Mensajes de Nuestro Señor
Jesucristo a sus Hijos Los Predilectos.
Jesucristo a sus Hijos Los Predilectos.
("A Mis Sacerdotes" de Concepción Cabrera de Armida)
LXV
LXV
GRACIAS DIVINAS PARA EL SACERDOTE
En el altar, el sacerdote reproduce - en cierto sentido - el misterio de la Encarnación, que atrajo al Verbo hacia la tierra para hacerse hombre.
Unidos al Dios hombre, el sacerdote opera el misterio de la transubstanciación. Entonces el Dios hecho carne, al servirse del sacerdote para la transubstanciación – como se sirvió de su propia humanidad para instituir la Eucaristía – refleja en él místicamente y en cierto grado el misterio de la Encarnación.
Lo que no debe extrañar, pues en realidad todos los misterios se reflejan en el corazón del sacerdote a la hora de la consagración. El misterio de la unidad muy especialmente, porque, al transformarse en Mí en aquella hora solemne del sacrificio, viene a ser uno Conmigo, en la unidad de la Trinidad.
También se refleja en él el misterio de la Eucaristía, porque al transformarse en Mí, participa de la unidad de la Eucaristía, cuya sustancia es una, aunque se multipliquen las especies.
Dios es misterio que la fe ilumina, que la esperanza aclara y que el amor penetra y que hace que el hombre se una con Dios, se divinice y se transforme.
Las virtudes teologales tienen su perfecto desarrollo en el sacerdote que se transforma en Mí; crecen y se agigantan en su alma, lo elevan de la tierra y sobrenaturalizan su vida. Esas virtudes teologales son como las alas que lo sostienen entre el cielo y la tierra, y no lo dejan mancharse con su contacto ni empolvarse siquiera.
¡Cuántas ventajas tiene, para el sacerdote sobre todo, la transformación en Mí! No puede el sacerdote medir, ni criatura alguna, las riquezas y los tesoros inmortales que encierra para sí mismo y para otras almas. Porque lo de Dios se difunde. Dios no puede estar ocioso ni en Sí mismo ni en las almas a quienes se comunica; porque el Espíritu que lo mueve –que es el amor- es activo y no descansa, siempre dando a Dios, que es lo mismo que si siempre diera amor.
Y claro está que a los Obispos y a los Sacerdotes el Espíritu Santo los distingue, porque son más que él, porque le pertenecen por derecho de justicia, de elección y de donación. A ellos los ha ungido, sobre ellos ha descansado y en ellos tiene su morada y su nido.
Y si todos los cristianos desde el bautismo son su templo, los sacerdotes no solo son su templo, sino su posesión. Porque el Padre se los dedicó eternamente al Espíritu Santo; porque Yo – el Hijo – los conquisté por mis infinitos méritos; porque el mismo Espíritu Santo, cuando encarnó al Divino Verbo en María, se gozó también en divinizar la vocación sacerdotal con el contacto del Verbo, el Sacerdote eterno, y puso en esa vocación una fibra de la fecundación del Padre y un reflejo de la pureza de su Inmaculada Esposa, imagen de la Iglesia.
Por derecho, pues, le pertenecen los sacerdotes al Espíritu Santo, que desde la eternidad le deben favores inauditos y gracias estupendas que muy pocos le agradecen.
¿Quién cuidó, si no, su vocación hasta conducirlos al altar?
¿Quién infundió en ellos ese alejamiento del mundo y ese amor a la pureza?
¿Quién le dio fortaleza y valor para dejar los lazos naturales y entregarse para siempre a Dios en cuerpo alma?
¿Quién les infundió la fortaleza para las abnegaciones futuras, para los sacrificios constantes, para las soledades del alma y del Corazón?
¿Quién les abrió caminos y les inspiró los heroicos renunciamientos que necesita un sacerdote para llegar al altar?
¿Quién los ha sostenido antes y después en sus luchas internas que solo Yo veo, y quién los ha elevado a la altura de su vocación y les ha dado la victoria?
El sacerdote ignora toda la acción salvadora, reconfortante y glorificadora que le debe al Espíritu Santo y las luchas que este Santo Espíritu ha tenido y tiene con Satanás, para cuidar sus cuerpos y sus almas expuestas a ser desgarradas por el espíritu del mal.
Y solo cuándo la voluntad humanase ha rebelado contra Él, el Espíritu Santo ha tenido que ceder el campo al enemigo, con gemidos inenarrables; pero pronto a volver a tomar posesión de los suyo en el momento en que humildemente lo invoquen por el arrepentimiento.
El Espíritu Santo es tan fiel que jamás abandona a quién se le ha confiado. Es mi Espíritu. Soy Yo mismo en Él y en el Padre, en cuánto que tenemos una sola Divinidad; todos Tres tenemos somos ternura y caridad. Somos quienes nos contristamos con las rebeldías e ingratitudes de los sacerdotes que tanto amamos y que tanto le deben a la Trinidad Santísima.
Pero también nos alegramos con sus triunfos y nos gozamos en remunerar a los sacerdotes con más y más carismas de amor, con gracias, virtudes y dones para premiar sus victorias.
Nunca está solo el sacerdote, sino que la Trinidad misma lo acompaña a todas partes de una manera especial, lo protege a todas horas y lo ama siempre.
Esa Trinidad inefable, eterna, e inmensa, está siempre velando sobre él y a su disposición y - ¡cosa que asombra a los ángeles! – para ser utilizado en su favor y en el de los fieles, en el cumplimiento de su santo ministerio.
¡Todo un Dios infinito a la disposición del sacerdote en la santa Misa, en los sacramentos, en el ejercicio de su ministerio!
Pues bien, para perfeccionar esa vida de intimidad con la Trinidad, vengo a pedirle su transformación en Mí, que es de justicia, y a darle un don más para él, una perla más para su corona.
Para esto he tocado el corazón del sacerdote en todas sus fibras principalmente en estas confidencias amorosas, y he ampliado su camino de santidad en la Tierra y abierto ante sus ojos horizontes de perfección que está en su deber alcanzar para llenar mis designios sobre la tierra”.
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