EL INFIERNO
SUEÑO 68.—AÑO DE 1860.
Parte 2
(M. B. Tomo IX, págs. 166-181)
Llevaba los cabellos desgreñados,
en parte erizados sobre la cabeza y en parte echados hacia atrás por efecto del
viento y los brazos tendidos hacia adelante, en actitud como de quien nada para
salvarse del naufragio. Quería detenerse y no podía. Tropezaba continuamente
con los guijarros salientes del camino y aquellas piedras servían para darle un
mayor impulso en la carrera.
—Corramos, detengámoslo,
ayudémosle— gritaba y tendiendo las manos hacia él. Y el guía: —No; déjalo. —
¿Y por qué no puedo detenerlo? — ¿No sabes lo tremenda que es la venganza de
Dios? ¿Crees que podrías detener a uno que huye de la ira encendida del Señor?
Entretanto aquel joven, volviendo
la cabeza hacia atrás y mirando con los ojos encendidos si la ira de Dios le seguía
siempre, corría precipitadamente hacia el fondo del camino, como si no hubiese
encontrado en su huida otra solución que ir a dar contra aquella puerta de
bronce.
— ¿Y por qué mira hacia atrás con
esa cara de espanto?, — pregunte yo—.
—Porque la ira de Dios traspasa
todas las puertas del infierno e irá a atormentarle aún en medio del fuego. En
efecto, como consecuencia de aquel choque, entre un ruido de cadenas, la puerta
se abrió de par en par. Y tras ella se abrieron al mismo tiempo, haciendo un
horrible fragor, dos, diez, cien, mil, otras puertas impulsadas por el choque
del joven, que era arrastrado por un torbellino invisible, irresistible,
velocísimo.
Todas aquellas puertas de bronce,
que estaban una delante de otra, aunque a gran distancia, permanecieron abiertas
por un instante y yo vi, allá a lo lejos, muy lejos, como la boca de un horno,
y mientras el joven se precipitaba en aquella vorágine pude observar que de
ella se elevaban numerosos globos de fuego. Y las puertas volvieron a cerrarse
con la misma rapidez con que se habían abierto. Entonces yo tomé la libreta
para apuntar el nombre y el apellido de aquel infeliz, pero el guía me tomó del
brazo y me dijo: —Detente —me ordenó—y observa de nuevo. Lo hice y pude ver un
nuevo espectáculo. Vi bajar precipitadamente por la misma senda a tres jóvenes
de nuestras casas que en forma de tres peñascos rodaban rapidísimamente uno
detrás del otro. Iban con los brazos abiertos y gritaban de espanto. Llegaron
al fondo y fueron a chocar con la primera puerta. [San] Juan Don Bosco al instante
conoció a los tres. Y la puerta se abrió y después de ella las otras mil; los
jóvenes fueron empujados a aquella larguísima galería, se oyó un prolongado
ruido infernal que se alejaba cada vez más, y aquellos infelices desaparecieron
y las puertas se cerraron. Muchos otros cayeron después de éstos de cuando en
cuando... Vi precipitarse en el infierno a un pobrecillo impulsado por los empujones
de un pérfido compañero. Otros caían solos, otros acompañados; otros cogidos
del brazo, otros separados, pero próximos. Todos llevaban escrito en la frente
el propio pecado. Yo los llamaba afanosamente mientras caían en aquel lugar.
Pero ellos no me oían, retumbaban las puertas infernales al abrirse y al
cerrarse se hacía un silencio de muerte.
—He aquí las causas principales
de tantas ruinas eternas —exclamó mi guía—: los compañeros, las malas lecturas
y las perversas costumbres. Los lazos que habíamos visto al principio eran los
que arrastraban a los jóvenes al precipicio. Al ver caer a tantos de ellos,
dije con acento de desesperación: —Entonces es inútil que trabajemos en
nuestros colegios, si son tantos los jóvenes que tienen este fin. ¿No habrá
manera de remediar la ruina de estas almas? Y el guía me contestó: —Este es
el estado actual en que se encuentran y si mueren en él vendrán a parar aquí
sin remedio. — ¡Oh, déjame anotar los nombres para que yo les pueda avisar y
ponerlos en la senda que conduce al Paraíso!
— ¿Y crees tú que algunos se
corregirían si les avisaras? Al principio el aviso les impresionará; después no
harán caso, diciendo: se trata de un sueño. Y se tornarán peores que antes.
Otros, al verse descubiertos, frecuentarán los Sacramentos, pero no de una
manera espontánea y meritoria, porque no proceden rectamente. Otros se confesarán
por un temor pasajero a caer en el infierno, pero seguirán con el corazón
apegado al pecado. — ¿Entonces para estos desgraciados no hay remisión?
Dame algún aviso para que puedan
salvarse. —Helo aquí: tienen los superiores, que los obedezcan; tienen el
reglamento, que lo observen; tienen los Sacramentos, que los frecuenten. Entretanto,
como se precipitase al abismo un nuevo grupo de jóvenes, las puertas
permanecieron abiertas durante un instante y: —Entra tú también— me dijo el
guía. Yo me eché atrás horrorizado. Estaba impaciente por regresar al Oratorio
para avisar a los jóvenes y detenerles en aquel camino; para que no siguieran
rodando hacia la perdición. Pero el guía me volvió a insistir: —Ven, que
aprenderás más de una cosa. Pero antes dime: ¿Quieres proseguir solo o
acompañado?
Esto me lo dijo para que yo
reconociese la insuficiencia de mis fuerzas y al mismo tiempo la necesidad de
subenévola asistencia; a lo que contesté: — ¿Me he de quedar solo en ese lugar
de horror? ¿Sin el consuelo de tu bondad? ¿Y quién me enseñará el camino del
retorno?
Y de pronto me sentí lleno de
valor pensando para mí: —Antes de ir al infierno es necesario pasar por el juicio
y yo no me he presentado todavía ante el Juez Supremo. Después exclamé
resueltamente: — ¡Entremos, pues!
Y penetramos en aquel estrecho y
horrible corredor. Corríamos con la velocidad del rayo. Sobre cada una de las puertas
del interior lucía con luz velada una inscripción amenazadora. Cuando
terminamos de recorrerlo desembocamos en un amplio y tétrico patio, al fondo
del cual se veía una rústica portezuela, cuyas hojas eran de un grosor como
jamás había visto y encima de la cual se leía esta inscripción: Ibunt impii in
ignem aeternum. Los muros en todo su perímetro estaban recubiertos de inscripciones.
Yo pedí a mi guía permiso para
leerlas y éste me contestó: ---Haz como te plazca. Entonces lo examiné todo. En
cierto sitio vi escrito lo siguiente: Dabo ignem in carnes eorum ut comburantur
in
sempiternum. Cruciabuntur die ac
nocte in saecula saeculorum. Y en otro lugar: Hic univérsitas malorum per omnia
saecula saeculorum. En otros: Nullus est hic ordo, sed horror sempiternus
inhabitat. — Fumus tormentorum suorum in aeternum ascendit. —Non est pax
impiis. —Clamor et stridor dentium.
Mientras yo daba la vuelta
alrededor de los muros leyendo estas inscripciones, el guía, que se había
quedado en el centro del patio, se acercó a mí y me dijo: —Desde ahora en
adelante nadie podrá tener un compañero que le ayude, un amigo que le consuele,
un corazón que le ame, una mirada compasiva, una palabra benévola: hemos pasado
la línea. ¿Tú quieres ver o probar? —Quiero ver solamente— respondí. —Ven,
pues, conmigo— añadió el amigo, y tomándome de la mano me condujo ante aquella
puertecilla y la abrió.
Esta ponía en comunicación con un
corredor en cuyo fondo había una gran cueva cerrada por una larga ventana con
un solo cristal que llegaba desde el suelo hasta la bóveda y a través del cual
se podía mirar dentro. Atravesé el dintel y avanzando un paso me detuve presa
de un terror indescriptible.
Vi ante mis ojos una especie de
caverna inmensa que se perdía en las profundidades cavadas en las entrañas de los
montes, todas llenas de fuego, pero no como el que vemos en la tierra con sus
llamas movibles, sino de una forma tal que todo lo dejaba incandescente y
blanco a causa de la elevada temperatura. Muros, bóvedas, pavimento, herraje,
piedras, madera, carbón; todo estaba blanco y brillante. Aquel fuego
sobrepasaba en calores millares y millares de veces al fuego de la tierra sin consumir
ni reducir a cenizas nada de cuanto tocaba. Me sería imposible describir esta
caverna en toda su espantosa realidad.
Mientras miraba atónito aquel
lugar de tormento veo llegar con indecible ímpetu un joven que casi no se daba cuenta
de nada, lanzando un grito agudísimo, como quien estaba para caer en un lago de
bronce hecho líquido, y que precipitándose en el centro, se torna blanco como
toda la caverna y queda inmóvil, mientras que por un momento resonaba en el
ambiente el eco de su voz mortecina.
Lleno de horror contemplé un
instante a aquel desgraciado y me pareció uno del Oratorio, uno de mis hijos.
—Pero ¿este no es uno de mis
jóvenes?, —pregunté al guía—. ¿No es fulano? —Sí, sí— me respondió. — ¿Y por
qué no cambia de posición? ¿Por qué está incandescente sin consumirse?
Y él: —Tú elegiste el ver y por eso
ahora no debes hablar; observa y verás. Por lo demás omnis enim igne salietur
et omnis uictima sale salietur.
Apenas si había vuelto la cara y
he aquí otro joven con una furia desesperada y a grandísima velocidad que corre
y se precipita a la misma caverna. También éste pertenecía al Oratorio. Apenas
cayó no se movió más. Este también lanzó un grito de dolor y su voz se
confundió con el último murmullo del grito del que había caído antes. Después llegaron
con la misma precipitación otros, cuyo número fue en aumento y todos lanzaban
el mismo grito y permanecían inmóviles, incandescentes, como los que les habían
precedido. Yo observé que el primero se había quedado con una mano en el aire y
un pie igualmente suspendido en alto. El segundo quedó como encorvado hacia la
tierra.
Algunos tenían los pies por alto,
otros el rostro pegado al suelo.Quiénes estaban casi suspendidos
sosteniéndose de un solo pie o de una sola mano; no faltaban los que estaban sentados
o tirados; unos apoyados sobre un lado, otros de pie o de rodillas, con las manos
entre los cabellos. Había, en suma, una larga fila de muchachos, como estatuas
en posiciones muy dolorosas. Vinieron aún otros muchos a aquel horno, parte me
eran conocidos y parte desconocidos. Me recordé entonces de lo que dice la
Biblia, que según se cae la primera vez en el infierno así se permanecerá para
siempre: Lignum, in quocumque loco cecíderit, ibi erit.
Al notar que aumentaba en mí el
espanto, pregunté al guía: — ¿Pero éstos, al correr con tanta velocidad, no se
dan cuenta que vienen a parar aquí? — ¡Oh!, sí que saben que van al fuego; les
avisaron mil veces, pero siguen corriendo voluntariamente al no detestar el
pecado y al no quererlo abandonar, al despreciar y rechazar la misericordia de
Dios que los llama a penitencia, y, por tanto, la justicia divina, al ser
provocada por ellos, los empuja, les insta, los persigue y no se pueden parar
hasta llegar a este lugar. — ¡Oh, qué terrible debe de ser
la desesperación de estos desgraciados que no tienen ya esperanza de salir de
aquí!—, exclamé. — ¿Quieres conocer la furia íntima y el frenesí de sus almas?
Pues, acércate un poco más—, me dijo el guía.
Di algunos pasos hacia adelante y
acercándome a la ventana vi que muchos de aquellos miserables se propinaban
mutuamente tremendos golpes, causándose terribles heridas, que se mordían como
perros rabiosos; otros se arañaban el rostro, se destrozaban las manos, se arrancaban
las carnes arrojando con despecho los pedazos por el aire. Entonces toda la
cobertura de aquella cueva se había trocado como de cristal a través del cual
se divisaba un trozo de cielo y las figuras luminosas de los compañeros que se
habían salvado para siempre.
Y aquellos condenados rechinaban
los dientes de feroz envidia, respirando afanosamente, porque en vida hicieron a
los justos blanco de sus burlas. Yo pregunté al guía: —Dime, ¿por
qué no oigo ninguna voz? —Acércate más— me gritó. Me aproximé al cristal de la
ventana y oí cómo unos gritaban y lloraban entre horribles contorsiones; otros blasfemaban
e imprecaban a los santos. Era un tumulto de voces y de gritos estridentes y
confusos que me indujo a preguntar a mi amigo: — ¿Qué es lo que dicen? ¿Qué es
lo que gritan?
Y él: —Al recordar la suerte de sus
buenos compañeros se ven obligados a confesar: Nos insensatam vitam illorum aestimabamus
insaniam et finem illorum sine honore. Ecce quómodo computati sunt inter filios
Dei et ínter sanctos sors illorum est. Ergo errávimus a vía veritatis.
Por eso gritan: Lassati sumus in
via iniquitatis et perdifionis. Erravimus per vias diffíciles, viam autem
Domini ignoravimus. Quid nobis profuit superbia? Transierunt omnia illa tamquam
umbra.
Estos son los cánticos lúgubres
que resonarán aquí por toda la eternidad. Pero gritos, esfuerzos, llantos son
ya completamente inútiles. Omnis dolor irruet super eos! Aquí no cuenta el
tiempo, aquí sólo impera la eternidad.
Mientras lleno de horror
contemplaba el estado de muchos de mis jóvenes, de pronto una idea floreció en
mimente. — ¿Cómo es posible —dije— que los que se encuentran aquí estén todos
condenados? Esos jóvenes, ayer por la noche estaban aún vivos en el Oratorio.
Y el guía me contestó: —Todos
ésos que ves ahí son los que han muerto a la gracia de Dios y si les
sorprendiera la muerte y si continuasen obrando como al presente, se
condenarían. Pero no perdamos tiempo,
prosigamos adelante. Y me alejó de aquel lugar por un corredor que descendía a
un profundo subterráneo conduciendo a otro aún más bajo, a cuya entrada se
leían estas palabras: Vermis eorum non moritur, et ignis non extinguitur...
Dabit Dominus omnipotens ignem et vermes in carnes eorum, ut urantur et
sentiant usque in sempiternum. Aquí se veían los atroces remordimientos de los
que fueron educados en nuestras casas.
El recuerdo de todos y cada uno
de los pecados no perdonados y de la justa condenación; de haber tenido mil medios
y muchos extraordinarios para convertirse al Señor, para perseverar en el bien,
para ganarse el Paraíso. El recuerdo de tantas gracias y promesas concedidas y hechas
a María Santísima y no correspondidas. ¡El haberse podido salvar a costa de un
pequeño sacrificio y, en cambio, estar condenado para siempre! ¡Recordar tantos
buenos propósitos hechos y no mantenidos! ¡Ah! De buenas intenciones
completamente ineficaces está lleno el infierno,dice el proverbio.
Y allí volví a contemplar a todos
los jóvenes del Oratorio que había visto poco antes en el horno, algunos de los
cuales me están escuchando ahora, otros estuvieron aquí con nosotros y a otros
muchos no los conocía. Me adelanté y observé que todos estaban cubiertos de
gusanos y de asquerosos insectos que les devoraban y consumían el corazón, los
ojos, las manos, las piernas, los brazos y todos los miembros, dejándolos en un
estado tan miserable que no encuentro palabras para describirlo. Aquellos desgraciados
permanecían inmóviles, expuestos a toda suerte de molestias, sin poderse
defender de ellas en modo alguno. Yo avancé un poco más, acercándome para que
me viesen, con la esperanza de poderles hablar y de que me dijesen algo, pero
ellos no solamente no me hablaron sino que ni siquiera me miraron. Pregunté
entonces al guía la causa de esto y me fue respondido que en el otro mundo noexiste
libertad alguna para los condenados: cada unosoporta allí todo el peso del
castigo de Dios sin variación alguna de estado y no puede ser de otra manera. Y
añadió: —Ahora es necesario que desciendas tú a esa región de fuego que acabas
de contemplar. — ¡No, no!, —repliqué aterrado—. Para ir al infierno es necesario
pasar antes por el juicio, y yo no he sido juzgado aún. ¡Por tanto no quiero ir
al infierno! —Dime —observó mi amigo—, ¿te parece mejor ir al infierno y
libertar a tus jóvenes o permanecer fuera de él abandonándolos en medio de
tantos tormentos?
Desconcertado con esta propuesta,
respondí: — ¡Oh, yo amo mucho a mis queridos jóvenes y deseo que todos se salven!
¿Pero, no podríamos hacer de manera que no tuviésemos que ir a ese lugar de
tormento ni yo ni los demás? —Bien —contestó mi amigo—, aún estás a tiempo, como
también lo están ellos, con tal que tú hagas cuanto puedas.
Mi corazón se ensanchó al
escuchar tales palabras y me dije inmediatamente: Poco importa el trabajo con
tal de poder librar a mis queridos hijos de tantos tormentos. —Ven, pues —continuó
mi guía—, y observa una prueba de la bondad y de la misericordia de Dios, que
pone en juego mil medios para inducir a penitencia a tus jóvenes y salvarlos de
la muerte eterna. Y tomándome de la mano me introdujo
en la caverna. Apenas puse el pie en ella me encontré de improviso transportado
a una sala magnífica con puertas de cristal. Sobre ésta, a regular distancia,
pendían unos largos velos que cubrían otros tantos departamentos que
comunicaban con la caverna.
El guía me señaló uno de aquellos
velos sobre el cual se veía escrito: Sexto Mandamiento; y exclamó: —La falta
contra este Mandamiento: he aquí la causa de la ruina eterna de tantos jóvenes.
—Pero ¿no se han confesado? —Se han confesado, pero las culpas contra la bella virtud
las han confesado mal o las han callado de propósito.
Por ejemplo: uno, que cometió
cuatro o cinco pecados de esta clase, dijo que sólo había faltado dos o tres
veces. Hay algunos que cometieron un pecado impuro en la niñez y sintieron
siempre vergüenza de confesarlo, o lo confesaron mal o no lo dijeron todo. Otros
no tuvieron el dolor o el propósito suficiente. Incluso algunos, en lugar de hacer
el examen, estudiaron la manera de engañar al confesor. Y el que muere con tal
resolución lo único que consigue es contarse en el número de los réprobos por
toda la eternidad. Solamente los que, arrepentidos de corazón, mueren con la
esperanza de la eterna salvación, serán eternamente felices. ¿Quieres ver ahora
por qué te ha conducido hasta aquí la misericordia de Dios?
Levantó un velo y vi un grupo de
jóvenes del Oratorio, todos los cuales me eran conocidos, que habían sido condenados
por esta culpa. Entre ellos había algunos que ahora, en apariencia, observan
buena conducta. —Al menos ahora —le supliqué— me dejarás escribir los nombres
de esos jóvenes para poder avisarles en particular.
—No hace falta— me respondió.
—Entonces, ¿qué les debo decir? —Predica siempre y en todas partes contra la inmodestia.
Basta avisarles de una manera general y no olvides que aunque lo hicieras
particularmente, te harían mil promesas, pero no siempre sinceramente. Para conseguir
un propósito decidido se necesita la gracia de Dios, la cual no faltará nunca a
tus jóvenes si ellos se la piden. Dios es tan bueno que manifiesta
especialmente su poder en el compadecer y en perdonar. Oración y sacrificio, pues,
por tu parte. Y los jóvenes que escuchen tus amonestaciones y enseñanzas, que
pregunten a sus conciencias y éstas les dirán lo que deben hacer.
Y seguidamente continuó hablando
por espacio de casi media hora sobre las condiciones necesarias para hacer una
buena confesión. El guía repitió después varias veces en voz alta: —Avertere!...
Avertere!... — ¿Qué quiere decir esos? — ¡Que cambien de vida!... ¡Que cambien
de vida!... Yo, confundido ante esta revelación, incliné la cabeza y estaba
para retirarme cuando el desconocido me volvió a llamar y me dijo: —Todavía no lo has visto todo. Y volviéndose hacia otra parte
levantó otro gran velo sobre el cual estaba escrito: Qui volunt dívites fieri,
íncidunt irt tentationem et láqueum diáboli.
Leí esta sentencia y dije: —Esto
no interesa a mis jóvenes, porque son pobres, como yo; nosotros no somos ricos
ni buscamos las riquezas. ¡Ni siquiera nos pasa por la imaginación semejante
deseo! Al correr el velo vi al fondo cierto número de jóvenes, todos conocidos,
que sufrían como los primeros que contemplé, y el guía me contestó: —Sí,
también interesa esa sentencia a tus muchachos. —Explícame entonces el
significado del término divites. Y él: —Por ejemplo, algunos de tus jóvenes
tienen el corazón apegado a un objeto material, de forma que este afecto
desordenado le aparta del amor a Dios, faltando, por tanto, a la piedad y a la
mansedumbre. No sólo se puede pervertir el corazón con el uso de las riquezas,
sino también con el deseo inmoderado de las mismas, tanto más si este deseo va
contra la virtud de la justicia. Tus jóvenes son pobres, pero has de saber que
la gula y el ocio son malos consejeros. Hay algunos que en el propio pueblo se hicieron
culpables de hurtos considerables y a pesar de que pueden hacerlo no se han
preocupado de restituir. Hay quienes piensan en abrir con las ganzúas la
despensa y quien intenta penetrar en la habitación del Prefecto o del Ecónomo;
quienes registran los baúles de los compañeros para apoderarse de comestibles,
dinero y otros objetos; quien hace acopio de cuadernos y de libros para su
uso...
Y después de decirme el nombre de
estos y de otros más, continuó: —Algunos se encuentran aquí por haberse apropiado
de prendas de vestir, de ropa blanca, de mantas y manteles que pertenecían al
Oratorio, para mandarlas a sus casas. Algunos, por algún otro grave daño que ocasionaron
voluntariamente y no lo repararon. Otros, por no haber restituido objetos y cosas
que habían pedido a título de préstamo, o por haber retenido sumas de dinero que
les habían sido confiadas para que las entregasen al Superior.
Y concluyó diciendo:—Y puesto que
conoces el nombre de los tales, avísales, diles que desechen los deseos
inútiles y nocivos; que sean obedientes a la ley de Dios y celosos del propio honor,
de otra forma la codicia los llevará a mayores excesos, que les sumergirán en
el dolor, en la muerte y en la perdición.
Yo no me explicaba cómo por
ciertas cosas a las que nuestros jóvenes daban tan poca importancia hubiese aparejados
castigos tan terribles. Pero el amigo interrumpió mis reflexiones diciéndome: —Recuerda
lo que se te dijo cuando contemplabas aquellos racimos de la vid echados a
perder—, y levantó otro velo que ocultaba a otros muchos de nuestros jóvenes, a
los cuales conocí inmediatamente por pertenecer al Oratorio.
Sobre aquel velo estaba escrito:
Radix ómnium maíorum. E inmediatamente me preguntó: —¿Sabes qué significa esto?
¿Cuál es el pecado designado por esta sentencia? —Me parece que debe ser la
soberbia. —No, me respondió. —Pues yo siempre he oído decir que la raíz de
todos los pecados es la soberbia. —Sí; en general se dice que es la soberbia;
pero en particular, ¿sabes qué fue lo que hizo caer a Adán y a Eva en el primer
pecado, por lo que fueron arrojados del Paraíso terrenal? —La desobediencia.
—Cierto; la desobediencia es la
raíz de todos los males. —¿Qué debo decir a mis jóvenes sobre esto? — Presta
atención. Aquellos jóvenes los cuales tú ves que son desobedientes se están preparando
un fin tan lastimosocomo éste. Son los que tú crees que se han ido por la noche
a descansar y, en cambio, a horas de la madrugada se bajan a pasear por el
patio, sin preocuparse de que es una cosa prohibida por el reglamento; son los
que van a lugares peligrosos, sobre los andamios de las obras en construcción,
poniendo en peligro incluso la propia vida.
Algunos, según lo establecido,
van a la iglesia, pero no están en ella como deben, en lugar de rezar están pensando
en cosas muy distintas de la oración y se entretienen en fabricar castillos en
el aire; otros estorban a los demás. Hay quienes de lo único que se preocupan
es de buscar un lugar cómodo para poder dormir durante el tiempo de las
funciones sagradas; otros crees tú que van a la iglesia y, en cambio, no
aparecen por ella. ¡Ay del que descuida la oración! ¡El que no reza se condena!
Hay aquí algunos que en vez de cantar las divinas alabanzas y las Vísperas de
la Virgen, se entretienen en leer libros nada piadosos, y otros, cosa verdaderamente
vergonzosa, pasan el tiempo leyendo obras prohibidas. Y siguió enumerando otras
faltas contra el reglamento, origen de graves desórdenes.