FRASES PARA SACERDOTES

"Cuando rezamos el Santo Rosario y nos unimos a María, estamos viviendo lo que es la familia porque cuando los hijos se reúnen con La Madre y juntos le oran a Dios, es la familia orando unida". DE: Marino Restrepo.
Papa Francisco a los sacerdotes que llevan "doble vida"

SAN JUAN I. PONTÍFICE Y MÁRTIR. DEFENSOR DE LA FE.

Martirologio Romano: San Juan I, papa y mártir, que, habiendo sido enviado por el rey arriano Teodorico en embajada al emperador Justino de Constantinopla, fue el primer pontífice romano que ofreció la Víctima Pascual en aquella Iglesia, pero a su regreso, detenido de manera indigna y aherrojado en la cárcel por el mismo Teodorico, pereció como víctima por Cristo Señor, en Ravena, en la Flaminia († 526).



E
ra italiano, de Toscana. En 523 fue elegido Sumo Pontífice. En Italia gobernaba el rey Teodorico que apoyaba la herejía de los arrianos. Y sucedió que el emperador Justino de Constantinopla decretó cerrar todos los templos de los arrianos de esa ciudad y prohibió que los que pertenecían a la herejía arriana ocuparan empleos públicos (los arrianos niegan que Jesucristo es Dios y esto es algo muy grave y contrario a la religión Católica). El rey Teodorico obligó entonces al Papa a que fuera a Constantinopla y tratar de obtener que el emperador Justino quitara las leyes que habían dado contra los arrianos. Pero Juan no tenía ningún interés en que apoyaran a los herejes. Y así lo comprendió la gente de esa gran ciudad.

Más de 15,000 fieles salieron en Constantinopla a recibir al Papa Juan, con velas encendidas en las manos, y estandartes. Y lo hicieron presidir muy solemnemente las fiestas de Navidad. Y claro está que el emperador Justino, aunque les devolvió algunas iglesias a los arrianos, no permitió que ninguno de estos herejes ocupara puestos públicos.

Y Teodorico se encendió en furiosa rabia, y al llegar el Santo Padre a Ravena (la ciudad donde el rey vivía) lo hizo encarcelar y fueron tan crueles los malos tratos que en la cárcel recibió, que al poco tiempo murió. Junto con el Papa fueron martirizados también sus dos grandes consejeros, Boecio y Símaco.

Y dicen los historiadores que el rey Teodorico sintió tan grande remordimiento por haber hecho morir a San Juan Primero, que en adelante lo veía hasta en los pescados que le servían en el almuerzo.


FUENTE: es.catholic.net 

DOCUMENTACIÓN ACERCA DEL INFIERNO - Los tres niveles del Paraíso


Santa Francisca Romana, Modelo de madre, esposa y religiosa, convivió toda su vida con ángeles que se hacían permanentemente visibles para auxiliarla en su santificación.

A los doce años era ya una criatura extraordinaria. Después, lo maravilloso rodea su vida. Era la santa, según decían los romanos. ¡Qué asombro causaba ver a aquella mujer nobilísima, sin rival en Roma por sus riquezas y el esplendor de su casa, vestida con sencilla túnica de lana, sin acordarse del oro, de las sedas, de los adornos y joyas que su marido, Lorenzo de Ponciani, había reunido para ella en cantidad fabulosa!

Un día las gentes la vieron, estupefactas, guiando por las avenidas del Foro, donde sus antepasados habían arrastrado brocados y púrpuras, un asnillo cargado con un haz de leña y un fardo de ropa. No faltó quien la creyó loca, ni tampoco quien juzgase estos actos hijos de un espíritu avaricioso y mezquino. Iba en busca de los desgraciados, a las buhardillas sórdidas donde los enfermos aguardaban la luz de su sonrisa, a los zaquizamís donde se amontonaban los niños de caras pálidas y hambrientas. Esta era toda su ambición: mitigar el dolor, aliviar la pobreza. Y es que ella sabía lo que era sufrir.

El rey de Nápoles había tomado a Roma. Su casa fue saqueada, sus bienes confiscados, desterrado su marido, y su hijo llevado de rehén. Mientras tanto, ella alababa a Dios, y Dios se lo devolvió todo mejorado, como al patriarca de Hus. Así el matrimonio iba puliendo aquella alma. Santa Francisca había hecho propósito de no casarse; pero su confesor aconsejóla que no se resistiese a las instancias de sus padres. Se casó, y todo en su vida vino a probar que había hecho bien. Ama de casa, supo poner en ella una seriedad cristiana y una serena alegría. A sus domésticas llamábalas hermanas, y como a hermanas las trataba.

La maternidad fue para ella una grande alegría, y no dudó consagrarle los más profundos afectos de su alma. Crió a sus hijos con su propia leche, enseñóles el temor de Dios, y ellos fueron dignos de tal madre.

La temprana muerte de su hijo Evangelista fue uno de los grandes goces de su vida. Fue una muerte extraordinaria: "Veo - decía el joven - a San Antonio y San Onofre, que vienen a buscarme para conducirme al Cielo".

Una vez Evangelista vino a verla en su oratorio, y le dijo: "Dentro de poco mi hermana Inés vendrá a reunirse conmigo. Todos te dejamos; pero aquí tienes a mi compañero, que de ahora en adelante será el tuyo: es un arcángel que el Señor te envía, y que ya no te abandonará". Desde aquel momento Francisca pudo leer y trabajar de día y de noche, porque el arcángel era para ella una luz visible, que tan pronto aparecía a su derecha como a su izquierda.

Un día, un sacerdote que la criticaba de exagerada e indiscreta, dióle a comulgar una hostia no consagrada. Conocióla ella, quejóse, y el sacerdote confesó su falta.

Una de las ventajas que le trajo el matrimonio fue el llegar a conocer a una hermana de su marido, llamada Vannoza. Vannoza se hizo su cooperadora, su amiga, su confidente. Juntas iban de puerta en puerta a pedir para los pobres, juntas hacían sus oraciones dentro de casa, y juntas se las veía fuera de ella. En su vida exterior se separaban muy poco; en su vida interior, nunca. Como divina que era, esta intimidad recibió una sanción divina. Un día las dos mujeres, a la sombra de un árbol del jardín, hablaban del modo de santificar sus vidas en ejercicios para los cuales necesitaban licencia de sus maridos. Era en tiempo de primavera, y, sin embargo, el árbol que las cobijaba, en vez de echar flores, dio frutos: hermosas peras maduras cayeron a los pies de las dos mujeres, que las llevaron a sus maridos para confirmarles en el propósito de no poner obstáculo a sus piadosos proyectos.

Pero Francisca veía que en Roma había otras damas de rancio linaje muy distintas de su amiga Vannoza. El pesar le mordía el corazón al verlas entregadas a las frivolidades y ligerezas de la Roma corrompida, en que alboreaba el Renacimiento. En sus éxtasis frecuentes, largos, a veces de dos o tres días, no cesaba de pedir a Dios le indicase un medio "de salvar la flor de la pureza en aquellas mujeres, semejantes a las moscas incautas que caen en la tela tejida por la araña". Y al dejar los coloquios divinos, del fondo de su alma brotaba una voz que le decía: "Ve, trabaja, reúnelas, infúndelas tu espíritu, el espíritu de Benito el patriarca, espíritu de paz, de oración y de trabajo". Así nació la Congregación de las Oblatas de San Benito.

El primer monasterio, en la Torre de Spechi, se ve todavía en Roma, decorado con todos los encantos del primitivo arte italiano, ennoblecido aún por la virtud de las hijas de la santa fundadora.

Francisca no entró en un principio, porque todavía la ataban al mundo los lazos del matrimonio; pero cuando éstos se rompieron, presentóse en Torre de Spechi vestida con un hábito de penitencia y de rodillas, delante de todas aquellas mujeres, transformadas por su caridad, les suplicó que, aunque pecadora, tuviesen a bien admitirla en su compañía. Ellas la abrazaron, y llenas de gozo la recibieron como hijas a su madre. Ella daba el ejemplo en todo. Era la más obediente, la más humilde, la más mortificada y la más piadosa. Desde que vivía en su palacio, la obediencia había sido para ella una preocupación continua.

En toda Roma era bien conocida esta anécdota edificante: Rezaba una vez Francisca el Oficio parvo, que era su devoción favorita, cuando, al empezar una estrofa, oyó dos golpes en la puerta. Era un pobre. Ella corrió, puso unas monedas en las manos del mendigo, y volvió a entrar en su habitación. Apenas se había arrodillado para empezar de nuevo la estrofa, cuando oyó una voz: "¡Francisca, Francisca!". Era Ponciani, que la llamaba. Nuevamente interrumpió su rezo. Otras dos veces la llamaron aún, y otras dos veces dejó la estrofa sin concluir. Al volver por quinta vez a su cuarto, encontró aquellos versos escritos con letras de oro por un calígrafo celestial.

Uno de los aspectos de esta santa mujer, modelo de casadas, de viudas y de monjas, fue el de vidente. Para ella, vivir fue ver. Su vida en este mundo no fue más que la corteza ligera y transparente de la vida que vivía en el otro. Fue una apariencia. Cuando decimos que desde este mundo vio el otro con una transparencia extraña, tal vez no hablemos con exactitud; pues más que en éste, estaba en el otro. Por eso en sus visiones nos ha pintado como nadie los misterios del más allá.

Vio el infierno, con su fuego negro, con sus jerarquías, funciones y suplicios. Conocía toda la estrategia usual de los demonios para hacer caer a un alma; cómo la debilitan y, una vez débil, la atacan con la desconfianza, para inspirarla luego el orgullo, al cual se entrega tanto más fácilmente cuanto mayor es su flaqueza; cómo la asedian después los espíritus de la carne, y luego los del dinero, para terminar en poder de los de la idolatría, que concluyen lo que los otros comenzaron.

Es una profunda psicología la que se encierra en esta gradación admirable.

Vio también el purgatorio, con su fuego claro, de matiz rojizo, con sus diversas moradas de dolor, y, como el Dante, su contemporáneo, llevada de la mano misma de Dios, penetró en el paraíso.

Esta visión celeste es más rica de detalles: primero está el cielo estrellado, cuyos mundos, mayores que la tierra, flotan a enormes distancias; después, el cristalino, más brillante todavía, y finalmente el empíreo, que es el más sublime.

Su visión más alta fue la del Ser antes de la creación de los ángeles. Era un círculo espléndido e inmenso, que sólo en sí mismo descansaba. Bajo el círculo infinito, el desierto de la nada, y dentro de él una como columna deslumbrante en que se reflejaba la divinidad. Allí, unos caracteres; principio sin principio y fin sin fin.

Luego aparecieron los ángeles a semejanza de copos de nieve que cubren las montañas. Y Cristo dijo a la vidente:

"Yo soy la profundidad del poder divino. Yo he creado el cielo, la tierra, los ríos y los mares. Yo soy la sabiduría divina. Soy la altura y la profundidad; soy la esfera inmensa, la altura del amor, la caridad inestimable. Por mi obediencia, fundada en la humanidad, he redimido al género humano".

TRATADO DEL PURGATORIO - PARTE 5 (Final)

DE CATALINA DE GÉNOVA

Al parecer, Santa Catalina no escribió de su mano ninguna de las obras que se le atribuyen, sino que éstas son recopilaciones hechas por amigos y discípulos suyos.




(Ver parte 4 aquí)

25. Yo veo que las almas del purgatorio entienden estar sujetas a dos operaciones. La primera es que padecen voluntariamente aquellas penas, conscientes de que Dios ha tenido con ellas mucha misericordia, teniendo en cuenta lo que merecían, siendo Dios quien es. Si su inmensa bondad no atemperase con la misericordia la justicia, que se satisface con la sangre de Jesucristo, un solo pecado hubiera merecido mil infiernos perpetuos. Y por eso padecen esa pena con tanto voluntad, que no quisieran les fuera reducida ni en un gramo, tan convencidos están de que la merecen justamente, y de que está bien dispuesta. Así que, en cuanto a la voluntad, tanto se pueden quejar de Dios como si estuvieran en la vida eterna.

La otra operación es la del gozo que experimentan al ver la ordenación de Dios, dispuesta con tanto amor y misericordia hacia las almas. Y estas dos visiones las imprime Dios en aquellas mentes en un instante. Ellas, como están en gracia, pueden entenderlas según su capacidad; y ello les da un gran contentamiento que no viene a faltarles nunca, sino que va acrecentándose a medida que se acercan a Dios.

Y estas visiones no las tienen las almas en sí mismas, ni por sus propias fuerzas, sino que las ven en Dios, en el cual tienen su atención mucho más fija que en las penas que están padeciendo, y de las que no hacen mayor caso. Y la razón es que por mínima que sea la visión que se tenga de Dios, ella excede a toda pena o gozo que el hombre pueda captar; y aunque exceda, no le quita sin embargo nada en absoluto de ese contentamiento.

26. Esta forma purificadora que veo en las almas del purgatorio, es la misma que estoy sintiendo yo en mi mente, sobre todo desde hace dos años; y cada día la siento, y cada vez más claramente. Veo que mi alma está en su cuerpo como en un purgatorio, de modo semejante al verdadero purgatorio, en la medida, sin embargo, en que el cuerpo lo pueda soportar sin morir; y esto siempre va creciendo hasta la muerte.

Yo veo al espíritu abstraído de todas aquellas cosas, incluso de las espirituales, que le podrían dar alimento, como sería alegría y consolación. Y es que ya no está en disposición de gustar alguna cosa espiritual, ni por voluntad, ni por inteligencia, ni por memoria, de modo que pueda decir: «me da más contento esto que aquello otro».

27. Mi interior se encuentra de tal modo asediado, que todas aquellas cosas que mantenían la vida espiritual y corporal le han sido quitadas poco a poco. Al serle quitadas ha conocido que no eran sino unas ayudas, y al reconocerlas como tales, de tal modo las va menospreciando que todas ellas se van desvaneciendo, sin que nada las retenga. Y es que el espíritu tiene ya en sí el instinto de quitar todo lo que pueda impedir su perfección, y está dispuesto a obrar con tal crueldad que se dejaría poner en el infierno con tal de conseguir su intento.

Y así va quitándole al hombre interior todas las cosas que podrían alimentarle, y lo asedia tan sutilmente que no le deja pasar la más mínima imperfección, sin que al punto sea descubierta y aborrecida.

Y ese mismo asedio hace que mi espíritu tampoco pueda soportar que aquellas personas que me son próximas, y que van al parecer hacia la perfección, se sustenten en criatura alguna. Cuando los veo cebados en cosas que yo he menospreciado ya, no puedo sino apartarme para no verlo, y más aún cuando son personas especialmente próximas a mí.

28. El hombre exterior, por su parte, se ve tan desasistido por el espíritu, que ya no encuentra cosa sobre la tierra que pueda recrearle, según su instinto humano. Ya no le queda otra confortación que Dios, que va obrando todo esto por amor y con gran misericordia para satisfacer su justicia. Y entender que esto es así le da una gran alegría y una gran paz.

Sin embargo, no por esto sale de su prisión, ni tampoco lo intenta, hasta que Dios haga lo que sea necesario. Su alegría está en que Dios esté satisfecho, y nada le 13 sería más penoso que salir fuera de la ordenación de Dios, tan justa la ve, y tan misericordiosa.

Todas estas cosas las veo y las toco, pero no sé encontrar las palabras convenientes para expresar lo que querría decir. Lo que yo he dicho, lo siento obrar dentro de mí espiritualmente.

29. La prisión en la cual me parece estar es el mundo, y la cadena que a él me sujeta es el cuerpo. Y el alma, iluminada por la gracia, es la que conoce la importancia de estar privado, o al menos retardado, por algún impedimento que no le permite conseguir su fin. Ella es tan delicada, y recibe ciertamente tal dignidad de Dios por la gracia, que viene a hacerse semejante y participante de Él, que la hace una cosa consigo por la participación de su bondad.

Y así como es imposible que venga Dios a sufrir alguna pena, así les sucede a aquellas almas que se aproximan a Él, y tanto más cuanto más se le aproximan, pues más participan de sus propiedades. Ahora bien, el retardo que el alma sufre le causa una pena, y esta pena y retardo le hacen disconforme de aquella propiedad que ella tiene por naturaleza.

Y no pudiendo gozar de ella, siendo de ella capaz, sufre una pena tan grande cuanto en ella es grande el conocimiento y el amor de Dios. Y cuanto está más sin pecado, más le conoce y estima, y el impedimento se hace más cruel, sobre todo porque el alma permanece toda ella recogida en Dios y, al no tener ningún impedimento externo, conoce sin error.

30. Así como el hombre que se deja matar antes que ofender a Dios, siente el morir y le da sufrimiento, pero la luz de Dios le da un celo seguro que le hace estimar el honor de Dios más que la muerte corporal; así el alma que conoce la ordenación de Dios, tiene más en cuenta esa ordenación que todos los tormentos, por terribles que puedan ser, interiores o exteriores. Y esto es así porque Dios, por el que se hacen estas obras, excede a toda cosa que pueda imaginarse o sentirse.

Todas estas cosas que he ido exponiendo, el alma no las ve, ni de ellas habla, ni conoce de ellas con propiedad o daño; sino que las conoce en un instante, y no las ve en sí misma, porque aquella atención que Dios le da de sí mismo, por pequeña que sea, de tal modo absorbe al alma que excede a todas las cosas, de las que ya no hace caso. En fin, Dios hace perder aquello que es del hombre, y en el purgatorio lo purifica.

Fin de la entrega

EL HOMBRE DEBERÍA TEMBLAR

EL HOMBRE DEBERÍA TEMBLAR
San Francisco de Asís