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EL SACERDOTE HA DE SER VARÓN Y CÉLIBE



Estudio sobre los Sacramentos 6.3

Por Padre Lucas Prados

Cristo eligió a doce Apóstoles, entre sus numerosos discípulos, haciéndoles partícipes de su misión y de su autoridad.


1.Ministro del sacramento del Orden

El ministro del sacramento del Orden es el obispo, descendiente directo de los Apóstoles. Los obispos válidamente ordenados, es decir que están en la línea de la sucesión apostólica, confieren válidamente los tres grados del sacramento del orden. Así consta en los Concilios de Florencia (DS 1326) y de Trento (DS 1768, 1777).

Ministro de este sacramento es aquel que tiene la potestad sagrada para administrar válidamente el sacramento del Orden mediante el rito correspondiente. Esa potestad resulta de la conjunción en una misma persona de la potestad gubernativa, puesto que ordenar es colocar a alguien en un grado de la escala jerárquica, y de la potestad cultual, ya que no se hace mediante nombramiento sino mediante un rito sagrado. De hecho, cuando se trata de órdenes que son sacramento (episcopado, presbiterado, diaconado), es la potestad para imponer las manos en nombre de Cristo; cuando se trata de los ministerios, es la potestad para realizar el rito prescrito por la Iglesia.

En ambos casos el ministro puede ser ordinario, si dicha potestad le compete por razón de su oficio, o extraordinario, si no es así. Concretamente: ministro ordinario es el obispo, extraordinario -para algunas órdenes o en algunos casos- puede ser el presbítero (DS 1326, 1768, 1777; CIC, c. 1012). El presbítero, que goza de la potestad cultual, necesita un indulto pontificio que supla la potestad gubernativa que le falta.

Ya en la Traditio apostólica de San Hipólito se atribuye exclusivamente al obispo la misión de dare sortes y se afirma que el presbítero clerum non ordinat. Es ésta la razón fundamental que dan los Padres para distinguir el episcopado del presbiterado.[1] La razón es la ya apuntada: solamente el obispo conjuga la potestad cultual, que le corresponde como sacerdote, con la potestad de gobierno, que sólo él recibe en la consagración episcopal.

El ministro debe asegurarse, por sí o por otros y con las debidas precauciones que establece el derecho canónico, de que el candidato a las órdenes reúne las debidas condiciones de idoneidad, de que a juicio del ordinario, sea considerado útil para el ministerio de la Iglesia de acuerdo a las normas establecidas por el derecho (CIC, cc. 1050-1052), y de que no haya ningún impedimento que se oponga a su ordenación. Estas indicaciones vienen a ser una concreción de aquella recomendación de San Pablo: “No seas precipitado en imponer las manos a nadie, no vengas a participar en los pecados ajenos” (1 Tim 5:22).

Para que se administre válidamente, solamente se necesita que el obispo tenga la intención de hacerlo y que cumpla con el rito externo de la ordenación, aunque el obispo sea hereje, cismático, simoníaco, o se halle excomulgado (DS 1612, 1617).

Condiciones para administrarlo lícitamente:

Primero de todo, el ministro debe estar en estado de gracia.
Para ordenar obispos lícitamente se requiere ser obispo y tener constancia del mandato (o nombramiento) del Romano Pontífice (CIC, c. 1013). En efecto, está reservada al Romano Pontífice la facultad de autorizar, mediante una Bula, la consagración episcopal. El canon 1382 prevé una excomunión reservada a la Santa Sede tanto al obispo que sin esa autorización consagra a otro obispo, como al que permite ser consagrado sin ese mandato del Papa. Además, en la ordenación deben estar presentes al menos otros dos obispos (CIC, c. 1014).
Respecto a la lícita ordenación de presbíteros y diáconos, el ministro es el propio obispo, o bien cualquier otro obispo con legítimas dimisorias; es decir, autorización del Ordinario propio.



2. Sujeto del sacramento del Orden

Nadie tiene derecho a recibir el sacramento del orden. En efecto, nadie se arroga para sí mismo este oficio. Al sacramento se es llamado por Dios (Heb 5:4).

El Señor Jesús eligió a hombres para formar el colegio de los doce Apóstoles (Mc 3: 14-19; Lc 6: 12-16), y los Apóstoles hicieron lo mismo cuando eligieron a sus colaboradores (1 Tim 3: 1-13; 2 Tim 1:6; Tit 1: 5-9) que les sucederían en su tarea. El colegio de los obispos, con quienes los presbíteros están unidos en el sacerdocio, hace presente y actualiza hasta el retorno de Cristo el colegio de los Doce.

Quien cree reconocer las señales de la llamada de Dios al ministerio ordenado, debe someter humildemente su deseo a la autoridad de la Iglesia a la que corresponde la responsabilidad y el derecho de llamar y recibir a este sacramento. (CEC, n. 1578).

2.1 La vocación al sacerdocio y sus señales

La vocación no consiste en recibir una llamada telefónica de Dios. Si un hombre tiene buena salud, es capaz de hacer estudios, puede vivir habitualmente en gracia, con la ayuda de Dios, busca su propia perfección y la salvación de las almas, debe preguntarse si Dios le llama al sacerdocio. No se trata de preguntarse si me gustaría ser sacerdote, sino, ¿me querrá Dios sacerdote?

Hay que pedirle a Dios que haya vocaciones sacerdotales y religiosas (Mt 9:38). Todos debemos pedir a Dios que sean muchos los jóvenes que sigan la voz de Dios, pues hacen falta muchos y buenos sacerdotes y religiosos.

Los padres tienen obligación grave de dejar en libertad a sus hijos que quieran consagrarse a Dios. Sería pecado grave inducir a sus hijos, por motivos humanos, a abrazar, sin vocación, el estado eclesiástico.

Hay unas señales objetivas que pueden ayudar a un joven a reconocer su vocación:
recta intención: consiste en buscar de manera exclusiva, o al menos de modo principal, la gloria de Dios, el bien de las almas y la propia santificación;
virtud probada: es decir, sólida vida de piedad y de mortificación, afán de servicio, constancia de ánimo, porque el sacerdote es mediador entre Dios y los hombres, dispensador de los misterios divinos (1 Cor 4:1). una fe íntegra; la aptitud para ejercer las funciones propias del orden que va a recibir edad canónica; la ciencia debida (CIC, c. 1026).

2.2 Recepción válida y lícita de este sacramento

Condiciones para recibir válidamente el sacramento del Orden:
Sólo el varón bautizado recibe válidamente la ordenación (CIC, c. 1024).
Ser libre y tener intención de recibir el sacramento.

Si no hubo libertad, y por esto se excluyó la intención de recibir el sacramento, la ordenación es nula y consecuentemente no se tiene tampoco ninguna obligación (CIC, c. 1026). Podría suceder que una coacción por miedo grave no lleve a excluir la intención de recibir el orden sacerdotal, en cuyo caso la ordenación es válida.

Para recibirlo lícitamente se requiere:

Vocación o llamada de Dios (CIC, c. 1029): Para llegar al sacerdocio es necesaria una llamada específica de Dios. Jesús mismo dijo a los Apóstoles: “No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros y os he puesto para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca” (Jn 15: 16).

Estado de gracia: Es necesario para recibir lícitamente el sacramento del Orden, por la misma razón que lo es para recibir los demás sacramentos de vivos.

Letras dimisorias: Dimisoria es el acto por el que se autoriza la ordenación de alguien, realizado por quien tiene la facultad de dar esa autorización. Como de ordinario ese acto se realiza por escrito, se habla de ‘letras o cartas dimisorias’ (CIC, c. 1018).

Ciencia suficiente: Que incluye el debido conocimiento de todo lo que se refiere al sacramento del Orden, y a las obligaciones que lleva consigo (CIC, c. 1027, 1028).

La Iglesia exige a los ordenandos una declaración, reforzada por juramento, suscrita de puño y letra por el interesado, de que se conocen las obligaciones del grado que se va a recibir (CIC, c. 1036).
Para quienes van a recibir el diaconado, es necesario haber terminado el quinto año del ciclo de estudios filosófico-teológicos (CIC, c. 1032 & 1). Nada se dice de los estudios que han de haberse cursado para recibir el presbiterado, aunque parece deducirse que hay que tenerlos todos (CIC, c. 1032 & 2). Para el episcopado es necesario el Doctorado, o al menos la Licenciatura en Sagradas Escrituras, Teología o Derecho Canónico; o, en su defecto, pericia en esas materias (CIC, c. 378 & 1, 5º).
Edad: 25 años para poder recibir el presbiterado (CIC, c. 1031 & l) y 35 para el episcopado (CIC, c. 378 & 1, 3º). En el caso del diaconado caben dos posibilidades: Si el diácono va a ser destinado al presbiterado necesita tener al menos 23 años (CIC, c. 1031 & 1). Si el diácono va a ser destinado permanentemente y está casado, necesita al menos 35 años y el consentimiento de su mujer (CIC, c. 1031 & 2).
Observar un intersticio de al menos seis meses entre el diaconado y el presbiterado (CIC, c. 1031 & 1). El intersticio es un espacio de tiempo que debe existir entre los dos primeros grados del sacramento del orden, con la finalidad de que se pueda ejercitar el orden recibido.
Haber recibido el sacramento de la Confirmación (CIC, c. 1033).
Rito de admisión: Antes de recibir el diaconado o el presbiterado, los interesados han de ser admitidos como candidatos por la autoridad competente con un rito litúrgico establecido, habiendo previamente hecho la solicitud escrita y firmada de puño y letra (CIC, c. 1034 & 1).
Haber hecho ejercicios espirituales, al menos durante cinco días, antes de recibir la ordenación (CIC, c. 1039).

2.3 El candidato ha de varón

Por voluntad divina, “sólo el varón bautizado recibe válidamente la sagrada ordenación” (CIC, c. 1024). Jesucristo, quiso que quienes habían de ejercer visiblemente el oficio sacerdotal en su nombre fueran varones; por eso sólo eligió a los Apóstoles entre sus discípulos varones. Con palabras del catecismo: “El Señor Jesús eligió a hombres para formar el Colegio de los doce Apóstoles” (Mc 3: 14-19) y los Apóstoles hicieron lo mismo cuando eligieron a sus colaboradores que les sucederían en su tarea. Quedan, pues, excluidas las mujeres, de acuerdo con la práctica permanente de la Iglesia.

El motivo de esta actitud es la fidelidad a un dato evangélico y apostólico. Cabe pensar que con esta decisión Cristo quiso recalcar que el sacerdote celebra la Misa in persona Christi y que, por el simbolismo sacramental, conviene que haya una semejanza natural entre él y Cristo, que fue varón.[2]

La Iglesia siempre ha reaccionado frente a los intentos de conferir el sacerdocio a la mujer, por más cualidades humanas y sobrenaturales que le adorne y por grande que pueda ser a veces la escasez de sacerdotes.

Los cincos primeros siglos se habla de algunas “diaconisas”, pero éstas, nunca fueron enumeradas entre el clero, ni tuvieron la función cultual de los diáconos.

En algunas ocasiones ha habido personas que han criticado esta actitud de la Iglesia, afirmando que la sociedad hebrea era machista, y como consecuencia de ello no se habría entendido que la mujer pudiera realizar funciones sacerdotales. Estas mismas personas son las que defienden que, dado que la sociedad actual ha roto muchas barreras por motivo del sexo (mujeres soldados, mujeres médicas, mujeres abogadas…), y dada la escasez de sacerdotes, la mujer pudiera recibir este sacramento. Ante esa crítica hemos de decir lo siguiente:

– Fue decisión de Cristo elegir sólo a varones, a pesar de que también había mujeres que le acompañaban y servían.

– No podemos acusar a Cristo de machista, pues si Él lo hubiera considerado conveniente, de igual modo que se saltó muchas otras costumbres hebreas y sociales, lo podría haber hecho con ésta; pero no lo hizo.

– La Iglesia así lo entendió, practicó y defendió siempre.

2.4 Y además de ser varón, ha de ser célibe

La vocación al sacerdocio lleva consigo el celibato, recomendado por el Señor. La obligación del celibato no es por exigencia de la naturaleza del sacerdocio, sino por ley eclesiástica (CIC c. 227).

Todos los ministros ordenados en la Iglesia latina, excepto los diáconos permanentes, son ordinariamente elegidos entre los hombres creyentes que viven como célibes y que tienen la voluntad de guardar el celibato por el Reino de los Cielos (Mt 19:12). Llamados a consagrarse totalmente al Señor y a sus cosas (1 Cor 7:32), se entregan enteramente a Dios y a los hombres.

La Iglesia quiere que los candidatos al sacerdocio abracen libremente el celibato por amor de Dios y servicio de los hombres. Es decir, el sacerdote sin familia está más libre para el apostolado; y la Iglesia, en dos mil años de experiencia, así lo ha advertido, y por eso exige el celibato a sus sacerdotes.

Pero, sobre todo, el celibato sacerdotal tiene un fundamento teológico: Cristo fue célibe, y el sacerdote es alter Christus (otro Cristo). El amor de Jesucristo es universal, igual para todos; sin los exclusivismos propios del amor matrimonial. Así debe ser el amor del sacerdote.

En los últimos cincuenta años, el tema de la obligación del celibato ha sido y es muy discutido. El Concilio Vaticano II, Pablo VI, el II Sínodo de obispos del 1971 trataron este tema en diferentes documentos y lo han ratificado. Juan Pablo II en 1979 reafirmó la postura del Magisterio de la Iglesia respecto al tema del celibato.

Todo esto nos demuestra, que a pesar de los ataques, la Iglesia posee una decidida voluntad por mantener la praxis antiquísima, pues aunque el celibato no es una exigencia de la naturaleza misma del sacerdocio, es muy conveniente.

De la Encíclica de Pablo VI, Sacerdotalis celibatus, podemos tomar algunas razones cristológicas y eclesiásticas que demuestran su conveniencia:
Mediante el celibato, los sacerdotes se pueden entregar de un modo más profundo a Cristo, pues su corazón no está dividido en diferentes amores.
Por su vocación, el sacerdote lleva una vida de total continencia, a ejemplo de la virginidad de Cristo.
Cristo no quiso para sí otro vínculo nupcial que el de su amor a los hombres en la Iglesia. Por lo tanto, el celibato sacerdotal facilita la participación del ministro de Cristo en su amor universal.
Con el celibato, la dedicación de los sacerdotes al servicio de los hombres, es más libre, en Cristo y por Cristo.
Toda la persona del sacerdote le pertenece a la Iglesia, la cual tiene a Cristo como esposo.
El celibato le facilita al sacerdote ejercer la paternidad de Cristo.

No debemos olvidar que el celibato es un don de Dios, otorgado por Él a ciertas personas. Por lo tanto, la Iglesia aunque no se lo puede imponer a nadie, si puede exigirlo a aquellos que desean ser sacerdotes.

2.5 Irregularidades e impedimentos para recibir el sacramento del Orden

Quedan excluidos de la recepción de las órdenes quienes estén afectados por algún impedimento, tanto perpetuo, que recibe el nombre de irregularidad, como simple.

Las irregularidades son impedimentos perpetuos que impiden recibir lícitamente el orden sagrado. Han sido establecidas por la Iglesia en atención a la reverencia que se debe a los ministros sagrados.

Canon 1041 – Son irregulares para recibir órdenes:
quien padece alguna forma de amencia u otra enfermedad psíquica por la cual, según el parecer de los peritos, queda incapacitado para desempeñar rectamente el ministerio;
quien haya cometido el delito de apostasía, herejía o cisma;
quien haya atentado matrimonio, aun sólo civil, estando impedido para contraerlo, bien por el propio vínculo matrimonial, o por el orden sagrado o por voto público perpetuo de castidad, bien porque lo hizo con una mujer ya unida en matrimonio válido o ligada por ese mismo voto;
quien haya cometido homicidio voluntario o procurado el aborto habiéndose verificado éste, así como todos aquellos que hubieran cooperado positivamente;
quien dolosamente y de manera grave se mutiló a sí mismo o a otro, o haya intentado suicidarse;
quien haya realizado un acto de potestad de orden reservado o a los obispos o los presbíteros, sin haber recibido ese orden o estándole prohibido su ejercicio por una pena canónica declarada o impuesta;
Los impedimentos e irregularidades han de interpretarse estrictamente (CIC, c. 18); su numeración constituye un numerus clausus, por lo que no cabe apreciar la existencia de algunos más por analogía.

Canon 1042 – Los simples impedimentos son:
estar casado;
desempeñar un cargo o tarea de administración prohibido a los clérigos;
haber sido bautizado recientemente y, por tanto, no estar suficientemente probado.



3. Efectos del sacramento del Orden

Por la ordenación sagrada, el sacerdote es constituido ministro de Dios y dispensador de los tesoros divinos (1 Cor 4:1). Con este sacramento, el ordenado recibe una serie de efectos sobrenaturales que le ayudan a cumplir su misión, siendo los principales: el carácter indeleble, la potestad espiritual, el aumento de gracia santificante y la concesión de la gracia sacramental que le es propia a este sacramento (DS 3858).

Como se desprende de los textos bíblicos (2 Tim 1: 6-7) y litúrgicos, la ordenación confiere una participación de la plena y suprema potestad de Cristo, la cual capacita al candidato para determinadas funciones cultuales -cuya cumbre es la Santa Misa-, la edificación del Cuerpo místico por el magisterio y el gobierno en la forma y medida propias de cada grado sacramental del Orden.

3.1 Confiere carácter

Los obispos en la ordenación no dicen en vano: “Recibe el Espíritu Santo…” (DS 1774). El Espíritu unge, consagra a los candidatos para siempre, sellándolos con un carácter peculiar. Este carácter presupone el carácter bautismal y el de la Confirmación, pero es distinto de ellos -no es sólo un grado superior de los mismos. Este carácter configura al que se ordena con Cristo[3], Cabeza del Cuerpo Místico; lo cual le faculta para participar de un modo muy especial en su sacerdocio y en su triple función. Por eso el sacerdote se convierte en:

– ministro autorizado de la palabra de Dios, participando del poder de enseñar;

– ministro de los sacramentos, participando del poder de santificar. De modo especial se convierte en ministro de la Eucaristía, por lo que su oficio principal es la celebración del Santo Sacrificio del Altar;

– ministro del pueblo de Dios, participando del poder de gobernar. Así, entra a formar parte de la Jerarquía eclesiástica, de modo distinto según su grado propio. Adquiere una potestad espiritual para conducir a los fieles a su fin sobrenatural eterno.

El carácter difiere en cada grado sacramental del Orden, según las funciones, especialmente cultuales, de obispos, presbíteros y diáconos.

La indelebilidad objetiva del carácter hace que cada grado del Orden no pueda recibirse más de una vez (DS 1767). Un sujeto válidamente ordenado puede ciertamente, por causas graves, ser liberado de las obligaciones y las funciones vinculadas a la ordenación, o se le puede impedir ejercerlas (CIC c. 290-293; 1336, §1, 3 y 5; 1338, §2), pero no puede convertirse de nuevo en laico en sentido estricto (Concilio de Trento: DS 1774) porque el carácter impreso por la ordenación es para siempre.

3.2 Otorga una potestad espiritual

En la Jerarquía de la Iglesia, de la que se forma parte en virtud del sacramento del Orden, podemos distinguir dos planos:
La jerarquía de orden: está formada por los obispos, presbíteros y diáconos. Su finalidad es ofrecer el Santo Sacrificio y administrar los sacramentos.
La jerarquía de jurisdicción (que supone la anterior): está formada por el Papa y los obispos en comunión con él (o quienes, en el derecho canónico, se equiparan a los obispos). Los presbíteros y diáconos se insertan en ella a través de su colaboración con su obispo respectivo.

3.3 Produce un aumento de la gracia santificante.

Al igual que los demás sacramentos de vivos, el sacramento del orden aumenta la gracia santificante de la persona que lo recibe (DS 1326).

3.4 Otorga una gracia sacramental propia

Además, el sacramento del Orden confiere a los que no ponen él obstáculo del pecado grave, una nueva y peculiar gracia y una peculiar ayuda, por las cuales, con tal de que secunde fielmente con su libre cooperación, podrá responder de manera ciertamente digna y animosa a los arduos deberes del ministerio recibido (DS 3756). La gracia del Espíritu Santo propia de este sacramento es la de ser configurado con Cristo Sacerdote, Maestro y Pastor, de quien el ordenado es constituido ministro (CEC, n. 1585).

Para el obispo, es en primer lugar la gracia de guiar y defender con fuerza y prudencia a su Iglesia como padre y pastor, tal como nos dice el ritual:

“Concede, Padre que conoces los corazones, a tu siervo que has elegido para el episcopado, que apaciente tu santo rebaño y que ejerza ante ti el supremo sacerdocio sin reproche sirviéndote noche y día; que haga sin cesar propicio tu rostro y que ofrezca los dones de tu santa Iglesia, que en virtud del espíritu del supremo sacerdocio tenga poder de perdonar los pecados según tu mandamiento, que distribuya las tareas siguiendo tu orden y que desate de toda atadura en virtud del poder que tú diste a los apóstoles; que te agrade por su dulzura y su corazón puro, ofreciéndote un perfume agradable por tu Hijo Jesucristo”.[4]

El don espiritual que confiere la ordenación presbiteral está expresado en esta oración. El obispo, imponiendo la mano, dice:

“Señor, llena del don del Espíritu Santo al que te has dignado elevar al grado de presbítero para que sea digno de presentarse sin reproche ante tu altar, de anunciar el Evangelio de tu Reino, de realizar el ministerio de tu palabra de verdad, de ofrecerte dones y sacrificios espirituales, de renovar tu pueblo mediante el baño de la regeneración; de manera que vaya al encuentro de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo, tu Hijo único, el día de su segunda venida, y reciba de tu inmensa bondad la recompensa de una fiel administración de su orden”.[5]

En cuanto a los diáconos, se dice la siguiente oración:

“Fortalecidos, en efecto, con la gracia […] del sacramento, en comunión con el obispo y sus presbíteros, están al servicio del Pueblo de Dios en el ministerio de la liturgia, de la palabra y de la caridad”.



4. Deberes del ordenado

Deberes que podemos resumir en: santidad personal, obediencia a su superior (presbítero, obispo, papa), desempeñar con fidelidad las tareas encomendadas, y no aquellas que puedan obstaculizar o rebajar su ministerio, ser célibe, vestir el traje talar, rezar el Santo Breviario…

El contacto con las cosas sagradas y el ministerio para el que son ordenados los candidatos exigen, una honda santidad personal tanto por relación a la santidad de Dios, cuyos misterios tratan, como a la de los laicos, en favor de los cuales son constituidos instrumentos vivos de Cristo sacerdote. Por eso la Iglesia, dando por supuesta la gracia de Dios, sin la cual el ejercicio conveniente del ministerio sería imposible, exige a sus ministros un tenor de vida que les permita cooperar a dicha gracia singular.[6] Así lo expresa san Gregorio Nacianceno:

“Es preciso comenzar por purificarse antes de purificar a los otros; es preciso ser instruido para poder instruir; es preciso ser luz para iluminar, acercarse a Dios para acercarle a los demás, ser santificado para santificar, conducir de la mano y aconsejar con inteligencia”.[7]

Todos aquellos que han recibido el sacramento del Orden tienen la obligación de mostrar respeto y obediencia al Papa y a su Ordinario propio; es decir, a su obispo. Aceptando y desempeñando con fidelidad las tareas encomendadas por el Ordinario del lugar.

Los sacerdotes deben de vestir el traje eclesiástico marcado por la Conferencia Episcopal donde sea posible. Esto tiene como finalidad, no solamente el decoro externo, sino que con ello da testimonio público de su pertenencia a Dios y su propia identidad (CIC, c. 284).

El Sacramento del Orden confiere a los que lo reciben una misión y una dignidad especial, causa por la cual la Iglesia no permite que se ejerzan ciertas actividades, que podrían obstaculizar o rebajar su ministerio. Por ello, no permite que participen en cargos públicos que suponen una participación en los poderes civiles. No deben administrar bienes que son propiedades de laicos. Tampoco es conveniente que sean fiadores. No está permitido ejercer el comercio, ni participar en sindicatos o partidos políticos.

Por todo lo que se ha dicho antes, podemos concluir que los sacerdotes necesitan una formación especial que les permita desempeñar cabal y eficientemente la misión que les ha sido encomendada. La cual debe estar centrada en lo fundamental de su misión: enseñar el Evangelio, administrar los sacramentos y dirigir a los fieles.



5. Grados del sacramento del Orden

El ministerio eclesiástico, instituido por Dios, está ejercido en diversos órdenes que ya desde antiguo reciben los nombres de obispos, presbíteros y diáconos.

La doctrina católica, expresada en la liturgia, el magisterio y la práctica constante de la Iglesia, reconoce que existen dos grados de participación ministerial en el sacerdocio de Cristo: el episcopado y el presbiterado. El diaconado está destinado a ayudarles y a servirles. Por eso, el término sacerdos designa, en el uso actual, a los obispos y a los presbíteros, pero no a los diáconos. Sin embargo, la doctrina católica enseña que los grados de participación sacerdotal (episcopado y presbiterado) y el grado de servicio (diaconado) son los tres conferidos por un acto sacramental llamado ordenación (CEC, n. 1554). No son, por tanto, sacramentos diversos sino grados de un mismo sacramento.

5.1 El episcopado

Entre los diversos ministerios que existen en la Iglesia, ocupa el primer lugar el ministerio de los obispos que, a través de una sucesión que se remota hasta el principio, son los transmisores de la semilla apostólica(CEC, n. 1555).

En orden a la consagración de la Eucaristía su potestad no excede a la de los presbíteros, pero sí la excede en:
conferir el sacramento del Orden (CIC, c. 1012);
terminar el ciclo de la iniciación cristiana confiriendo el sacramento de la Confirmación (CIC, c. 882);
de ordinario, se reserva también a los obispos la consagración de los santos óleos (CIC, c 880);
el derecho a predicar en cualquier lugar (CIC, c. 763);
el ser colocados al frente de las diócesis o Iglesias locales y gobernarlas con potestad ordinaria, bajo la autoridad del Romano Pontífice (CIC, cc. 375-376); pero tiene al mismo tiempo con todos sus hermanos en el episcopado colegialmente, la solicitud de todas las Iglesias (CEC, n. 1566).
le corresponde, en su diócesis, dictar normas sobre el seminario (CIC, c. 259), sobre la predicación (c. 772), sobre la liturgia (c. 838), etc.

Además, son los obispos quienes conceden a los presbíteros cualquier poder de régimen que puedan tener sobre los demás fieles, y el encargo de predicar la palabra divina.

5.2 El presbiterado

El presbítero, aunque no tienen la plenitud del sacerdocio y depende del obispo en el ejercicio de su potestad, tiene el poder de:
consagrar el Cuerpo y la Sangre de Cristo;
perdonar los pecados;
ayudar a los fieles con las obras y la doctrina;
administrar aquellos otros sacramentos que no requieran necesariamente el orden episcopal.

5.3 El diaconado

El diácono, asiste al sacerdote en determinados oficios; por ejemplo:
en las funciones litúrgicas, en conformidad con los respectivos libros;
administrando el bautismo;
reservando y distribuyendo la Eucaristía, llevando el Viático a los moribundos y dando la bendición con el Santísimo;
asistir al Matrimonio donde no haya sacerdote, etc.

En el próximo artículo haremos un estudio detallado del diaconado permanente y veremos las particularidades que éste tiene.

Padre Lucas Prados

[1] San Epifanio, Panarion 75,3: PG 42,507; Constitutiones Apostolorum, ed. Funk, I, Paderborn 1905, 201 y 531.

[2] Pablo VI, rescripto al Arzobispo de Canterbury de 30 nov 1975y 23 mar 1976: AAS 68. Cfr Juan Pablo II, Mulieris Dignitatem 26-27; Id, Carta apostólica Ordinatio sacerdotalis; Congregación para la Doctrina de la Fe, Decreto Inter insigniores; Id., Respuesta a una duda presentada acerca de la doctrina de la Carta Apostostólica Ordinatio Sacerdotalis.

[3] Santo Tomás de Aquino, Comentario al IV libro de las Sentencias, dist. 4, q. 1, ad. 2; dist. 3 q. 63 a. 3.

[4] San Hipólito Romano, Traditio Apostolica 3

[5] Liturgia Byzantina, Oratio chirotoniae presbyteralis: “Eukológion to méga”.

[6] cfr. Vaticano II, Decreto Presbyterorum Ordinis, 13-17; Constitución Lumen gentium, 28-29.

[7] San Gregorio Nacianceno, Oratio 2, 71


FUENTE: adelantelafe.com


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