Juan Pablo II fue, a lo largo de su pontificado, una figura paradigmática de promotor vocacional.
Todo cristiano por el bautismo participa de la consagración de Cristo como “profeta, sacerdote y rey”. “Cristo, el Señor, nos dice el Vaticano II, Pontífice tomado de entre los hombres (cf. Heb 5,1-5) ha hecho del nuevo pueblo un ‘Reino de sacerdotes para Dios, su Padre’ (Ap 1,6)” (LG 10). El Catecismo de la Iglesia lo confirma: “Toda la comunidad de los creyentes es, como tal, sacerdotal” (CIC 1546). La conciencia de esta verdad ha estado presente en la vida de la Iglesia, con mayor o menor incidencia según las épocas.
En la presente coyuntura histórica, ha sido algo marcadamente acentuado por el Concilio Vaticano II (1962-1965) y varios documentos posteriores del Magisterio pontificio.
La consagración bautismal siembra en el cristiano la semilla de la santidad, que es su vocación más propia. “Todos en la Iglesia... están llamados a la santidad, según las palabras del Apóstol: ‘Lo que Dios quiere de vosotros es que seáis santos’ (1Tes 4,3)” (LG 39). Revivir la conciencia de la consagración bautismal y de la vocación a la santidad ha sido y continúa siendo necesario para que el cristianismo dé frutos en medio del mundo para gloria de Dios. De entre los no pocos frutos, queremos señalar la radicalidad en el servicio a los demás mediante la vida religiosa, y particularmente mediante el sacerdocio ministerial. Cuando hablamos de “sacerdotes, esperanza del mundo” no quedan excluidos de por sí los laicos cristianos, pero nos queremos referir primordialmente y por antonomasia a los que han sido consagrados por el sacramento del Orden para el servicio de la comunidad. Son la esperanza del mundo porque para todo sacerdote, allí donde esté, el mundo es su parroquia. Desempeñará su ministerio en un punto del planeta y con unos fieles concretos, pero en su corazón están todos los hombres. Por ellos pide a Dios, por ellos se sacrifica, por ellos trabaja, por ellos da su vida día tras día.
Sin sacerdotes no hay Eucaristía
El sacerdote anuncia el Evangelio, edifica y dirige la comunidad, y todo ello se ordena a la comunión eucarística. “En ella, actuando en la persona de Cristo y proclamando su misterio, une la ofrenda de los fieles al sacrificio de su Cabeza; actualiza y aplica en el sacrificio de la misa, hasta la venida del Señor, el único sacrificio de la Nueva Alianza: el de Cristo, que se ofrece al Padre de una vez para siempre como hostia inmaculada” (CIC 1566). En efecto, no hay Eucaristía sin sacerdotes. El Señor no puede caminar con su Pueblo, ni el Pueblo puede marchar hacia su Señor, si no se renueva su presencia viva, salvadora, en el altar. La contemporaneidad de Cristo con cada generación, con cada hombre, con cada comunidad cristiana, sólo es posible si se actualiza, si se revive, el misterio de la Redención a través del gran milagro de la Eucaristía, desde las manos y los labios del sacerdote. El sacerdote es esperanza del mundo por la Eucaristía. En ella Cristo renueva cada día su obra redentora e infunde en los hombres día tras día un soplo de esperanza.
Desde esta perspectiva comprendemos la importancia que, para la Iglesia y para los hombres, reviste la figura del sacerdote. Allí donde hay un hombre que con fe y amor acoge el llamado de Cristo al sacerdocio, allí habrá la posibilidad de prolongar su Redención mediante la Eucaristía; allí muchos hombres y mujeres podrán tocar, palpar, sentirse cercanos al Salvador, único sumo sacerdote de la nueva Alianza. Si es verdad que la Eucaristía es el centro polarizador de la vida cristiana y de la vida del mundo, el sacerdote es indispensable para la Iglesia y para la humanidad. Si vivir sin Dios es vivir sin esperanza, el sacerdote que hace presente a Dios en la Eucaristía, es el hombre de la esperanza.
Hombre tomado de entre los hombres
Dios no puede dejar a su Iglesia y al mundo sin sacerdotes. Dios sigue sembrando en el presente, como en siglos pasados, la semilla de la vocación sacerdotal. La sigue sembrando en todas las naciones, en todos los ambientes. Porque el sacerdote no lo es en virtud de sus orígenes, de sus dotes, de su cultura o de su “genio” personal. Lo es porque Dios lo llama. El sacerdote es un hombre tomado de entre los hombres, un cristiano entre los cristianos, un ministro y servidor de sus hermanos. El sacerdote es un hombre para quien lo que cuenta es la elección de Dios y la correspondencia y fidelidad completas a esa elección que inmerecidamente ha recibido. Gracias a esa elección, el sacerdote hace presente la acción salvífica de Dios, desde el gran milagro de la encarnación del Hijo, en un mundo que necesita, ayer, hoy, y mientras duren los tiempos, una ayuda para vencer el misterio del pecado, para entrar en la dimensión de la gracia; para recibir la salvación que busca y anhela, y que no encuentra ni dentro de sí ni fuera de sí, en los fáciles paraísos de salvación a los que es invitado por tantos falsos redentores de nuestro tiempo.
En definitiva, el sacerdote lo es en cuanto se une e identifica con Cristo sacerdote: una identificación que llega al ser de la persona, pero no menos a su psicología y a la configuración misma de su personalidad. La fórmula sacerdos, alter Christus, recoge una enseñanza constante de la Iglesia y expresa una verdad profunda, experiencial. Juan Pablo II explica el sentido profundo de esta fórmula: “El sacerdote ofrece el Santo Sacrificio «in persona Christi», lo cual quiere decir más que «en nombre», o también «en vez» de Cristo. «In persona»: es decir, en la identificación específica, sacramental, con el «sumo y eterno Sacerdote», que es el autor y el sujeto principal de su propio sacrificio, en el que, en verdad, no puede ser sustituido por nadie” (Carta apostólica Dominicae Cenae, 24 de febrero de 1980, n. 8: AAS 72 (1980), 128-129; cf. carta encíclica Ecclesia de Eucharistia, 17 de abril de 2003, nn. 29, 52). Esta unión e identificación está presente en toda la vida del sacerdote, pero se hace visible de modo especial a través de los sacramentos en los que el sacerdote actúa “in persona Christi”. De entre los sacramentos sobresale el de la Eucaristía. Con Cristo el sacerdote se hace Eucaristía, cuando la celebra; pero también, unido a Cristo, se rehace sacerdote con y mediante la Eucaristía, compartiendo la obra suprema de la redención. Un mundo sin Cristo es un mundo desesperanzado, triste. Un mundo sin sacramentos es un mundo sin Cristo. La presencia del sacerdote, ministro de los sacramentos, lleva a cualquier ángulo de la tierra alegría y esperanza.
Este hombre de entre los hombres, identificado con Cristo sacerdote, es un don singular de Dios a la Iglesia y a la humanidad. Por él Cristo hace presente día tras día su obra redentora en el mundo. Por él los hombres de cualquier condición se unen a Cristo en la ofrenda de su vida al Padre en bien de la humanidad entera. Por él Cristo se dona, y ofrenda su vida a cada uno y a todos los hombres. Por él continúa el «toque» particular de Jesús en cada corazón y en la Iglesia toda, esparciendo rayos luminosos de certeza y esperanza. Si el sacerdote es todo esto, ese hombre es siempre necesario. Y si es necesario, Dios no cesa de depositar en el corazón de algunos hombres este tesoro.
Muchos y santos sacerdotes
Todo cristiano debe sentirse responsable de la promoción vocacional. Son sobre todo los sacerdotes los que han de procurar con su vida y su labor pastoral el relevo generacional, los sacerdotes del mañana. Lo recuerda la encíclica Ecclesia de Eucharistia en el n. 31: “Del carácter central de la Eucaristía en la vida y en el ministerio de los sacerdotes se deriva también su puesto central en la pastoral de las vocaciones sacerdotales. Ante todo, porque la plegaria por las vocaciones encuentra en ella la máxima unión con la oración de Cristo sumo y eterno Sacerdote; pero también porque la diligencia y esmero de los sacerdotes en el ministerio eucarístico, unido a la promoción de la participación consciente, activa y fructuosa de los fieles en la Eucaristía, es un ejemplo eficaz y un incentivo a la respuesta generosa de los jóvenes a la llamada de Dios. Él se sirve a menudo del ejemplo de la caridad pastoral ferviente de un sacerdote para sembrar y desarrollar en el corazón del joven el germen de la llamada al sacerdocio”.
“Todos los miembros de la Iglesia, sin excluir ninguno, tienen la responsabilidad de cuidar las vocaciones” (PDV 41). Cada uno lo hará según su carácter y su función en el cuerpo eclesial. Al obispo corresponde la solicitud de dar continuidad al carisma y al ministerio presbiteral y se preocupará de que la dimensión vocacional esté siempre presente en todo el ámbito de la pastoral ordinaria. Por su parte, todos los sacerdotes son solidarios y corresponsables con el obispo en la búsqueda y promoción de las vocaciones presbiterales. Una responsabilidad particularísima está confiada a la familia cristiana que participa en la misión educativa de la Iglesia, madre y maestra. Ella ofrece las condiciones favorables para el nacimiento de las vocaciones. En continuidad y en sintonía con la labor de los padres y de la familia está la escuela, llamada a vivir su identidad de “comunidad educativa” incluso con una propuesta cultural capaz de iluminar la dimensión vocacional como valor propio y fundamental de la persona humana. También los fieles laicos, en particular los catequistas, los profesores, los educadores, los animadores de la pastoral juvenil, cada uno con los medios y modalidades propios, tienen una gran importancia en la pastoral de las vocaciones sacerdotales (cf. PDV n. 41).
Juan Pablo II fue, a lo largo de su pontificado, una figura paradigmática de promotor vocacional. Es interesante constatar que el Papa, en sus numerosos encuentros con los jóvenes en Roma o en cualquier país del mundo, mencionaba siempre la posibilidad de que Dios llame a algunos a ser sacerdotes. En varios de los documentos post-sinodales no faltan alusiones a la vocación sacerdotal. Un momento singular es el Mensaje para la Jornada Mundial por las Vocaciones, instituida por Pablo VI en 1964. Pero es tal vez en las visitas ad limina apostolorum de los obispos, pastores de las Iglesias particulares, donde el Santo Padre mostró a sus hermanos en el episcopado su preocupación incesante por las vocaciones y les hace exhortaciones oportunas.
Entresacamos algunos párrafos de los encuentros del Papa con los obispos en el año 2004:
“Cuento, ante todo, con los jóvenes de vuestro país para que escuchen, como Pedro, la llamada del Señor [...] y para que respondan a ella con generosidad. Invito también a las familias a ser lugares de fe y hogares de vocaciones, sin tener miedo de transmitir a los jóvenes la llamada del Señor” (a los obispos de los Países Bajos, 12 de marzo de 2004).
“Un signo de esperanza para la Iglesia en Colombia es el florecimiento vocacional [...]. Os animo, pues, a continuar en ese camino, sin descuidar para el futuro una asidua pastoral vocacional, conscientes del papel insustituible de cada comunidad eclesial en esta tarea, basada ante todo en una incesante oración al Dueño de la mies para que mande operarios a la mies; y, además, en el educar a los niños y a los jóvenes para afrontar los retos de la vida cristiana, se les presente también las condiciones para oír la llamada divina a seguir a Cristo en el camino de la vida sacerdotal o consagrada mediante los consejos evangélicos” (a los obispos de Colombia, 17 de junio de 2004).
“Os invito también a revitalizar la pastoral de las vocaciones y a hacer que sea una preocupación esencial de vuestras diócesis, para que, mediante la oración y la atención a los jóvenes, todos los fieles contribuyan al florecimiento y a la maduración de las vocaciones, ayudando a los niños y a los adolescentes a discernir la llamada del Señor” (a los obispos de la Conferencia episcopal del océano Índico, 9 de noviembre de 2004).
“Nadie puede negar que la disminución del número de vocaciones sacerdotales representa para la Iglesia en Estados Unidos un difícil desafío, que no puede ignorarse o aplazarse. La respuesta a este desafío debe ser la oración insistente, de acuerdo con el mandato del Señor (cf. Mt 9,37-38), acompañada por un programa de promoción vocacional que abarque todos los aspectos de la vida eclesial” (al duodécimo grupo de obispos de Estados Unidos, 26 de noviembre de 2004).
El grande esfuerzo llevado a cabo por toda la Iglesia en la promoción de las vocaciones, guiada e impulsada en primera persona por el Santo Padre, ha dado sus primeros frutos, en espera de una cosecha mucho mayor en el futuro. Tomando como términos de comparación el año 1990 y el 2002 notamos un ligero aumento del número de sacerdotes en el mundo: 403.173 en 1990 mientras que en 2002 el resultado fue de 405.058. Respecto a los candidatos al sacerdocio se percibe un aumento más consistente: de los 96.155 en el año 1990 la cifra se elevó a 113.199 en el año 2002. Tanto en el número de sacerdotes como en el de seminaristas el aumento más notorio proviene de los continentes asiático y africano (cf. Osservatore Romano en español, 7 de mayo del 2004, 9-10).
Querer y formar sacerdotes
Así tituló uno de sus libros André Manaranche, S. J., hace unos años, para despertar la conciencia de la crisis vocacional, por un lado, y de la promoción de las vocaciones al sacerdocio, por otro. Hay que querer vocaciones, y por eso las suplicamos al Señor de la Viña y al Pastor de las ovejas. Hay que formar vocaciones, y ésta es una tarea que atañe especialmente al Obispo y a quienes él designa para ejercer tal función en el seminario. Se habla de crisis de vocaciones, pero habrá que hablar por igual de crisis de formadores. Por ello, a la promoción vocacional, tan necesaria, se ha de añadir la promoción de buenos formadores, conscientes y responsables de la misión tan sustancial e imprescindible que desempeñan.
Ciertamente, el camino de la vocación sacerdotal es largo y, como todo camino, tiene subidas y bajadas, rectas y curvas. El joven que da el sí a la vocación sacerdotal comienza ese camino. Necesita guías que conozcan bien el camino y sepan llevarle hasta la meta en un clima de paz y de alegría. La vocación al sacerdocio requiere, como toda vocación, una formación específica. La misión que espera a cada sacerdote coincide con la de Cristo, y exige un proceso formativo esmerado y profundo. Habrá buenos y santos sacerdotes si los llamados a este servicio son ayudados a vivir con sencillez y con amor, el Evangelio completo, auténtico, en su plenitud: caridad, vigilancia, oración, esperanza y entrega sin límites. Junto a la formación espiritual, el joven llamado al sacerdocio necesita una formación humana, intelectual y pastoral muy rica, enraizada en la experiencia milenaria de la Iglesia. Educadores sabios y santos formarán seminaristas sabios y santos.
Es esencial que los formadores sean hombres que centren toda su vida sacerdotal en la Eucaristía, para que de esa manera puedan transmitir a los seminaristas que están formando el testimonio de su experiencia y la orientación fundamental de la vida sacerdotal a la que éstos se preparan. Del sacrificio eucarístico arranca la vida espiritual, una vida espiritual que lleva a ahondar y a profundizar aún más en el misterio del Amor de Dios. Junto al altar, junto al tabernáculo, el sacerdote configura toda su psicología, todo su actuar, con el modo de ser, de pensar, de hablar, de Cristo, Maestro y Pastor, hasta el punto de poder dar, como Jesús, la vida por sus hermanos. Entonces llegarán a ser buenos pastores a imagen de Jesucristo, el Buen Pastor.
Iniciativas no faltan en la Iglesia
La Iglesia no ha cesado de experimentar en los veinte siglos de existencia la imparable creatividad del Espíritu Santo, que es su alma. El Espíritu está suscitando en la Iglesia de hoy decenas, centenares de iniciativas para su renovación y para su revitalización. En el campo vocacional surgen en las diócesis, en las congregaciones religiosas, en los movimientos eclesiales modos originales de entrar en el mundo de los jóvenes y de hacerles una propuesta seria de vocación sacerdotal o religiosa. No cabe duda de que una cierta movilización vocacional se está operando en las diócesis esparcidas por los cinco Continentes. Dentro de esta búsqueda de iniciativas en la pastoral vocacional, hay diócesis, congregaciones y movimientos eclesiales que han obtenido extraordinarios resultados en el crecimiento y perseverancia vocacional.
Detrás de esos resultados hay, ante todo, mucha oración y bendición de Dios. Hay además mucho esfuerzo, mucho trabajo, mucha entrega y dedicación. Ante todo, se han propuesto como una prioridad el desarrollo de las vocaciones. Están luego los no pocos sacerdotes o religiosos que desempeñan día tras día y año tras año su tarea, nada fácil, de promotores vocacionales. Conviene tener en cuenta además los numerosos centros educativos de sesgo católico, que son lugares donde, por el cultivo espiritual de los adolescentes y jóvenes, se despiertan las vocaciones. No faltan iniciativas de gran envergadura, como “la adoración por las vocaciones” o “los encuentros vocacionales”, dirigidos y sostenidos por laicos cristianos que aprecian y valoran al sacerdote como hombre de Dios al entero servicio de los hombres, sus hermanos. En el surco de estas y otras iniciativas cae la semilla de muchos hombres que se pudren diariamente para que florezcan muchas y santas vocaciones sacerdotales, diocesanas y religiosas, que den gloria a Dios y esperanza a los hombres. Confiamos que, con el pasar de los años, la creatividad del Espíritu se muestre en nuevas iniciativas que, acogidas con sencillez, amor y generosidad, brinden a la Iglesia los sacerdotes que necesita para continuar realizando su misión en el mundo.
Llamados a remar mar adentro
Éste es el lema para la Jornada Mundial por las Vocaciones 2005. A la Iglesia entera se le ofrece la oportunidad de “reflexionar sobre la llamada a seguir a Jesús y, en particular, a seguirle en el camino del sacerdocio y de la vida consagrada” (n. 1). El Papa cree y está firmemente convencido de que “los jóvenes necesitan de Cristo, pero saben también que Cristo quiere contar con ellos” (n. 4). A los jóvenes, alegres por ser jóvenes, y reflexivos por el empeño en dar un sentido pleno a su existencia, les dice el Santo Padre: “Cristo os pide remar mar adentro y la Virgen os anima a no dudar en seguirle” (n. 5). “Haced lo que Él os diga” (Jn 2,5). A los padres y educadores cristianos, a los sacerdotes, consagrados y catequistas les advierte y exhorta: “No olvidéis que hoy también se necesitan sacerdotes santos, personas totalmente consagradas al servicio de Dios. Por eso quisiera repetir una vez más: ‘Es necesario y urgente organizar una pastoral de las vocaciones amplia y capilar, que llegue a las parroquias, a los centros educativos y a las familias, suscitando una reflexión más atenta a los valores esenciales de la vida, que se resumen claramente en la respuesta que cada uno está invitado a dar a la llamada de Dios, especialmente cuando pide la entrega total de sí y de las propias fuerzas para la causa del Reino’ (Novo millennio ineunte, 46)” (n. 5).
¡Sacerdotes, esperanza del mundo! Si es mucha la esperanza que el mundo hoy necesita, han de ser muchos también los sacerdotes dispuestos a dársela. En el corazón del hombre, como en la cesta de Pandora, puede faltar todo menos la esperanza. Pero en muchos corazones de hoy la esperanza está adormilada o gravemente herida. Las esperanzas humanas que la sociedad brinda a los hombres son efímeras, pasajeras, desprovistas de trascendencia. Despiertan por unos momentos la esperanza o alivian su herida. Nada más. El sacerdote trae al hombre una esperanza que no decae ni muere, una esperanza anclada en la historia, pero que vuela hacia la eternidad en donde tiene su último nido. El sacerdote es el hombre que tiene una esperanza inquebrantable en los hombres y una confianza radical en el amor de Dios. Por ello, su esperanza no defrauda. Por ello, el sacerdote es esperanza del mundo. Por ello, elevemos nuestras súplicas a Dios con la voz del Vicario de Cristo:
“Salvador nuestro,
enviado por el Padre
para revelar el amor misericordioso,
concede a tu Iglesia el regalo
de jóvenes dispuestos a remar mar adentro,
para ser entre sus hermanos
manifestación de tu presencia
que renueva y salva” (n. 6; cf. L’Osservatore Romano en español, 14 de enero 2005, 3).
Editorial de Ecclesia. Revista de cultura católica (enero-marzo 2005), pp. 3-12.
FUENTE: es.catholic.net