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"A MIS SACERDOTES" De Concepción Cabrera de Armida. CAPITULO XXV: Aseo.

MENSAJES DE NUESTRO SEÑOR
 JESUCRISTO PARA SUS PREDILECTOS. 

(“A mis Sacerdotes” de Concepción Cabrera de Armida) 

XXV 

ASEO 

Otra de las espinas que tengo en muchos de mis sacerdotes es el poco aseo en sus personas y en las cosas del culto, pero sobre todo respecto de los Sagrarios. 

¡Tocar con cuerpos sucios- al celebrar, al dar la comunión- tocar, digo, al que es el esplendor del Padre, a la Pureza misma! ¡Habitar Yo, el Dios de la luz, la Limpieza por esencia, en Sagrarios sucios y posarme en lienzos manchados! 

Yo, solo como hombre y en mi humildad sin término, pasaría por todo sin quejarme; pero soy Dios hombre, y Yo mismo, en cuanto hombre, sé honrar a la Divinidad mía, una con la del Padre y del Espíritu Santo. Como hombre tengo que darle su lugar a Dios; como puro hombre –si esto fuera posible en Mí-, nada exigiría, nada pediría; pero como soy al mismo tiempo Dios y hombre, exijo pulcritud y suma limpieza en lo relativo al culto divino, aun en lo material. Y aunque tengo en más aprecio la limpieza interior que la exterior, me lastima la falta de cuidado, porque implica falta de fe y falta de amor. 

Me agradaría que se formara una comisión para cerciorarse de la limpieza y que cesara este mal que ha cundido más de lo que se cree. Na bastan las Visitas pastorales; Yo quisiera una vigilancia más asidua para enterarse de este punto que lastima mi delicadeza. No pido riquezas, pero si grande limpieza y aseo. 

¡Si vieran las vergüenzas que paso ante mi Padre Celestial, con estos descuidos increíbles de los míos en lo que debiera ser asunto primordial de mis sacerdotes! 

Los vasos sagrados a veces no serían dignos de presentarse al mundo más bajo, ¡y ahí estoy Yo, con mi Cuerpo, mi Sangre y mi Divinidad! ¡Los corporales!... ¡Cuántas veces me repugna reposar en ellos sacramentado! Las manos sucias de algunos sacerdotes me repelen; y ahí estoy, y me dejo coger, manejar, poner y quitar siempre callado y obediente, siempre en silencio, sonrojándome ante mi Padre amado ante la mirada de los ángeles que se cubren el rostro, que llorarían si pudieran al verme tratado así. 

Pero aunque este trato exterior e indigno me lastima, lo que más hiere mi Corazón es la falta de fe viva en mis sacerdotes, la rutina con que se acostumbrar tratar lo santo y al Santo de los santos. 

Me duele también el descuido en las rúbricas sagradas y el poco aprecio o ninguno que hacen de ellas algunos sacerdotes. 

Me lastiman esas maneras tan poco finas de dar la comunión, de exponerme en la Custodia y hasta de omitir palabras que debieran pronunciar y que no lo hacen por sus prisas, por su fastidio; y administran los sacramentos (por ejemplo, bautismos, confesiones, etc.), por salir del paso, sin darles todo el peso divino y santo que los sacramentos merecen. 

Y ¿de qué viene todo esto? De la falta de amor, repito; de que toman los deberes sacerdotales y santos como una carga pesada y molesta; de que no miden lo sublime de su cargo y de sus deberes para con Dios y para con las almas, de que se familiarizan con el Altar y no lo respetan ni lo dan a respetar como debieran hacerlo. 

¡Ay! ¿Quién recibirá estas quejas de mi Corazón herido? ¿Quién las hará saber a quienes deben remediar estas arbitrariedades en mi Iglesia? 

Muchos sacerdotes, al no amarme a Mí, tampoco aman a la Iglesia, y esto para Mí es horrible, por tratarse de sus mismos ministros en donde ella descansa. Ven como cosa de poco más o menos mi honra y abusan de sus bondades y desbordan mi Iglesia, que llora no sólo la pérdida de sus hijos, sino también el descuido inaudito y la poca finura y delicadeza con que la tratan lo que son más que sus hijos. 

Y la Iglesia, como quien dice, soy Yo; y el alma de la Iglesia es el Espíritu Santo; y ni a Mí, ni al Espíritu Santo, ni al cuerpo de la Iglesia que son los fieles, les hacen caso. No reflexionan ni se hacen el cargo de la sublime dignidad y grandeza de la Iglesia. Esposa inmaculada del Cordero, Esposa espiritual también suya; y es que falta solidez, penetración, seriedad en esos corazones ligeros que no se detienen a considerar la gracia insigne y sin precio que han recibido del cielo con la vocación sacerdotal. 

Pero, ¿es difícil que un sacerdote sea así con todas esas cualidades? 

Difícil, no. Porque al recibir al Espíritu Santo, reciben sus Dones y quedan sus almas consagradas a Mí. Claro está que tienen que luchar, como hombres, con la tierra natural del hombre; pero por eso mismo, un sacerdote no debe vivir a lo natural, sino a lo sobrenatural y divino. Está en la tierra, pero también en el cielo; tiene que tocar el polvo, pero con alas y suficientes fuerzas para emprender el vuelo a lo alto sobre las miserias humanas. ¿Quién puede creer que Yo sea injusto y que le reclame cosas que no pueden hacer? 

Al darles la vocación, al concederles la oración sacerdotal, al admitirlos a los Altares, Yo abundo y sobreabundo en gracias especiales, en gracias de estado; y por eso reclamo el servicio que me pertenece, el celo, la fidelidad que me juraron, y el amor, el amor divino del que debieran estar poseídos sus corazones. 

Además, es una gran gracia para ellos que Yo reclame mis derechos, que Yo haga llegar a sus oídos mis quejas, que mi palabra dolorida llegue hasta sus corazones. Porque si pido remedio para sostener la dignidad de la Trinidad y de la Iglesia, les hago una merced muy grande, quitándoles si me escuchan, pecados, faltas, purgatorio y ¡ay! hasta el infierno. 

Entiéndase que Yo no me quejo por deshonrar a los sacerdotes. Me quejo, si bien es cierto para quitar ofensas a mi Padre y al Espíritu Santo y espinas a mi Corazón, también lo hago para el bien de los sacerdotes y por la honra inmaculada de mi Iglesia, a quien se debe dar gloria, y lustre, y honor e todos los sentidos, interior y exteriormente. 

Con esto, también ganarán las almas en muchos sentidos, en grandes escalas que sólo Yo veo, y se quitarán muchas murmuraciones y ocasiones de ofenderme. 

Deben reaccionar todos los sacerdotes: los buenos enfervorizándose más; los tibios, recibiendo mi Palabra como el paralítico del Evangelio: -“Levántate y anda”-, activándose en el amor y el sacrificio; y los malos, llorando sus pecados y convirtiéndose a Mí. 

Yo soy todo caridad y no puedo moverme sin esparcirla; soy amor y no puedo dar más que amor, y mis advertencias, y mis quejas, y aun mis castigos en este mundo, son amor, sólo amor, puro amor… Si tengo en la otra vida que usar la justicia, mi justicia entonces también es amor. Pero ¿cómo? Porque el amor todo lo perdona, todo lo olvida; pero no puede perdonar el amor la falta de amor: ésa es la única cosa que no perdona el amor…” 

Que el Espíritu Santo y la Virgen María los transforme en otros Jesús,


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“A los Sacerdotes, hijos predilectos de la Virgen Santísima.” 

Las acechanzas de mi adversario 

“Dejaos conducir siempre por Mí, hijos míos predilectos, con la mayor confianza a mi Corazón Inmaculado. 

Para ser dóciles a mis órdenes, para formar mi ejército invencible, debéis resistir a las acechanzas de mi Adversario, que en estos tiempos más que nunca, se ha desatado contra vosotros. 

Os quiere llevar a la desconfianza y al desánimo; os hace sufrir con su acción astuta y engañosa. 

Hasta os quiere hacer dudar de que no sois ni mis elegidos, ni mis predilectos, poniéndose insistentemente delante de vuestra gran miseria y haciéndoos sentir toda vuestra humana fragilidad. 

Para llevaros a la parálisis del espíritu y haceros así inofensivos, lanza contra vosotros toda clase de tentaciones. 

Estad alerta, hijos míos predilectos, éstas son las acechanzas de mi Adversario. 

Ésta es el arma secreta que emplea contra vosotros; es su mordedura venenosa con que intenta hacer daño a este pequeño talón mío. 

Vuestra Madre quiere descubriros hoy su trama y poneros en guardia contra sus insidias. 

Vosotros sois mis lirios y por eso os atormenta con imágenes, fantasías y tentaciones impuras.

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