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A LOS AMIGOS DE LA CRUZ (Cuarta Parte)


Por San Luis María
Grignión de Montfort

«Y me siga»
Pero no basta sufrir, el demonio y el mundo tienen sus mártires. Hay que sufrir y llevar la cruz en pos de Jesucristo: ¡me siga! Es decir, hay que llevar la cruz como la llevó él. Para lograrlo, he aquí las reglas que debéis guardar:

Las catorce reglas

No buscarte cruces


1. No os busquéis cruces de propósito y por cuenta propia. No hay que hacer el mal para que se logre el bien. Sin inspiración especial, no hay que hacer las cosas mal, para atraerse el desprecio de los hombres. Sino imitar a Jesucristo, de quien se dijo: ¡Qué bien lo hace todo! (Mc. 7,37) No se debe obrar por amor propio o vanidad, sino para agradar a Dios y convertir al prójimo. Si os dedicáis a cumplir con vuestros deberes lo mejor posible, no os faltarán contradicciones, persecuciones ni desprecios. La divina Providencia os los enviará sin que vosotros lo queráis o elijáis.

Tener en cuenta el bien del prójimo

2. Si os disponéis a hacer algo en sí indiferente, que -aunque sin motivo- pudiera escandalizar al prójimo, absteneos de hacerlo por caridad, para evitar el escándalo de los débiles. El acto heroico de caridad que hacéis en esta circunstancia vale infinitamente más de lo que hacíais o querías hacer.

Pero, si el bien que vais a hacer es necesario o útil al prójimo, aunque algún fariseo o espíritu malintencionado se escandalice sin motivo, consultad a una persona prudente para saber si lo que hacéis es necesario o útil al prójimo en general. Si ella lo juzga así, proseguid vuestra obra y dejadles hablar, con tal que os dejen actuar. Contestad entonces como nuestro Señor a algunos discípulos suyos cuando vinieron a decirles que los escribas y fariseos estaban escandalizados por sus palabras y acciones: Dejadlos; son ciegos (Mt. 15, 14)

No pretender actuar como los grandes santos

3. Algunos santos y varones ilustres pidieron, buscaron e incluso se procuraron cruces, desprecios y humillaciones mediante actuaciones ridículas. Adoremos y admiremos la actuación extraordinaria del Espíritu Santo en sus almas y humillémonos a la vista de virtud tan sublime. Pero no pretendamos volar tan alto; pues, comparados con estas águilas veloces y estos leones rugientes, no somos más que gallinas mojadas y perros muertos.

Pedir a Dios la sabiduría de la cruz

4. Sin embargo, podéis y debéis pedir la sabiduría de la cruz; ciencia sabrosa y experimental de la verdad que permite contemplar, a la luz de la fe, los misterios más ocultos; entre ellos, el de la cruz. Sabiduría que no se alcanza sino mediante duros trabajos, profundas humillaciones y fervientes oraciones. Si necesitáis este espíritu generoso, que ayuda a llevar con valor las cruces más pesadas; este espíritu bueno y suave, que hace saborear -en la parte superior del alma- las amarguras más repugnantes; este espíritu puro y recto, que sólo busca a Dios; esta ciencia de la cruz, que encierra todas las cosas; en una palabra, este tesoro infinito que nos hace partícipes de la amistad de Dios, pedid la sabiduría; pedidla incesante e insistentemente, sin titubeos, sin temor de no alcanzarla, e infaliblemente la obtendréis. Entonces comprenderéis, por experiencia propia, cómo se puede llegar a desear, buscar y saborear la cruz.

Humillarse por las propias faltas, pero sin turbación

5. Cuando por ignorancia, o aun por culpa vuestra, cometáis alguna torpeza que os acarree alguna cruz, humillaos inmediatamente dentro de vosotros mismos bajo la poderosa mano de Dios, sin turbación voluntaria, diciendo -por ejemplo- en vuestro interior: «¡Estos son, Señor, los frutos de mi huerto!» Y si en vuestra falta hubiere algún pecado, aceptad la humillación como castigo de vuestro orgullo.

Muy a menudo, Dios permite que sus mejores servidores, los más elevados en gracia, cometan faltas de las más humillantes para empequeñecerlos a sus propios ojos y delante de los hombres, para quitarles la vista y el pensamiento orgulloso de las gracias que El les comunica y el bien que hacen, de modo que ningún mortal pueda gloriarse ante Dios (1 Cor. 1,29), como dice el Espíritu Santo.

Dios nos humilla para purificarnos

6. Tened la plena seguridad de que cuanto hay en nosotros se halla completamente corrompido por el pecado de Adán y por nuestros pecados actuales. No sólo los sentidos del cuerpo, sino también todas las potencias del alma. Por eso, cuando nuestro espíritu corrompido mira algún don de Dios en nosotros, pensando en él y saboreándolo, ese don, esa acción, esa gracia se manchan y corrompen totalmente y Dios aparta de ella su divina mirada. Si ya las miradas y pensamientos humanos echan a perder así las mejores acciones y los dones más excelentes, ¿qué diremos de los actos de la voluntad propia, aún más corrompidos que los actos del entendimiento?

No nos extrañemos, pues, de que Dios se complazca,.en ocultar a los cuyos al amparo de su rostro para que no los manchen las miradas de los hombres ni su propio conocimiento. Y para mantenerlos ocultos, ¡qué cosas no permite y hace ese Dios celoso! ¡Cuántas humillaciones les procura! ¡Cuántos tropiezos permite! ¡En cuántas tentaciones permite que se vean envueltos, como San Pablo! ¡En qué incertidumbres, tinieblas y perplejidades les deja! ¡Oh! ¡Cuán admirable es Dios en sus santos y en los caminos por los cuales los conduce a la humildad y a la santidad.

Evitar los engaños del orgullo

7. ¡Mucho cuidado! No vayáis a creer -como los devotos orgullosos y engreídos- que vuestras cruces son grandes, que son prueba de vuestra fidelidad y testimonio de un amor singular de Dios por vosotros. Este engaño del orgullo espiritual es muy sutil e ingenioso, pero lleno de veneno. Pensad más bien: Que vuestro orgullo y delicadeza os llevan a considerar como vigas las pajas, como llagas las picaduras, como elefantes los ratones; una palabrita que se lleva el viento -una nadería en realidad-, como una injuria atroz y un cruel abandono; que las cruces que Dios os manda no son en realidad sino castigos amorosos por vuestros pecados y no pruebas de una benevolencia especial; que por más cruces y humillaciones que Dios os envíe, os perdona infinitamente más, dado el número y la gravedad de vuestros crímenes. En efecto, éstos hay que considerarlos a la luz de la santidad de Dios, que no soporta nada impuro y a quien vosotros habéis ofendido; a la luz de un Dios que muere, abrumado de dolor a causa de vuestros pecados; al trasluz de un infierno eterno, que habéis merecido mil y quizás cien mil veces;

Que mezcláis lo humano y natural, mucho más de lo que creéis, con la paciencia con que padecéis; prueba de ello son esos miramientos, esa velada búsqueda de consuelos, esas efusiones tan naturales con los amigos y tal vez con vuestro director espiritual, esas disculpas rebuscadas e inmediatas, esas quejas -o más bien maledicencias contra quienes os han hecho daño- tan bien formuladas y tan caritativamente dichas, ese volver y revolver deleitosamente los propios males, esa creencia luciferina de que sois de gran valía, etc. No acabaría nunca si quisiera describir aquí las vueltas y revueltas de la naturaleza, incluso en los sufrimientos.

Aprovechar los sufrimientos pequeños más que los grandes

8. Aprovechad los sufrimientos pequeños más aún que los grandes. Dios no repara tanto en lo que se sufre cuanto en cómo se sufre. Sufrir mucho, pero mal, es sufrir como condenados; sufrir mucho y con valor, pero por una causa mala, es sufrir como mártires del demonio; sufrir poco o mucho por Dios, es sufrir como santos.

Si podernos escoger nuestras cruces, optemos por las mas pequeñas y deslucidas cuando se presenten junto a grandiosas y espléndidas. El orgullo natural puede pedir, buscar y aun escoger cruces grandiosas y brillantes. Pero escoger y llevar alegremente las cruces pequeñas y sin brillo sólo puede ser efecto de una gracia singular y de una fidelidad particular a Dios.

Actuad, pues, como el mercader en su mostrador, sacad provecho de todo, no desperdiciéis ni la menor partícula de la cruz verdadera, aunque sólo sea la picadura de un mosquito o de un alfiler, las insignificantes singularidades del vecino, una pequeña injuria involuntaria, la pérdida de algunos centavos, un ligero malestar, etc. Sacad provecho de todo, como el tendero en su tienda, y os enriqueceréis según Dios, como se enrique él colocando centavo sobre centavo en su mostrador. A la menor contrariedad que os sobrevenga, decid: «¡Bendito sea Dios! ¡Gracias, Dios mío!» Guardad luego en la memoria de Dios -que es como vuestra alcancía- la cruz que acabáis de ganar y no os acordéis más de ella sino para decir: «¡ Mil gracias, Señor!» o «¡Misericordia!»

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