6. SS. PABLO VI.
(Tercera de varias entregas del punto 6)
(Tercera de varias entregas del punto 6)
Pablo VI, Papa número 262 de la Iglesia Católica, entre 1963 y 1978. |
C) Dimensión escatológica
El anhelo del Pueblo de Dios por el reino celestial
33. El reino de Dios, que no es de este mundo (Jn 18,36), está aquí en la tierra presente en misterio y llegará a su perfección con la venida gloriosa del Señor Jesús[16]. De este reino, la Iglesia forma aquí abajo como el germen y el principio; y mientras que va creciendo lenta, pero seguramente, siente el anhelo de aquel reino perfecto y desea, con todas sus fuerzas, unirse a su rey en la gloria[17].
En la historia, el Pueblo de Dios, peregrino, está en camino hacia su verdadera patria (Flp 3,20), donde se manifestará en toda su plenitud la filiación divina de los redimidos (1 Jn 3,2) y donde resplandecerá definitivamente la belleza transfigurada de la Esposa del Cordero divino[18].
El celibato como signo de los bienes celestiales
34. Nuestro Señor y Maestro ha dicho que en la resurrección no se tomará mujer ni marido, sino que serán como ángeles de Dios en el cielo (Mt 22,30). En el mundo de los hombres, ocupados en gran número en los cuidados terrenales y dominados con gran frecuencia por los deseos de la carne (cf. 1 Jn 2,16), el precioso don divino de la perfecta continencia por el reino de los cielos constituye precisamente «un signo particular de los bienes celestiales»[19], anuncia la presencia sobre la tierra de los últimos tiempos de la salvación (cf. 1 Cor 7,29-31) con el advenimiento de un mundo nuevo, y anticipa de alguna manera la consumación del reino, afirmando sus valores supremos, que un día brillarán en todos los hijos de Dios. Por eso, es un testimonio de la necesaria tensión del Pueblo de Dios hacia la meta última de su peregrinación terrenal y un estímulo para todos a alzar la mirada a las cosas que están allá arriba, en donde Cristo está sentado a la diestra del Padre y donde nuestra vida está escondida con Cristo en Dios, hasta que se manifieste en la gloria (Col 3,1-4).
2. El celibato en la vida de la Iglesia
En la antigüedad
35. El estudio de los documentos históricos sobre el celibato eclesiástico sería demasiado largo, pero muy instructivo. Baste la siguiente indicación: en la antigüedad cristiana, los padres y los escritores eclesiásticos dan testimonio de la difusión, tanto en Oriente como en Occidente, de la práctica libre del celibato en los sagrados ministros[20], por su gran conveniencia con su total dedicación al servicio de Dios y de su Iglesia.
La Iglesia de Occidente
36. La Iglesia de Occidente, desde los principios del siglo Iv, mediante la intervención de varios concilios provinciales y de los sumos pontífices, corroboró, extendió y sancionó esta práctica[21]. Fueron sobre todo los supremos pastores y maestros de la Iglesia de Dios, custodios e intérpretes del patrimonio de la fe y de las santas costumbres cristianas, los que promovieron, defendieron y restauraron el celibato eclesiástico en las sucesivas épocas de la historia, aun cuando se manifestaban oposiciones en el mismo clero y las costumbres de una sociedad en decadencia no favorecían, ciertamente, los heroísmos de la virtud. La obligación del celibato fue además solemnemente sancionada por el sagrado Concilio ecuménico Tridentino[22] e incluida finalmente en el Código de Derecho Canónico (can. 132,1; nuevo can.277).
El magisterio pontificio más reciente
37. Los sumos pontífices más cercanos a nosotros desplegaron su ardentísimo celo y su doctrina para iluminar y estimular al clero a esta observancia[23]; y no queremos dejar de rendir un homenaje especial a la piadosísima memoria de nuestro inmediato predecesor, todavía vivo en el corazón del mundo, el cual, en el Sínodo romano, pronunció, entre la sincera aprobación de nuestro clero de la urbe, las palabras siguientes: «Nos llega al corazón el que... alguno pueda fantasear sobre la voluntad o la conveniencia para la Iglesia católica de renunciar a lo que, durante siglos y siglos, fue y sigue siendo una de las glorias más nobles y más puras de su sacerdocio. La ley del celibato eclesiástico, y el cuidado de mantenerla, queda siempre como una evocación de las batallas de los tiempos heroicos, cuando la Iglesia de Dios tenía que combatir, y salió victoriosa, por el éxito de su trinomio glorioso, que es siempre símbolo de victoria: Iglesia de Cristo libre, casta y católica»[24].
La Iglesia de Oriente
38. Si es diversa la legislación de la Iglesia de Oriente en materia de disciplina del celibato en el clero, como fue finalmente establecida por el Concilio Trullano desde el año 692[25], y como ha sido abiertamente reconocido por el Concilio Vaticano II[26], esto es debido también a una diversa situación histórica de aquella parte nobilísima de la Iglesia, situación a la que el Espíritu Santo ha acomodado su influjo providencial y sobrenaturalmente.
Aprovechamos esta ocasión para expresar nuestra estima y nuestro respeto a todo el clero de las Iglesias orientales y para reconocer en él ejemplos de fidelidad y de celo que lo hacen digno de sincera veneración.
La voz de los Padres orientales
39. Pero nos es también motivo de aliento para perseverar en la observancia de la disciplina, en relación con el celibato del clero, la apología que los Padres orientales nos han dejado sobre la virginidad. Resuena en nuestro corazón, por ejemplo, la voz de San Gregorio Niseno, que nos recuerda que «la vida virginal es la imagen de la felicidad que nos espera en el mundo futuro»[27], y no menos nos conforta el encomio del sacerdocio, que seguimos meditando, de San Juan Crisóstomo, ordenado a ilustrar la necesaria armonía que debe reinar entre la vida privada del ministro del altar y la dignidad de la que está revestido, en orden a sus sagradas funciones: «a quien se acerca al sacerdocio, le conviene ser puro como si estuviera en el cielo»[28].
Significativas indicaciones en la tradición oriental
40. Por lo demás, no es inútil observar que también en el Oriente solamente los sacerdotes célibes son ordenados obispos, y los sacerdotes mismos no pueden contraer matrimonio después de la ordenación sacerdotal; lo que deja entender que también aquellas venerables Iglesias poseen en cierta medida el principio del sacerdocio celibatario y el de una cierta correlación entre el celibato y el sacerdocio cristiano, del cual los obispos poseen el ápice y la plenitud[29].
La fidelidad de la Iglesia de Occidente a su propia tradición
41. En todo caso, la Iglesia de Occidente no puede faltar en su fidelidad a la propia y antigua tradición, no cabe pensar que durante siglos haya seguido un camino que, en vez de favorecer la riqueza espiritual de cada una de las almas y del Pueblo de Dios, la haya en cierto modo comprometido; lo que, con arbitrarias intervenciones jurídicas, haya reprimido la libre expansión de las más profundas realidades de la naturaleza y de la gracia.
Casos especiales
42. En virtud de la norma fundamental del gobierno de la Iglesia católica, a la que arriba hemos aludido (n.15), de la misma manera que, por una parte, queda confirmada la ley que requiere la elección libre y perpetua del celibato en aquellos que son admitidos a las sagradas órdenes, se podrá, por otra, permitir el estudio de las particulares condiciones de los ministros sagrado, casados, pertenecientes a Iglesias o comunidades cristianas todavía separadas de la comunión católica, quienes, deseando dar su adhesión a la plenitud de esta comunión y ejercitar en ella su sagrado ministerio, fuesen admitidos a las funciones sacerdotales, pero en condiciones que no causen perjuicio a la disciplina vigente sobre el sagrado celibato.
Y que la autoridad de la Iglesia no rehúye el ejercicio de esta potestad lo demuestra la posibilidad, propuesta por el reciente concilio ecuménico, de conferir el sacro diaconado incluso a hombres de edad madura que viven en el matrimonio[30].
Confirmación
43. Pero todo esto no significa relajación de la ley vigente y no debe interpretarse como un preludio de su abolición. Y más bien que condescender con esta hipótesis, que debilita en las almas el vigor y el amor que hace seguro y feliz el celibato y oscurece la verdadera doctrina que justifica su existencia y glorifica su esplendor, promuévase el estudio en defensa del concepto espiritual y del valor moral de la virginidad y del celibato[31].
Sacerdocio del Nuevo Testamento
44. La sagrada virginidad es un don especial, pero la Iglesia entera de nuestro tiempo, representada solemne y universalmente por sus pastores responsables, y respetando siempre, como ya hemos dicho, la disciplina de las Iglesias orientales, ha manifestado su plena certeza en el Espíritu de «que el don del celibato, tan congruente con el sacerdocio del Nuevo Testamento, lo otorgará generosamente el Padre, con tal de que los que por el sacramento del orden participan del sacerdocio de Cristo, más aún, toda la Iglesia, lo pidan con humildad e insistencia»[32].
La oración del Pueblo de Dios
45. Y hacemos en espíritu un llamamiento a todo el Pueblo de Dios, para que, cumpliendo con su deber de procurar el incremento de las vocaciones sacerdotales[33], suplique instantemente al Padre de todos, al Esposo divino de la Iglesia y al Espíritu Santo, que es su alma, para que, por intercesión de la Bienaventurada Virgen y Madre de Cristo y de la Iglesia, comunique especialmente en nuestro tiempo este don divino, del cual el Padre ciertamente no es avaro, y para que las almas se dispongan a El con espíritu de profunda fe y de generoso amor.
Así, en nuestro mundo, que tiene necesidad de la gloria de Dios (cf. Rom 3,23), los sacerdotes, configurados cada vez más perfectamente con el sacerdote único y sumo, sean gloria refulgente de Cristo (2 Cor 8,23) y por su medio sea magnificada la gloria de la gracia de Dios en el mundo de hoy (cf. Ef 1,6).
El mundo de hoy y el celibato sacerdotal
46. Sí, venerables y carísimos hermanos en el sacerdocio, a quienes amamos en elcorazón de Jesucristo (Flp 1,8); precisamente el mundo en que hoy vivimos atormentado por una crisis de crecimiento y de transformación, justamente orgulloso de los valores humanos y de las humanas conquistas, tiene urgente necesidad del testimonio de vidas consagradas a los más altos y sagrados valores del alma, a fin de que a este tiempo nuestro no le falte la rara e incomparable luz de las más sublimes conquistas del espíritu.
La escasez numérica de los sacerdotes
47. Nuestro Señor Jesucristo no vaciló en confiar a un puñado de hombres, que cualquiera hubiera juzgado insuficientes por número y calidad, la misión formidable de la evangelización del mundo entonces conocido; y a este pequeño rebaño le advirtió que no se desalentase (Lc 12,32), porque con El y por El, gracias a su constante asistencia (Mt 28,20), conseguirían la victoria sobre el mundo (Jn 16,33). Jesús nos ha enseñado también que el reino de Dios tiene una fuerza íntima y secreta que le permite crecer y llegar a madurar sin que el hombre lo sepa (Mc 4,26-29). La mies del reino de los cielos es mucha, y los obreros, hoy lo mismo que al principio, son pocos; ni han llegado jamás a un número tal que el juicio humano lo haya podido considerar suficiente. Pero el Señor del reino exige que se pida, para que el dueño de la mies mande los obreros a su campo (Mt 9,37-38). Los consejos y la prudencia de los hombres no pueden estar por encima de la misteriosa sabiduría de aquel que en la historia de la salvación ha desafiado la sabiduría y el poder de los hombres con su locura y su debilidad (1 Cor 1,20-31).
El arrojo de la fe
48. Hacemos un llamamiento al arrojo de la fe para expresar la profunda convicción de la Iglesia, según la cual, una respuesta más comprometedora y generosa a la gracia, una confianza más explícita y cualificada en su potencia misteriosa y arrolladora, un testimonio más abierto y completo del misterio de Cristo, nunca la harán fracasar, a pesar de los cálculos humanos y de las apariencias exteriores, en su misión de salvar al mundo entero. Cada uno debe saber que lo puede todo en aquel que es el único que da la fuerza a las almas (Flp 4,13) y el incremento a su Iglesia (1 Cor 3,6-7).
La raíz del problema
49. No se puede asentir fácilmente a la idea de que, con la abolición del celibato eclesiástico, crecerían por el mero hecho, y de modo considerable, las vocaciones sagradas: la experiencia contemporánea de la Iglesia y de las comunidades eclesiales que permiten el matrimonio a sus ministros parece testificar lo contrario. La causa de la disminución de las vocaciones sacerdotales hay que buscarla en otra parte, principalmente, por ejemplo, en la pérdida o en la atenuación del sentido de Dios y de lo sagrado en los individuos y en las familias, de la estima de la Iglesia como institución salvadora mediante la fe y los sacramentos; por lo cual, el problema hay que estudiarlo en su verdadera raíz.
3. El celibato y los valores humanos
El motivo profundo del celibato
50. La Iglesia, como más arriba decíamos (cf. n.10), no ignora que la elección del sagrado celibato, al comprender una serie de severas renuncias que tocan al hombre en lo íntimo, lleva también consigo graves dificultades y problemas, a los que son especialmente sensibles los hombres de hoy. Efectivamente, podría parecer que el celibato no va de acuerdo con el solemne reconocimiento de los valores humanos, hecho por parte de la Iglesia en el reciente concilio; pero una consideración más atenta hace ver que el sacrificio del amor humano, tal como es vivido en la familia, realizado por el sacerdote por amor de Cristo, es en realidad un homenaje rendido a aquel amor. Todo el mundo reconoce en realidad que la criatura humana ha ofrecido siempre a Dios lo que es digno del que da y del que recibe.
El celibato y el amor
51. Por otra parte, la Iglesia no puede y no debe ignorar que la elección del celibato, si se la hace con humana y cristiana prudencia y con responsabilidad, esta presidida por la gracia, la cual no destruye la naturaleza ni le hace violencia, sino que la eleva y le da capacidad y vigor sobrenaturales. Dios, que ha creado hombre y lo ha redimido, sabe lo que le puede pedir y da todo lo que es necesario a fin de que pueda realizar todo lo que su creador y redentor le pide. San Agustín que había amplia y dolorosamente experimentado en sí mismo la naturaleza del hombre, exclamaba: «Da que mandes y manda lo que quieras»[34].
Gracia y naturaleza
52. El conocimiento leal de las dificultades real del celibato es muy útil más aún, necesario, para que con plena conciencia se dé cuenta perfecta de lo que el celibato pide para ser auténtico y benéfico; pero con misma lealtad no se debe atribuir a aquellas dificultades un valor y un peso mayor del que efectivamente tiene en el contexto humano y religioso, o declararlas de imposible solución.
El peso real de las dificultades
53. No es justo repetir todavía (cf. n.10), después de lo que la ciencia ha demostrado ya, que el celibato contra la naturaleza, por contrariar a exigencias físicas, psicológicas y afectivas legítimas, cuya realización sería necesaria para completar y madurar la personalidad humana: el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios (Gén 1,26-27), no es solamente carne, ni el instinto sexual lo es en él todo; el hombre es también, y sobretodo inteligencia, voluntad, libertad; gracias a estas facultades es y debe tenerse como superior al universo, ellas le hacen dominador de los propios apetitos físico, psicológicos y afectivos.
El celibato no es contrario a la naturaleza
54. El motivo verdadero y profundo del sagrado celibato es, como ya hemos dicho, la elección de una relación personal más íntima y completa con el misterio de Cristo y de la Iglesia, a beneficio de toda la humanidad en esta elección no hay duda de que aquellos supremos valores humanos tienen modo de manifestarse en máximo grado.
El celibato como elevación del hombre
55. La elección del celibato no implica la ignorancia o desprecio del instinto sexual y de la afectividad, lo cual traería ciertamente consecuencias dañosas para el equilibrio físico o psicológico, sino que exige lúcida comprensión, atento dominio de sí mismo y sabia sublimación de la propia psiquis a un plano superior. De este modo, el celibato, elevando integralmente al hombre, contribuye efectivamente a su perfección.
El celibato y la maduración de la personalidad
56. El deseo natural y legítimo del hombre de amar a una mujer y de formarse una familia son, ciertamente, superados en el celibato; pero no se prueba que el matrimonio y la familia sean la única vía para la maduración integral de la persona humana. En el corazón del sacerdote no se ha apagado el amor. La caridad, bebida en su más puro manantial (cf. 1 Jn 4,8-16), ejercitada a imitación de Dios y de Cristo, no menos que cualquier auténtico amor, es exigente y concreta (cf. 1 Jn 3,16-18), ensancha hasta el infinito el horizonte del sacerdote, hace más profundo y amplio su sentido de responsabilidad -índice de personalidad madura-, educa en él, como expresión de una más alta y vasta paternidad, una plenitud y delicadeza de sentimientos[35] que lo enriquecen en medida superabundante.
El celibato y el matrimonio
57. Todo el Pueblo de Dios debe dar testimonio del misterio de Cristo y de su reino, pero este testimonio no es el mismo para todos. Dejando a su hijos seglares casados la función del necesario testimonio de una vida conyugal y familiar auténtica y plenamente cristiana, la Iglesia confía a sus sacerdotes el testimonio de una vida totalmente dedicada a las más nuevas y fascinadoras realidades del reino de Dios.
Si al sacerdote le viene a faltar una experiencia personal y directa de la vida matrimonial, no le faltará, ciertamente, a causa de su misma formación, de su ministerio y por la gracia de su estado, un conocimiento acaso más profundo todavía del corazón humano que le permitirá penetrar aquellos problemas en su mismo origen y ser así de valiosa ayuda, con el consejo y con la asistencia, para los cónyuges y para las familias cristianas (cf. 1 Cor 2,15). La presencia, junto al hogar cristiano, del sacerdote que vive en plenitud su propio celibato, subrayará la dimensión espiritual de todo amor digno de este nombre, y su personal sacrificio merecerá a los fieles unidos por el sagrado vínculo del matrimonio las gracias de una auténtica unión.
La soledad del sacerdote célibe
58. Es cierto; por su celibato el sacerdote es un hombre solo; pero su soledad no es el vacío, porque está llena de Dios y de la exuberante riqueza de su reino. Además, para esta soledad, que debe ser plenitud interior y exterior de caridad, él se ha preparado, se la ha escogido conscientemente, y no por el orgullo de ser diferente de los demás, no por sustraerse a las responsabilidades comunes, no por desentenderse de sus hermanos o por desestima del mundo. Segregado del mundo, el sacerdote no está separado del Pueblo de Dios, porque ha sido constituido para provecho de los hombres (Heb 5,1), consagrado enteramente a la caridad (cf. 1 Cor 14,4s) y al trabajo para el cual le ha asumido el Señor[36].
Cristo y la soledad sacerdotal
59. A veces la soledad pesará dolorosamente sobre el sacerdote, pero no por eso se arrepentirá de haberla escogido generosamente. También Cristo, en las horas más trágicas de su vida, se quedó solo, abandonado por los mismos que El había escogido como testigos y compañeros de su vida, y que había amado hasta el fin (Jn 13,1); pero declaró: Yo no estoy solo, porque el Padre está conmigo (Jn 16,32). El que ha escogido ser todo de Cristo hallará, ante todo, en la intimidad con El y en su gracia, la fuerza de espíritu necesaria para disipar la melancolía y para vencer los desalientos; no le faltará la protección de la Virgen, Madre de Jesús; los maternales cuidados de la Iglesia, a cuyo servicio se ha consagrado; no le faltará la solicitud de su padre en Cristo, el obispo; no le faltará tampoco la fraterna intimidad de sus hermanos en el sacerdocio y el aliento de todo el Pueblo de Dios. Y si la hostilidad, la desconfianza, la indiferencia de los hombres hiciesen a veces no poco amarga su soledad, él sabrá que de este modo comparte, con dramática evidencia, la misma suerte de Cristo, como un apóstol, que no es más que aquel que lo ha enviado (cf. Jn 13,16; 15,18), como un amigo admitido a los secretos más dolorosos y gloriosos del divino amigo, que lo ha escogido para que, con una vida aparentemente de muerte, lleve frutos misteriosos de vida eterna (cf. Jn 15, 16-20).
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[17] Const. dogm. Lumen gentium n.5.
[18] Const. dogm. Lumen gentium n.48.
[19] Concilio Vaticano II, decr Perfectae caritatis n. 12.
[20] Cf. Tertuliano. De exhort. casfitatis 13: PL 2,978; San Epifanio. Adv. haer. 2,48,9 y 59,4: PL 1,869.1025; San Efrén, Carmina nisibena 18,19, ed. G. Bickell (Lipsiae 1866), 122; Eusebio de Cesaréa. Demonstr. evang. 1,9: PG 22,81; San Cirilo de Jerusalén,Catech. 12,25: PG 33.757; San Ambrosio, De offic. ministr. 1.50: PL 16,97s; San Agustín. De moribus Eccl. cathol. 1.32: PL 32,1339; San Jerónimo, Adv. Vigilant. 2: PL 23,340-41; Sinesio, obispo de Tolem., Epist. 105: PG 66,1485.
[21] La primera vez en el Concilio de Elvira, en España (c. a.300). c.33: MANSI 2,11.
[22] Ses.24,can.9-10.
[23] San Pío X, Exhort. Haerent animo: ASS 41 (1908) 555-557; Benedicto XV, Carta al Arzob. de Praga F. Kordac, 29 enero 1920: AAS 12 (1920) 57s; Alloc. consist. 16 dic. 1920: AAS 12 (1920) 585-588; Pío XI, Enc. Ad catholici sacerdotii: AAS 28 (1936) 24-30; Pío XII, Exhort. Menti nostrae: AAS 42 (1950) 657-702; Ene. Sacra virginitas: AAS 46 (1954) 161-191: JUAN XXIII. Ene. Sacerdotii nostri primordia: AAS 51 (1959)554-556.
[24] Aloc. II al Sínodo romano, 26 enero 1960: AAS 52 (1960) (texto latino, 226).
[25] Can.6.12.13.48: MANSI 11,944-948.965.
[26] Decr. Presbyter. ordinis n.16.
[27] De virginitate 13: PG 46,381-382.
[28] De sacerdocio 1.3,4: PG 48.642.
[29] Const. dogm. Lumen Gentium n. 21.28.64
[30] Const. cit., n.29.
[31] Const. cit., n.42.
[32] Decr. Presbyter. ordinis n.16
[33] Decr. Presbyter. ordinis n.11
[34] Confes. 1.29,40: PL 32,796.
[35] Cf. Tes 2,11; 1 Cor 4,15; 2 Cor 6,13; Gál 4,19; 1 Tim 5,1-2.
[36] Decr. Presbyter. Ordinis n. 3.
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