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"A MIS SACERDOTES" DE CONCEPCIÓN CABRERA DE ARMIDA. CAP. LXXXI : Quiero reinar.


MENSAJES DE NUESTRO SEÑOR
 JESUCRISTO PARA SUS PREDILECTOS. 

(“A mis Sacerdotes” de Concepción Cabrera de Armida) 






LXXXI

AMOR Y SACRIFICIO










"Solo confié mi Iglesia al amor, como dije, a la promesa del amor. Sólo entregué mis ovejas a la triple promesa del amor humilde. Amo tanto a las almas, que sólo las doy cuando las cuida el amor divino, cuando las envuelve y las ampara el divino amor.

Y ¡claro está! el amor participa de la unidad, el amor es uno; y si se me ama a Mí, si este amor es puro, si es santo, si es verdadero, imprescindiblemente se ama al mismo tiempo a las  almas, en Mí y para Mí, y también en mis sacerdotes. Yo las amo en ellos por su transformación en Mí.

De tal manera me son queridas las almas, que vine con mi Sangre y con mi vida a conquistarles el cielo. Ahí en ellas está el reflejo de la Trinidad que me subyuga; y volvería a nuevos calvarios por salvar una sola. Y este santo celo quiero que tengan mis sacerdotes, que no les importen mil calvarios para salvarlass; pero este celo santo sólo puede nacer del amor y extenderse por el amor.

Sólo al amor confié Yo prendas tan queridas, repito. Solo al triple juramento de amor las entregué, las puse al amparo paternal, maternal y santo de mi Vicario en la tierra. Yo sé que amándome a Mí, se ama al prójimo; que amándome a Mí, como derivación inmediata y necesaria, se ama a las almas como si fuera Yo mismo; por eso es que en un solo mandamiento hice que se encerrara toda mi doctrina; en el amor puro, en el santo amor que repercute en todas las almas.

El Papa, como San Pedro, como todos los que son otros Yo y me representan a Mí en la tierra, tienen que amarme y amar en Mí a las almas como cosa mía, como si fuera Yo mismo en ellas. Y ciertamente como Dios estoy en ellas, vivo en ellas, porque las almas llevan el sello de mi Divinidad, un destello de Dios mismo.

El alma es un soplo y emanación purísima del mismo Dios, que lleva en sí misma el germen santo de la unidad. Las almas son bellas con la Belleza divina, y puras con la Pureza de Dios, y luminosas con la Luz. Salidas del amor, llevan consigo el amor como principio, y su horizonte y su fin no es otra cosa que el amor. Y por más que sus enemigos las arrastren, las enloden y las desorienten, ellas innatamente, instintivamente, tenderán al amor y no sacarán sus anhelos intensísimos, su sed de lo puro, de lo elevado, de lo santo, sino con el santo y divino amor.

Mi Vicario y sus delegados, Obispos y sacerdotes, forman un solo amor en el Espíritu Santo. La fecundidad del Padre es amor,  y es la que regala al Papa, a sus Cardenales y Delegados, Pastores y sacerdotes; todos participan de esa paternidad espiritual, que es amor. Por eso, el distintivo del Padre universal de la Iglesia en la tierra es al amor, es la solicitud amorosa por todas las almas, y debe ser también el de todos mis Pastores: gobernar por el amor, que es el Espíritu Santo, por la caridad, por la dulzura y no por el rigor,  por la paz, por la suavidad; pero también, en casos necesarios, por la energía que defiende al amor, con los derechos del amor que son divinos.

¡Si mi Iglesia es amor, porque es unidad, y en la unidad está el centro de la caridad, la sustancia del amor! El amor se derrama en el Pontificado por todas las arterias de la Iglesia que es madre, ¡Y las madres son amor! Y el Papa sin duda que me ama más o que debe amarme más que todo el mundo, porque lo asiste muy íntimamente el Espíritu Santo; y en su corazón, como en el Mío, caben todas las almas, todos sus hijos con sus dolores y sus lágrimas. Ese corazón está abierto siempre para aliviar, para bendecir, para conciliar, para unir, para perdonar.

La preocupación constante de mi Vicario en la tierra es conquistar al mundo paganizado para volverlo al centro de la unidad de la Iglesia, al centro de la Trinidad. Sus miradas son siempre de caridad, su solicitud es inagotable, y él carga con todas las cargas de cada Pastor, de cada sacerdote, de cada alma ante mi Padre celestial.

Pero, repito, un gran alivio será para él la transformación de los sacerdotes en Mí, realizada por el amor, por el Espíritu Santo, que es el amor increado, el foco eterno de la eterna unión.

Pues bien, para entregarles las almas a los sacerdotes, necesito asegurarme primero de su amor hacia Mí; y en la medida de su transformación, será la virtud que ellos comuniquen a las almas y el número de las que por su conducto se salven.

Dije antes que un sacerdote no puede ir solo al cielo, sino con el número de almas que me plugo concederle para que por su conducto se santificaran; y repito, el sacerdote debe amarme más que éstos, es decir, más que todos los que lo rodeen y estén a su cargo. Por tanto, el Papa me ama y me debe amar más que el mundo entero. Los pastores de almas me deben amar más que todo su rebaño; los Párrocos, más que todos sus feligreses, y los sacerdotes más que lo que abarquen el radio de almas que a su cargo estén. 

Mientras más me amen, es decir mientras más transformados estén en Mí, más almas que me glorifiquen les daré, más gloria en ellas me darán, y más mi Padre los amará.

¿No vemos cómo todo estriba en el amor? ¿cómo cimenté a mi Iglesia en esas dos grandes bases, en la humildad por el amor y en el amor?

No importa que aluna vez mis sacerdotes me hayan desconocido, me hayan ofendido y pospuesto a las cosas de la tierra, que me hayan negado como San Pedro. Mi corazón es infinitamente bueno; sabe olvidar, perdonar y ¡amar! ¡El amor que les tengo a mis sacerdotes es infinito! Pero pido correspondencia, y si su vocación en mi Iglesia es para salvar almas, deben amarme, deben poseer mi Espíritu, impregnarse de mi Espíritu, vivir de mi Espíritu, que es lo mismo que vivir del amor.

Pero amarme no consiste en sólo hacer actos de amor, sino en entregarse al amor sin condiciones, para las inmolaciones todas que exige el amor de Dios y el amor a las almas. Deben los sacerdotes, a mi imitación, ponerse a la disposición de mi Padre para todos los sacrificios; deben mortificarse, ser penitentes, sacrificarse, ofrecerse, hacerse hostias, convertirse en victimas.

Yo fui y sigo siendo Víctima expiatoria, y ellos lo serán. Yo abracé por amor todos los trabajos que traen consigo el apostolado y la salvación de las almas y ellos los abrazarán. Yo me dejé clavar voluntariamente por amor a mi Padre y a las almas en una Cruz, y ellos también lo harán, como mis primeros Apóstoles lo hicieron. Serán almas penitentes, repito, para suplir las deficiencias de las almas sensuales; serán almas inocentes, por la pureza de su vida, porque el dolor inocente y penitente salva.

Mis sacerdotes transformados en Mí vivirán con mi misma vida, inocente y dolorosa, pura, abnegada y siempre amante, y siempre haciendo el bien, y todos amor, que irá creciendo, creciendo en ellos, haciéndoles suave y dulce mi yugo y deliciosa cualquiera voluntad de mi Padre, aunque los crucifique.

Quizá algunos sacerdotes tiemblen ante la perspectiva de transformarse en Mí tal cual soy, amoroso, sí, pero doloroso también. Que no teman, porque Yo todo lo suavizo, lo endulzo, lo transformo y lo divinizo con el Espíritu Santo.

El amor es martirio, pero también el amor es Dios, es el Espíritu Santo, es la complacencia del alma amante que tiene su dicha sólo en aumentar mi gloria (accidental ciertamente), entregándose y dándome más y más almas, aunque le cuesten la vida.

Toda esa fortaleza, toda esa generosidad hasta el heroísmo, se le comunica al alma sacerdotal que se simplifica en Mí, que se transforma en Mí. Y es que entonces no es el hombre y sus inclinaciones y su debilidad natural la que obra, sino una virilidad divina -comunicada-la que lo impulsa por el amor al dolor, al sacrificio, al martirio mismo. Soy Yo en él, el Espíritu Santo en él, quien sustituye al hombre viejo, convirtiéndolo en santo, con el Santo de los santos.

Yo no engaño. La transformación, como he dicho, implica dolor, vencimiento, sacrificio, ¡muerte! Pero el amor es más poderoso que la muerte. ¡Yo morí de amor porque amaba! El Espíritu Santo me inclinó a la Cruz, y desde que la abracé voluntariamente, la cruz se convirtió en amor; y los martirios por amor no son martirios para el alma amante: ¡son amor, puro amor!

Dios sabe endulzar las amarguras de la Cruz.  Dios sabe realizar maravillosos contrasentidos haciendo gozar en el dolor. El amor domina lo que hay de tierra y de natural en el hombre, diviniza los sufrimientos y suaviza las penas; y todavía más: hace a las almas sobreabundar y dilatarse en gozo santo en la cima dolorosa del Calvario.

¡Oh, si todos mis sacerdotes, sin recelo y sin miedo, se entregaran a Mí, se transformaran en Mí, me amaran a Mí y en Mí a las almas, solo en Mí, serían felices, y Yo me vería glorificado con su confianza y la pagaría con las delicias infinitas de mi amor¡

Que me amen y que se inmolen en mi unión. Que se transformen en Mí tal cual soy, todo amor, todo dolor. Pero las penas pasan; y el peso de la gloria, en la consumación de la unidad en la Trinidad, será eterna".



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