrimonio debe ser tal que se mantenga abierto a la procreación. La castidad de la viudez fue objeto de las enseñanzas de San Pablo (ver 1 Tm 5, 3-16; 1 Cor 7, 39 s). Según el Apóstol, quien ha enviudado puede contraer legítimamente nuevas nupcias, pero puede también tomar ocasión de su estado para dedicarse con más asiduidad al servicio del Señor.

Un caso especial de ejercicio de la castidad es el de quienes, habiendo contraído matrimonio, han llegado a la separación. Estas personas se ven en la necesidad cristiana de asumir su soledad, renunciando a una nueva unión, que sería objetivamente vivir en adulterio. Mantenerse en una casta soledad es una exigencia de la indisolubilidad del matrimonio y, por tanto, de la ley de Dios. Cualquier persona que se encuentre en esta situación puede tener la certeza de que, si emplea los medios naturales y sobrenaturales que Dios pone a su alcance, le será posible vivir sin ofender a Dios. También a estas personas se aplica lo que dice la Escritura: "fiel es Dios, que no permitirá que seáis tentados sobre vuestras fuerzas; antes bien, con la tentación se os dará modo de poderla resistir con éxito" (1 Cor 10, 13).

Para poder vivir castamente en cualquiera de las formas en que se expresa esta virtud, según los diversos estados y situaciones, es necesario orar, mantener vivo el sentido de la fe, acercarse con frecuencia a los sacramentos de la penitencia y de la Eucaristía,implorar la ayuda de la Santísima Virgen María, ejercitar el dominio de sí mediante vencimientos voluntarios, vivir en permanente alerta para no ceder al ambiente de permisividad que nos rodea. Es preciso luchar contra Satanás que siempre recurre al engaño y se esfuerza en persuadirnos de que la impureza "no es algo tan grave", que es algo "natural", que la pureza es "imposible de observar", que no puede ser que el "amor" sea pecado, que la continencia sexual es "perjudicial a la salud" y contraria a la naturaleza, que Dios no se fija en "pequeñeces", que "lo importante es amar al prójimo", que hay tanta gente buena y respetable que no vive castamente, etc... Es triste comprobar como no son pocos los cristianos que tienen su juicio moral perturbado en materia de castidad, precisamente sobre la base de estas falacias, las que son consideradas en ciertos ambientes como verdades indiscutibles.
10. Los pecados contra la castidad

Los pecados contra la castidad, al igual que todo pecado, son al mismo tiempo ofensas contra Dios Creador, contra la dignidad del hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios, y contra la vitalidad espiritual de la Iglesia, que resulta perjudicada por los pecados de sus miembros. La ley de Dios no es una imposición arbitraria y limitante, sino que es la cautela del bien del hombre y de su destino.

Se puede pecar contra la castidad, como con respecto a cualquier otra virtud, de pensamiento, de palabra, de obra o de omisión. Podría agregarse que en esta materia, como también en otras, hay pecados por complicidad y por inducción, es decir cuando alguien ayuda otro a pecar prestándole su colaboración, o lo induce a pecar mediante la provocación, el mal consejo o el mal ejemplo.

No es grato hacer la lista de los diferentes tipos de pecados contra la castidad: es la lista de graves debilidades y deficiencias que desfiguran el rostro de Cristo en sus discípulos. Tampoco para los médicos es grato observar la obra de destrucción que las enfermedades van haciendo en el cuerpo humano, a veces con rasgos repugnantes, pero el conocimiento de las enfermedades en sus expresiones concretas es condición para poder aplicarles la terapia apropiada y obtener su curación. Así también el cristiano necesita saber cuáles son los principales modos como se ofende la castidad, a fin de precaverse y también para prestar ayuda a aquellos hermanos que pudieran estar en peligro de destruir en sí la vida divina y dejar maltrecha la imagen de Dios, dando cabida en sí a la impureza.

A veces algún pecado contra la castidad lo es al mismo tiempo contra otra virtud, como por ejemplo el adulterio, que ofende la castidad y la justicia, o el incesto, que ofende también a la piedad familiar, o las ofensas a la castidad que se cometen con personas consagradas o en lugar sagrado, y que son también pecados contra la religión, el abuso de menores que incluye el escándalo, y así otros.

En forma genérica, los pecados contra la castidad se denominan pecados de lujuria,que es el deseo o acción desordenados de obtener placer sexual, separado de las finalidades propias del sexo que son la unión de las personas y la procreación ejercitadas dentro de legítimo matrimonio. Cuando el deseo de placer sexual se verifica en el matrimonio, y con la moderación y delicadeza que corresponden a quien mira su cuerpo y el del cónyuge como miembros de Cristo y templos del Espíritu Santo, no hay ni desorden ni lujuria, sino actos coherentes con el designio de Dios y con los deberes y derechos mutuos de los casados.

Se llama adulterio la relación sexual con una tercera persona, soltera o casada de quien que está unido en matrimonio. Si ambos están unidos en matrimonio con terceros, el adulterio es doble. El adulterio puede ser ocasional o permanente; este último consiste en la convivencia marital entre dos personas, una de las cuales tiene un vínculo matrimonial con un tercero. Cuando se habla aquí de "vínculo matrimonial", se entiende el que procede de un matrimonio indisoluble. Para la conciencia de un católico la anulación del matrimonio civil, o el divorcio, en nada cambian la condición de casado con su legítimo cónyuge mientras este vive, y por consiguiente la calidad de adulterina de cualquier unión posterior a la separación. Es duro tener que decirlo, pero esa es la verdad en conformidad con el Evangelio. El adulterio es un pecado muy grave.

Se denomina fornicación el acto sexual realizado entre personas solteras, sea ocasionalmente, sea en el marco de una relación estable. Son variantes de la fornicación, la prostitución y el concubinato. Las personas que teniendo intención de contraer matrimonio realizan antes de él actos sexuales, llamados "relaciones pre-matrimoniales" comenten pecado de fornicación. El pecado de fornicación es grave, aunque menor que el de adulterio. A veces hay padres o madres de familia que proporcionan anticonceptivos a sus hijos o hijas "para precaverse de sorpresas", o sea para que pequen "sin riesgo": eso no es educar con sentido cristiano, sino colaborar con lo que está reñido con la moral, lo que complicidad en el pecado.

La violación es el acto sexual que se realiza con una persona que no lo desea, y a quien se doblega mediante la violencia.

Se da el nombre de incesto a la unión sexual entre personas unidas por lazos cercanos de parentesco.

Con el nombre de estupro se llama el abuso sexual de menores, y es sin duda un gravísimo pecado que conduce a veces a la corrupción de quienes son sus víctimas.

Se llama autoerotismo o masturbación el hecho de procurarse físicamente placer sexual a sí mismo.

La pornografía es la publicidad de actos sexuales reales o simulados, exhibiéndolos ante terceras personas, generalmente con fines de lucro.

El pecado de homosexualidad consiste en la realización de actos eróticos entre personas del mismo sexo. Cuando se realizan con menores, la gravedad es mayor, pues puede acarrear su corrupción.

La triste enumeración que precede no es, por desgracia, exhaustiva, pero es suficiente para instruir acerca de los pecados más corrientes contra la castidad. Todo pecado contra la castidad libremente realizado y con conocimiento de su malicia, constituye un acto grave contra la ley de Dios. La persona que peca puede tener atenuada su responsabilidad moral en virtud de diversos factores, pero ninguna atenuante puede hacer que lo que es objetivamente malo y pecaminoso, se convierta en un acto bueno y virtuoso.

En los pecados contra la castidad puede darse, como también en otros pecados, la circunstancia de que hayan llegado a ser habituales y no solo ocasionales. El hábito de pecar constituye una calamidad adicional, ya que, si por una parte puede atenuar la responsabilidad moral, por otra dificulta notablemente abandonar la costumbre de pecar. Así como la virtud facilita y hace estable el bien obrar, así el pecado habitual o vicio estabiliza en el mal obrar y dificulta el retorno a una conducta virtuosa.

Quien se deja llevar por un hábito de pecado experimenta, aunque no lo reconozca mediante un análisis explícito, la voluntad de autojustificarse, y hay muchas maneras de hacerlo. Se dirá que el caso propio es del todo "excepcional" y "único", o que el pecado que se comete "no causa daño a otras personas", o se reconocerá que es algo malo, pero se postergará la enmienda o ruptura, etc.... Y es que el pecado va produciendo una ceguera espiritual que incapacita al hombre para ver las cosas como Dios las ve. El extremo se produce cuando el pecador llega a afirmar que lo que hace "para mí no es pecado", erigiéndose así en árbitro del bien y del mal. Es apropiado recordar la frase de Paul Bourget, al final de una de sus novelas: "Quien no vive conforme a lo que piensa, termina pensando conforme a lo que vive". Ya es una gran cosa cuando al obrar mal, lo reconocemos sin ambages ni justificaciones, como el publicano de la parábola (Lc 18, 13).



11. La conversión y el perdón

Dios no excluye de su misericordia a ningún pecador que se convierte y hace penitencia. Son muchos los ejemplos acerca de esto tanto en el Evangelio, como en la historia del cristianismo. La Iglesia no ha cesado de proclamar la misericordia del Padre de los cielos, que nos ha sido alcanzada por los méritos de Jesucristo, nuestro Salvador. El Espíritu Santo está siempre moviendo a conversión los corazones de quienes han pecado, a fin de que reflexionen acerca de su mísero estado y emprendan el retorno a la casa del Padre.

Los pecados contra la castidad no forman una excepción con respecto al perdón de Dios. El Señor puede y quiere perdonarlos, siempre que quien ha pecado se convierta.

¿Cómo se obtiene el perdón de Dios? Intentemos describir las etapas del camino de la reconciliación (ver la parábola del hijo pródigo, Lc 15, 11ss).

a) El primer momento de la conversión se produce cuando quien ha obrado mal lo reconoce y juzga sinceramente que lo que hizo no debió haberse realizado. Ya en este momento está presente la gracia de Dios, en forma de iluminación de la conciencia. Este primer momento podría resumirse con las palabras: "Soy un pecador, obré mal".

b) El segundo momento va más allá y es el arrepentimiento. Al juicio de "he obrado mal", que es un acto de la inteligencia, se agrega un acto de la voluntad: rechazo lo que hice, detesto lo que realicé. Es lo que el vocabulario católico llama la "contrición", definida por el Concilio de Trento como "dolor del alma y detestación del pecado cometido, con el propósito de no volver a cometerlo" (Concilio de Trento, Sesión 14, Decreto acerca de la Penitencia, cap. 4).

El "dolor" del pecado cometido es el sincero disgusto de haberlo realizado. No basta con que se funde en razones puramente naturales, como pueden ser los inconvenientes sociales que acarrea un determinado pecado, o el daño que cierto pecado pueden causar a la salud, sino que debe ser un dolor con referencia a Dios. O bien porque se tiene conciencia de haber menospreciado el amor de Dios y de haberle devuelto mal por bien, o bien porque el pecado ofende la ley de Dios y nos aparta de El, haciéndonos merecedores de una sanción.

El dolor del pecado cometido mira al pasado: no se puede anular un hecho que tuvo realidad, pero sí se lo puede detestar. Es imposible obtener el perdón de Dios si no hay dolor o arrepentimiento, puesto que sería una incongruencia decir a Dios: "perdóname, pero lo que hice estuvo bien". ¿De qué tendría que perdonarme Dios, si lo que hice era correcto? 

La conversión mira también al futuro: quien lamenta y detesta lo que hizo, tiene que hacer necesariamente el propósito de no reincidir. ¿Qué significado tendría decir a Dios: "Me duele lo que hice, sí, pero continuaré haciéndolo?" Es el caso de personas que viven en pecado, de adulterio por ejemplo, y pretenden que un sacerdote los absuelva sin tener el propósito de salir de su estado. Esas personas piensan que la Iglesia puede conceder la absolución sacramental sin que haya arrepentimiento, lo que es un gran error. Si un sacerdote se atreviera a absolver a una persona que no tiene la debida disposición -por muy grande que sea su deseo de reconciliarse y de recibir el Cuerpo de Cristo- dicha absolución carecería de todo fruto: no perdonaría los pecados y, lo que es tal vez peor, daría ocasión a un engaño, acallando el clamor de la conciencia y usurpando un poder que Dios no ha concedido.

c) El tercer momento es acercarse al sacramento de la penitencia o reconciliación. No es el momento de explicar con amplitud dicho sacramento, baste con recordar las palabras solemnes de Cristo a sus Apóstoles: "como el Padre me envió, así os envío yo también. Dicho esto sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos" (Jn 20, 21-23). Ese y no otro es el origen del poder de los Obispos y presbíteros para perdonar los pecados, a quienes estén realmente arrepentidos, como queda dicho. El cristiano que se acerca al sacramento de la penitencia debe manifestar al confesor los pecados que ha cometido y con los que ha ofendido gravemente a Dios. Debe manifestarlos no solo globalmente, sino en forma especificada, sin omitir las circunstancias que pudieran agravarlos. De los pecados graves debe indicarse al menos aproximadamente el número de veces que se los cometió. El sacerdote perdona los pecados en virtud del poder que ha recibido de Dios. No lo hace en virtud de su santidad personal, ni de su ciencia teológica, o de sus eventuales conocimientos de psicología, sino en nombre de Dios, como instrumento de Dios, con corazón de padre, de maestro y de juez.

d) El cuarto momento, posterior a la celebración misma del sacramento, es elcumplimiento de las obras penitenciales impuestas por el confesor. Hay quedistinguir entre "obras penitenciales" y los actos de necesaria reparación o resarcimiento de los daños cometidos a otras personas en virtud de los pecados cometidos. Quien ha engendrado un hijo sin estar casado con la madre, tiene obligaciones insoslayables para con su hijo, y frecuentemente, también para con la madre. Es muy complejo el tema de la reparación o restitución, y no siempre tan simple como cuando se trata de un robo. Las "obras penitenciales" son otra cosa: son actos de oración, de caridad o de propio vencimiento, que tienen por objeto reparar el honor de Dios ofendido por el pecado y robustecer la voluntad y la vida cristiana del penitente, de modo que en el porvenir esté mejor preparado para resistir la tentación.

Es posible que, a pesar de un sincero arrepentimiento y de un propósito eficaz de enmienda, un cristiano recaiga en algún pecado. No debiera suceder, pero sucede. Si acaece, quien ha recaído debe hacer un análisis sincero acerca de si puso las condiciones razonables para no reincidir: si oró, si meditó la Palabra de Dios, si leyó libros que apoyaran su vida espiritual, si recibió con fervor el Cuerpo de Cristo, si se apartó decididamente de aquellas ocasiones o circunstancias que sabía, por experiencia, que lo inducían a pecar, si practicó el dominio de sí mismo. Hecho este examen, puede y debe acudir nuevamente al sacramento de la penitencia, y pedir otra vez, con humildad y renovado arrepentimiento y propósito, la absolución del sacerdote.

El sacramento de la penitencia no sólo tiene como efecto el perdón de los pecados y la reconciliación con Dios, sino que ejerce una acción purificadora en el alma del cristiano: la va limpiando de las huellas y cicatrices que afean su rostro espiritual y nublan la pureza de la mirada de quien debe buscar a Dios con todas las fuerzas de su alma. Por tal motivo aunque la obligación de confesar los pecados para obtener el perdón de Dios se refiere estrictamente a los pecados graves, la Iglesia recomienda confesar también los pecados leves e, incluso, repetir alguna vez, discretamente y sin escrúpulos, la confesión de pecados pasados ya confesados y absueltos.



12. Conclusión

"Tenme piedad, oh Dios, según tu amor, por tu inmensa ternura borra mi delito, lávame a fondo de mi culpa y purifícame de mi pecado. Pues mi delito yo lo reconozco, mi pecado sin cesar está ante mí; contra tí, contra tí sólo he pecado, lo malo ante tus ojos cometí... Rocíame con el hisopo, y seré limpio; lávame y quedaré más blanco que la nieve. Devuélveme el gozo y la alegría...; retira tu faz de mis pecados, borra todas mis culpas. Crea en mí, oh Dios, un corazón puro, renueva dentro de mí un espíritu firme, no me rechaces lejos de tu rostro, no retires de mi tu Santo Espíritu. Devuélveme la alegría de tu salvación y afiánzame en un espíritu generoso. Líbrame de la sangre, Dios, Dios de mi salvación y aclamará mi lengua tu justicia. Abre, Señor, mis labios, y mi boca publicará tu alabanza" (Salmo 51, 3-6. 9-14.16s).

¿Con qué palabras más apropiadas podría terminar esta reflexión, sino con las que escribió David, luego de haber cometido adulterio y asesinato y de haber sido reprendido por el profeta Natán, palabras con las que expresó su arrepentimiento y su confianza en la misericordia de Dios?

A todos nos conceda el Señor un corazón puro, a todos nos lave y nos purifique, dejándonos limpios como la nieve.



Valparaiso, Chile.
25/3/1994


Medina ESTÉVEZ, Cardenal Jorge. Acerca de la castidad, Valparaíso, 1994. Sección 3 a 11.


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