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SIGNO DE CONTRADICCIÓN


Por Guillermo Juan Morado (Sacerdote)

Los verdaderos profetas se encuentran con el rechazo y con la contradicción. Ellos hablan de parte de Dios, no para contentar las apetencias de las gentes. La conciencia de su misión es lo que les infunde valentía: “Tú cíñete los lomos, ponte en pie y diles lo que yo te mando. No les tengas miedo, que si no, yo te meteré miedo de ellos”, le dice Dios a Jeremías (cf Jr 1,4-19).

En el rechazo y la resistencia a los profetas se anticipa el rechazo de Jesús, “puesto para ruina y resurrección de muchos en Israel, y para signo de contradicción”, como había anunciado Simeón cuando presentaron a Jesús en el Templo. En la sinagoga de Nazaret se pone de manifiesto este rechazo. Quienes, un momento antes, “expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de sus labios”, en cuanto oyeron lo que no deseaban oír “se pusieron furiosos y, levantándose, lo empujaron fuera del pueblo” (cf Lc 4,21-30).

Jesús es piedra de tropiezo, signo de contradicción, porque, revelando el amor de Dios, obliga al hombre a escoger, a optar por la luz o por las tinieblas. Para los soberbios, para los que se resisten a creer, se convierte en “roca de escándalo” (cf 1 P 2,8). Y es el mismo Señor quien advierte: “Bienaventurado el que no se escandalice de mí” (Mt 11,6).

El signo de Cristo, en su doble valencia de piedra angular y de piedra de escándalo, brilla sobre la faz de la Iglesia (cf LG 15). La predicación de la Iglesia, su misma presencia en medio del mundo, resulta incómoda cuando, haciéndose eco de la enseñanza de Cristo, pronuncia lo que no desea ser oído; cuando recuerda que el hombre no es Dios, que la ley dictada por los hombres no siempre coincide con la ley de Dios; cuando desafía los convencionalismos pacíficamente aceptados por nuestro egoísmo, nuestra comodidad y nuestra soberbia.

Como Jeremías, y como Cristo, la Iglesia no debe dejarse amedrentar. Es Dios quien hace al profeta plaza fuerte, columna de hierro y muralla de bronce. La fuerza de la Iglesia no proviene del poder de las armas, o del dinero, o del prestigio mundano. La fuerza de la Iglesia proviene de su fidelidad al Señor.

En la Iglesia, cada uno de nosotros, los creyentes, podemos experimentar la angustia de Jeremías ante una misión, dar testimonio de Cristo, que nos excede y que nos asusta. Pero el Señor sigue pronunciando en nuestros oídos, en el silencio elocuente de la oración, las mismas palabras que dirigió al profeta: “Lucharán contra ti, pero no te podrán, porque yo estoy contigo para librarte”.

La resistencia de la Iglesia radica en la fuerza paradójica del amor; un amor que “disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites” (1 Cor 13). La auténtica prioridad para la Iglesia, ha escrito el Papa Benedicto XVI, es “el compromiso laborioso por la fe, por la esperanza y el amor en el mundo”. Con esa prioridad debemos trabajar todos, aceptando el desafío del rechazo, y dando, incansablemente, testimonio del amor de Dios.


FUENTE: infocatolica.com

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