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ANGUSTIAS DE LOS MORIBUNDOS QUE DESCUIDARON SU SALVACIÓN



San Alfonso María de Ligorio

-ESTE ARTÍCULO PUEDE LLEGAR A SALVAR TU ALMA ETERNAMENTE ¡NO DEJES DE LEERLO!-

Para sorprender a Jesucristo los Fariseos en lo que hablase, y acusarle después, enviaron a preguntarle un día, si era o no era lícito pagar el tributo al César. A lo cual el Señor, conociendo su refinada malicia, respondió: “¿De quién es esa imagen grabada en la moneda? Del César respondierónle los enviados. Pues dad al César lo que es del César -replicó Jesucristo, y a Dios lo que es de Dios”.

Con estas palabras quiso enseñarnos, que debemos dar a los hombres lo que les es debido: pero que quería para sí todo el amor de nuestro corazón, puesto que para esto nos creó, y por esta misma causa nos impuso el precepto de amar a Dios sobre todas las cosas: Diliges Dominum Deum tuum ex toto corde tuo. ¡Ay de aquél, que vea a la hora de la muerte, que ha amado a las criaturas y sus gustos, y ha descuidado amar a Dios! Porque enmedio de las angustias que entonces le cercarán, buscará la paz y no la hallará: Angustia superveniente, requirent pacem, et not erit, (Ezech. VII, 25). Y ¿cuáles serán estas angustias que le han de cercar y atormentar? Escuchadlas: entonces dirá el infeliz moribundo:

Podía haberme hecho santo y no lo hice. Punto 1º

¡Ah, tuviese yo ahora tiempo de enmendar mi error! Punto 2º

Pero éste ya no es tiempo de remediarlo… Punto 3º


PUNTO 1
PODÍA HABERME HECHO SANTO Y NO LO HICE

1. Como los santos en toda su vida no piensan en otra cosa que en dar gusto a Dios y hacerse santos, esperan con gran confianza la muerte, que los libra de las miserias y de los peligros de la vida presente, y los une perfectamente con Dios. Pero, el que no piensa sino en satisfacer sus propios apetitos, y en vivir cómodamente, sin encomendarse a Dios, y sin acordarse de la cuenta que debe darle un día, ¿cómo ha de poder esperar la muerte con tranquilidad? ¡Qué dignos de compasión son los pecadores! Ellos lanzan de sí la idea de la muerte cuando la tienen cerca, y solamente piensan en vivir alegremente como si nunca hubiesen de morir; no tienen presente que a cada uno ha de llegar su fin: Finis venit, venit finis (Ezech. VII, 2). Y cuando éste llegare, cada cual cogerá aquello que sembró, como dice San Pablo: Quœ enim seminaverit homo, hœc et metet… (Gal. VI, 8 ). El que hubiere sembrado obras santas, cogerá premios y vida eterna: y el que hubiese sembrado obras malas, cogerá castigos y eterna muerte.

2. La primera cosa que se representará al moribundo, cuando se le anuncie la proximidad de la muerte, será la escena de la vida pasada, y entonces verá las cosas de una manera muy distinta de aquellas en las que veía cuando gozaba de buena salud. Aquellas venganzas que le parecían lícitas; aquéllos escándalos de que hacía poco caso; aquella libertad de hablar de cosas deshonestas o contra la fama del prójimo; aquellos placeres que tenía por inocentes; aquellas injusticias que creía eran permitidas, se le manifestarán entonces pecados y ofensas graves contra Dios, como lo eran realmente. Los hombres que cierran los ojos a la luz para no verla mientras viven, han de ver a pesar suyo a la hora de la muerte todo el mal que han hecho: Tunc aparientur oculi cæcorum (Isa. XXXV, 5). A la luz de la muerte verá el pecador y se irritará, como dice el real Profeta : Peccator videbit et irascetur (Psal. CXI, 10). Verá todos los desórdenes de su vida pasada; los sacramentos que despreció: las confesiones que hizo sin dolor y sin propósito de la enmienda; los contratos hechos contra el grito de la conciencia; las injusticias cometidas contra el prójimo en sus bienes, o en su reputación; las bufonadas deshonestas; los odios inveterados, y los pensamientos de venganza. Verá los ejemplos que pudo imitar, dados por las personas temerosas de Dios, y de los cuales se burló, calificando de hipocresía o de necedad los ejercicios de religión y de piedad. Verá las inspiraciones de Dios que despreció, cuando le llamaba por medio de los doctores y maestros espirituales, y tantas resoluciones y promesas que hizo y dejó de cumplir.

3. Verá especialmente, las depravadas máximas que siguió durante su vida, por ejemplo: es necesario conservar el honor, sin cuidado del honor de Dios: es preciso gozar cuando se presente la ocasión; sin reparar en que quizá estos goces eran otras tantas ofensas contra el Creador. ¿Qué papel hace en el mundo el pobre que no tiene dinero? Como si fuera mejor amontonar oro y perder su alma. ¿Qué hemos de hacer? puestos en el mundo, es menester que nos dejemos ver en él como la sociedad exige. De esta manera hablan los hombres mundanos mientras disfrutan de buena salud: pero mudan de lenguaje a la hora de la muerte, y reconocen la verdad de aquella máxima de Jesucristo: ¿De qué sirve al hombre el ganar todo el mundo, si pierde su alma? (Matth. XVI, 26). En aquella hora fatal dirá el enfermo: ¡Ay de mí, que tuve tanto tiempo para arreglar los negocios de mi conciencia, y me encuentro al final de mi vida sin haberlos arreglado! ¿Qué trabajo me hubiese costado dejar aquella mala inclinación, haberme confesado cada semana, y haberme evitado las ocasiones de pecar? Y aún cuando esto me hubiese costado alguna incomodidad, ¿no debía yo haberla soportado para salvar mi alma? Pero ¡gran Dios! los pensamientos de tales moribundos que tienen turbada el alma, son muy semejantes a los de los réprobos, que tienen en el Infierno el dolor inútil de haber pecado porque la culpa fue la causa de su perdición.

4. Entonces no consuelan las diversiones pasadas, ni la pompa que ya no existe, ni las venganzas ejecutadas contra los rivales. Todas las cosas convertidas a la hora de la muerte en espadas, que traspasarán el corazón del pecador, como dice David: Virum injustum mala capient in interitu.(Psal. CXXXIX; 12). Mientras se goza de salud, desean los amantes del mundo banquetes, bailes, juegos y diversiones; pero a la hora de la muerte, todas estas alegrías se convertirán en llanto y tristeza, como dice Santiago: Risus vester in luctum convertetur, et guardium in mærorem.(Jac. IV, 9). Y por desgracia vemos que sucede esto muya a menudo. Enferma gravemente aquel joven brillante, que mantenía la conversación con sus agudezas, chistes y obscenidades. Sus amigos van a visitarle, y le encuentran terriblemente triste y afligido. Ya no se chancea, ni se ríe, ni habla; y si pronuncia algunas palabras, sólo manifiesta en ellas terror y desesperación. Entonces sus amigos: le dicen ¿qué tristeza se ha apoderado de tí? Es preciso estar tranquilo, porque esta disposición no vale nada. ¿Y cómo ha de estar tranquilo el infeliz enfermo, cuya conciencia está llena de pecados y de remordimientos, y que ve llegar el momento en que ha de dar cuenta a Dios de toda su vida pasada, cuando tiene tantos motivos de temer una sentencia de reprobación? Entonces exclamará: ¡Cuán necio he sido! Si yo hubiese amado a Dios, no me hallaría al presente cercado de angustias. Si yo tuviese tiempo de remediar mis desórdenes pasados, ¡cómo lo haría al presente!



PUNTO 2
¡AH, SI TUVIESE YO AHORA TIEMPO DE ENMENDAR MI ERROR!

5. ¡Ah, si tuviese tiempo de enmendar mi error! ¡Qué no haría yo ahora! Así hablará el mundano moribundo. Pero ¿cuándo pensará el desgraciado de este modo? Cundo se acabe el aceite de la lámpara de su vida y se mire a la puerta de la eternidad. Una de las mayores angustias que experimentan entonces los mundanos es considerar el mal uso que hicieron del tiempo, cuando en vez de atesorar méritos para el Paraíso, solamente los acumularon para el Infierno. ¡Si tuviese tiempo! Vas buscando tiempo después de que perdiste tantas noches jugando, tantos años dando gusto a tus sentidos, y tantas semanas maquinando venganzas, sin pensar un instante en tu pobre alma. 

Ya no hay tiempo para ti, porque perdiste todo el que se te concedió: Tempus non erit amplius (Apoc. X, 6) ¿No te habían avisado ya los predicadores, que estuvieses preparado para la hora de la muerte, porque te sorprendería cuando menos pensases? Estad siempre prevenidos, dice Jesucristo por San Lucas (XII, 40), porque vendrá el Hijo de Dios a la hora que menos penséis. Con razón le dirá Dios entonces: Tu despreciaste mis amonestaciones, y perdiste el tiempo que mi bondad te concedía para merecer. Ahora ya no hay tiempo. Oye como el sacerdote que te asiste, intima ya que salgas de este mundo: Sal alma cristiana, de este mundo ¿Y a dónde ha de ir? A la eternidad. La muerte no respeta ni a los pobres ni a los monarcas; y cuando llega, no espera un momento, como dice el santo Job, por estas palabras: Tiene señalados los términos de su vida, más allá de los cuales no podrá pasar (Job. XIV, 5).

6. ¡Qué terror tendrá el moribundo al oír estas palabras, haciendo en su mente esta reflexión: Esta mañana estoy vivo y esta tarde estaré muerto. Hoy estoy en esta casa y mañana estaré en la sepultura. ¿Pero mi alma donde estará? Crecerá su espanto cuando vea preparar la candela, y oiga que el confesor dice a sus deudos, que salgan de aquel aposento y no entren más; se aumentará aún desmedidamente cuando el confesor le ponga el Crucifijo en las manos y le diga: Abrazaos con Jesucristo y no penséis ya en el mundo. El enfermo toma el Crucifijo y le besa; y entretanto tiembla de pensar en las muchas injurias que le ha hecho, de las cuales quisiera ahora tener un verdadero arrepentimiento: pero ve que el que tiene no es sincero, sino forzado por el miedo de la muerte que ve presente. Y San Agustín dice, que “aquél que es abandonado por el pecado antes que él le haya dejado, no le detesta libremente, sino movido de la necesidad”.

7. El engaño común de los hombres mundanos es, parecerles grandes las cosas de la tierra mientras viven, y pequeñas las del Cielo, como remotas e inciertas. Las tribulaciones les parecen insufribles y los pecados graves, cosas despreciables. Estos miserables están como si se hallasen encerrados en una habitación llena de humo, que les impide distinguir los objetos. Más a la hora de la muerte se desvanecen estas tinieblas y el alma comienza a ver las cosas como son en realidad. Entonces todo lo de este mundo aparece como es: vanidad, ilusión y mentira; y las cosas eternas se manifiestan con toda su grandeza. El Juicio, el Infierno y la Eternidad, de que no hacían caso durante su vida, se dejarán ver a la hora de la muerte como cosas las más importantes, y a medida de que comiencen a manifestarse tal cual son, crecerán los temores y el espanto de los moribundos. Porque, cuanto más se acerca la sentencia del Juez, tanto más se teme la condenación eterna. Entonces pues, el enfermo exclamará sollozando: ¡Cuán desconsolado muero! ¡Ay de mí! ¡Si yo hubiese sabido la muerte desgraciada que me esperaba! ¿Con que no lo sabías? Obligación tenías de haber previsto este caso, puesto que no ignorabas, que a una mala vida, no puede seguir una buena muerte, como nos dice la Escritura, y repiten a menudo los predicadores.



PUNTO 3
A LA HORA DE LA MUERTE NO QUEDA TIEMPO DE REMEDIAR EL ERROR

8. A la hora de la muerte ya no les queda tiempo a los moribundos para remediar los desórdenes de la vida pasada; y esto sucede por dos razones 1ª Porque este tiempo es muy breve; pues, además de que en los días en que comienza y se agrava la enfermedad, no se piensa en otra cosa que en los médicos, en los remedios y en el testamento, los parientes, los amigos y hasta los médicos, no hacen otra cosa que engañar al enfermo, dándole esperanzas que no morirá de aquella enfermedad. Por esto el enfermo, alucinado por ellos, no se persuade de que la muerte está próxima. ¿Cuando, pues comenzará a creer que se muere? Cuando comienza a morirse. Y esta es la segunda razón de que aquel tiempo no es apto para mirar por el alma. Porque entonces está tan enferma ésta como el cuerpo. Los afanes, el trastorno de la cabeza, las vanas conversaciones, asaltan de tal modo al enfermo, que le inhabilitan para detestar verdadera y sinceramente los pecados cometidos, buscan remedios eficaces contra los desórdenes de la mala vida pasada, y para tranquilizar su conciencia. La sola noticia de que se muere, le aterra tanto, que le tratorna enteramente.

9. Cuando uno padece un fuerte dolor de cabeza, que le ha impedido el sueño dos o tres noches, no puede dictar una carta de ceremonia; ¿cómo ha de poder arreglar a la hora de la muerte una conciencia embrollada, con tantas ofensas cometidas contra Dios por el espacio de treinta o cuarenta años, un enfermo que no siente ni comprende, y tiene una confusión de ideas que le espantan? Entonces se verificará lo que dice el Evangelio: Viene la noche de la muerte cuando nadie puede hacer nada. Entonces sentirá que le dicen interiormente: No quiero que en adelante cuides de mi hacienda. Esto es: ya no puedes cuidar de tu alma, cuya administración se te confió. Llegado que haya el día del exterminio… habra disturbio sobre disturbio (Ezech. VII, 25 et 26).

10. Solemos decir de algunos, que llevaron mala vida; pero que después hicieron una buena muerte arrepintiéndose y detestando sus pecados. Pero San Agustín dice que “A los moribundos no les mueve el dolor de los pecados cometidos, sino el miedo de la muerte”: Morientes non deliciti pænitentia, sed mortis urgentis admonitio compellit. (Serm. XXXVI). Y el mismo Santo añade: “El moribundo no teme al pecado, sino al fuego del Infierno: Non metuit peccare, sed ardere. Y en efecto ¿aborrecerá a la hora de la muerte aquellos mismos objetos que tanto amó hasta entonces? Quizá los amará más; porque los objetos amados, solemos amarlos más cuando tememos perderlos. El famoso maestro de San Bruno murió dando señales de penitencia; pero después, estando en el ataúd, dijo que se había condenado. Si hasta los santos se quejan de que tienen la cabeza tan débil a la hora de la muerte, que no pueden pensar en Dios ni hacer oración, ¿cómo podrá hacerla el que no hizo nada en toda su vida? Sin embargo, si los oímos hablar nos inclinamos a creer, que tienen un verdadero dolor de los pecados de su vida pasada; es difícil*, empero, que le tengan. El demonio, por medio de sus ilusiones, puede aparentar en ellos un verdadero dolor o el deseo de tenerle, mas suele engañarnos. Hasta de un corazón empedernido pueden salir las expresiones siguientes: Yo me arrepiento; tengo dolor; siento con todo mi corazón, y otras semejantes. A veces se confiesan, hacen actos de contrición, y reciben todos los sacramentos. Sin embargo, yo pregunto si se han salvado por esto. Dios sabe como se hicieron aquellas confesiones, y como se hicieron aquellos sacramentos. ¡Oh! ha muerto muy resignado, suele decirse. Y ¿qué quiere decir que ha muerto resignado? También parece que va resignado a la muerte el reo que camina al suplicio. Y ¿porqué? porque no puede escapar entre los alguaciles y soldados que le conducen maniatado.

11. ¡Oh momento terrible, del cual depende la eternidad! ¡Oh momentum, a quo pendet æternitas! Este es el que hacía temblar a los santos a la hora de la muerte, y les obligaba a exclamar: ¡Oh Dios mío! ¿En dónde estaré en pocas horas? Porque, como escribe San Gregorio, hasta el alma del justo se turba a las veces con el terror del castigo: Nonnumquam, terror vindicatœ etiam justi anima turbatur. (San Greg. Mor. XXIV). ¿Qué será, pues, de la persona que hizo poco caso de Dios, cuando vea que se prepara el suplicio en el cual debe ser sacrificado? (Job. XXI, 20). Verá el impío con sus propios ojos la ruina de su alma, y beberá el furor del Todopoderoso, esto es, comenzará desde este momento a experimentar la cólera divina. El Viático que deberá recibir, la Extremaunción que se le administrará, el Crucifijo que le pondrán en sus manos, las oraciones o recomendación del alma que recitará el sacerdote, el cirio bendito ardiendo, serán el suplicio preparado por la justicia divina. Cuando el moribundo vea éste lúgubre aparato, un sudor frío correrá por sus miembros, y no podrá ni hablar, ni moverse, ni respirar. Sentirá que se acerca más y más el momento fatal; verá su alma manchada por los pecados; el juez que le espera, y el Infierno que se abre bajo sus plantas. Y enmedio de estas tinieblas y de esta turbación, se hundirá en el abismo de la eternidad.
12. Utinam saperent, et intelligerent, ac novissima providerent. ¡Ojalá que tuviesen sabiduría e inteligencia, y previesen sus postrimerías! (Deut. XXXII, 29). Con estas palabras oyentes míos, nos amonesta el Espíritu Santo, a prepararnos y fortificarnos contra las angustias terribles que nos esperan en aquella última hora. Arreglemos, pues desde éste instante, la cuenta que hemos de dar a Dios; porque no podemos de otro modo arreglarla de manera que aseguremos la salvación de nuestra alma.

¡Jesús mío crucificado! no quiero esperar que llegue la hora de la muerte para abrazaros, sino que os abrazo desde ahora. Os amo más que a todas las cosas, y, por lo mismo, me arrepiento con todo el corazón de haberos ofendido y despreciado a Vos, que sois bondad infinita. Yo propongo amaros siempre, ayudado de vuestra gracia, y espero no ofenderos en adelante. Ayudadme, Dios mío, por los méritos de vuestra pasión sacrosanta, para que siempre os ame hasta disfrutar con Vos el cielo, la gloria eterna.


* "Es difícil", dice el santo. Pero no es imposible. La norma es que como se vive se muere. Pero hay excepciones. Hay unos que en el último momento llegan a realizar un contrición perfecta, esto es arrepentirse por verdadero amor a Dios y otros también a confesarse sinceramente contritos. Ciertamente alcanzarán a salvarse. Lo sabemos por revelaciones privadas, ¡pero qué inconsciente es quien espera ser la excepción de la norma!. ¿Cómo se puede calificar al insensato que deja para el final de su vida el arrepentimiento y la conversión, y en ello confía su destino eterno poniéndose en gravísimo riesgo de condenarse? ¿Tendrá tiempo? ¿Y si lo tiene, sus disposiciones serán sinceras? ¡Cuántas muertes accidentales o inminentes impiden al alma prepararse! Por ello el católico debe vivir siempre sin pecado, en gracia santificante, acudiendo para ello al Confesionario con frecuencia y cumpliendo con las debidas condiciones para que esas confesiones sean válidas.



FUENTE: catolicidad.com

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