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«María, mi amadísima Madre, dame tu corazón tan bello, tan puro, tan inmaculado, tan lleno de amor y de humildad, para que pueda recibir a Jesús como tu lo hiciste e ir rápidamente a darlo a los demás». Beata Teresa de Calcuta.
¡María fue santa, María fue dichosa! Pero más importante es la Iglesia que la misma Virgen María. ¿Por qué? Porque María es parte de la Iglesia, un miembro santo, un miembro excelente, un miembro supereminente, pero un miembro de la totalidad del cuerpo... Por tanto, amadísimos hermanos, prestad atención a vosotros mismos: también vosotros sois miembros de Cristo, cuerpo de Cristo (1 Co 12,27). ¿Cómo lo sois? Poned atención a lo que el mismo Cristo dice: “Estos son mi madre y mis hermanos “ ¿Cómo seréis madre de Cristo? “El que escucha y cumple la voluntad de mi Padre del cielo, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre”.
La presencia de María en el misterio del culto
Por Félix María Arocena Solano
La Iglesia ofrece el sacrificio eucarístico en comunión con la santísima Virgen María y haciendo memoria de Ella así como de todos los Santos y Santas. En la Eucaristía, la Iglesia, con María, está como al pie de la cruz, unida a la ofrenda y a la intercesión de Cristo. (CEC, 1370)
Repasaba mentalmente este párrafo del Catecismo de la Iglesia Católica que pone de relieve la presencia de la Virgen María en la celebración del Sacrificio eucarístico y me encontraba entretenido poniendo en orden las ideas que he venido recogiendo en torno a este punto, cuando Jesús Castellano me remite desde Roma una investigación suya donde, incidiendo de lleno en la materia, nos muestra una síntesis muy lograda de la reflexión teológica actual en esta área que es relativamente nueva en el ámbito de la teología litúrgica e, incluso, de la misma Mariología.[1] Desgraciadamente, los límites asignados a este artículo impiden un tratamiento más denso y pormenorizado del tema, por lo que me limitaré a espigar las principales líneas de fuerza subrayadas por el Prof. Castellano.
En primer lugar, hay que decir que, en la actualidad, los especialistas dedican una atención preferente a lo mariano en la liturgia y lo hacen animados, en parte, por el magisterio papal. En efecto, a comienzos del año 1984, el santo Padre, a raíz de una serie de intervenciones acerca de la presencia de la Santísima Virgen en la Iglesia y en su liturgia, afirmaba:[2]
La bienaventurada Virgen María se halla íntimamente unida tanto a Cristo como a la Iglesia y resulta inseparable del uno y de la otra. Ella, por tanto, se halla unida en aquello que constituye la esencia misma de la liturgia: la celebración sacramental de la Salvación para la gloria de Dios y la santificación del hombre. María está presente en el memorial la acción litúrgica porque estuvo presente en el Evento salvífico.
Ella se halla junto a cada fuente bautismal donde nacen a la vida divina, en la fe y en el Espíritu Santo, los miembros del Cuerpo místico ya que fue por medio de la fe y de la virtud del Espíritu como fue concebida su divina Cabeza, Cristo. Ella se halla junto a cada altar donde se celebra el memorial de la Pasión y Resurrección ya que estuvo presente, adhiriéndose con todo su ser al designio del Padre, en el hecho histórico-salvífico de la Muerte de Cristo. Ella se halla junto a cada cenáculo donde, por medio de la imposición de las manos y la santa unción, se concede el Espíritu a los fieles, ya que con Pedro y los otros Apóstoles, con la Iglesia naciente, estuvo presente en la efusión pentecostal del Espíritu. Cristo, sumo Sacerdote; la Iglesia, la comunidad de culto; María se halla incesantemente unida con uno y con otra en el Evento salvífico y en la memoria litúrgica.
Se trata de un texto descriptivo-afirmativo en el que, en medio de una sobria concisión, se describe la presencia de María en la liturgia de la Iglesia con referencia a los Sacramentos. La afirmación de Juan Pablo II se funda, sobre todo, en el paralelismo con que se inicia el párrafo: María está presente en el memorial la acción litúrgica porque estuvo presente en el Evento salvífico. ¿Cómo no evocar aquí el n. 103 de la Sacrosanctum Concílium, semilla fecunda de la teología litúrgica mariana postconciliar?
“En la celebración de este círculo anual de los misterios de Cristo, la santa Iglesia venera con amor especial a la bienaventurada Madre de Dios, la Virgen María, unida con lazo indisoluble a la obra salvífica del su Hijo.”
La frase central de este número constituye el punctum prúriens de la presencia de María en la liturgia: Ella está “unida con lazo indisoluble a la obra salvífica del su Hijo”. Es una expresión preñada de significado que bien merece una pausa serena de contemplación y reflexión a la luz de la teología de la Sacrosanctum Concílium. El texto ofrece una singular valoración de la asociación de María al Misterio de la Encarnación, como principio y fundamento de la totalidad de su asociación a la Economía salvífica. Siguiendo el hilo de las palabras del Papa, se puede afirmar que Aquella que participó en los misterios históricos de su Hijo intérfuit mystériis está ahora presente en los misterios hechos presentes en el memorial litúrgico adest in mystériis.
De ahí que la presencia de María en los acontecimientos salvíficos de la vida de Jesús sean los presupuestos para comprender la presencia de María en los misterios los hechos históricos celebrados de la vida de su Hijo, actualizados en la liturgia. La presencia mistérica de María en la liturgia depende de que Cristo mismo ha querido asumir como elemento constitutivo de su acción salvífica (acto teándrico) la acción de la Virgen (acto puramente humano). En este caso, el acto de la Virgen, en cuanto asumido por el Verbo e inserido constitutivamente en su acción salvífica, es, por eso mismo, subsistente en Él y, por tanto, suceptible de ser re-presentado mistéricamente en la celebración litúrgica.[3] Esta hipótesis se funda en una doble intuición teológica.
A) La primera se construye sobre la base de que los actos salvíficos de Cristo han sido asumidos a la gloria; llevados a cabo en la historia, permanecen en la meta-historia vivos y eficaces. Se trata de un argumento teológico, de raíz caseliana, recogido en el Catecismo de la Iglesia Católica:[4]
“En la Liturgia de la Iglesia, Cristo significa y realiza principalmente su misterio pascual. Durante su vida terrestre Jesús anunciaba con su enseñanza y anticipaba con sus actos el misterio pascual. Cuando llegó su hora (cfr. Jn 13, 1; 17, 1), vivió el único acontecimiento de la historia que no pasa: Jesús muere, es sepultado, resucita de entre los muertos y se sienta a la derecha del Padre “una vez por todas” (Rm 6, 10; Hb 7, 27; 9, 12). Es un acontecimiento real, sucedido en nuestra historia, pero absolutamente singular: todos los demás acontecimientos suceden una vez, y luego pasan y son absorbidos por el pasado. El misterio pascual de Cristo, por el contrario, no puede permanecer solamente en el pasado, pues por su muerte destruyó a la muerte, y todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos y en ellos se mantiene permanentemente presente. El acontecimiento de la Cruz y de la Resurrección permanece y atrae todo hacia la Vida.”
En efecto, “todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos y en ellos se mantiene permanentemente presente”.[5] A la luz que aporta este párrafo, se puede decir que el Padre, glorificando al Hijo en su Misterio pascual momento que recapitula toda la economía salvífica, ha querido que juntamente con Cristo fuera asumido en la gloria y se hiciera permanente todo aquello que el Señor ha obrado en su humanidad histórica: su vida, sus palabras, sus acciones..., en definitiva, todos los mystéria carnis Christi, por emplear una expresión muy querida para la tradición teológica medieval.
B) La segunda intuición se refiere a que no sólo los actos históricos de Jesús han sido asumidos a la gloria, sino también los de su Madre. Estos últimos lo han sido en la medida en que se hallan indisolublemente unidos a los actos mismos de Cristo (Sacrosanctum Concílium, 103). Los actos históricos de María, inseridos en la misma economía del Evento salvífico, inseparables de él por cuanto que el Evento no se hubiera producido en su historicidad salvífica sin la presencia y la cooperación del Madre del Señor que obró siempre en comunión con su Hijo y en la sinergia del Espíritu Santo permanecen también para siempre.
Es en este sentido que acabo de apuntar donde hallamos una «precomprensión» de aquel otro texto importante del Catecismo de la Iglesia Católica: “La dimensión mariana de la Iglesia precede a su dimensión petrina”.[6] A partir de la dimensión petrina, ciertamente, emergen para la Iglesia elementos tan sustanciales como su estructura jerárquica fundamental... pero, a la vez, Ella es original y constitutivamente mariana. María está presente en el consílium salutis desde el primer momento como persona activamente implicada en él. Consílium, proyecto, plan del que Ella es, contemporáneamente, fruto y activa cooperadora con una singularidad personal, única e irrepetible. Así, la dimensión mariana de la Iglesia y, por tanto, de su liturgia no es algo meramente devocional, exigido por razones afectivas o de pietismo sentimental. El Concilio Vaticano II, confirmando la enseñanza de toda la tradición, ha recordado que en la jerarquía de la santidad precisamente la mujer, María de Nazaret, es figura de la Iglesia. Ella “precede” a todos en el camino de la santidad; en su persona la Iglesia ha alcanzado ya la perfección con la que existe inmaculada y sin mancha”.[7] En este sentido afirma Juan Pablo II en una Carta Apostólica se puede decir que la Iglesia es, a la vez, “mariana” y “apostólicopetrina”.[8]
Pero volvamos a nuestro tema: la presencia mistérica de María en la liturgia. En el Canon Romano, María Santísima aparece precedida del significativo adverbio imprimis, (especialmente, de modo particular...)[9] que se refiere a la singularidad de la presencia de la Virgen, non parangonable con la presencia angélica ni con aquella otra de la comunión de los Santos, en razón de la condición gloriosa y celeste de la persona de María en cuerpo y alma. Tampoco debe ser entendida como una «ubicuidad», porque el término apunta a una condición mas bien estática y omnicomprensiva propia de la Divinidad, cosa que aquí, evidentemente, no procede. La liturgia bizantina se complace en contemplar a María como la «Deisis», es decir, la «Intercesión viva», junto a su Hijo, sentado en el trono, ante el cual se inclina suavemente con las manos extendidas hacia adelante, en medio de una transparencia pneumatológica, significada por el vestido de púrpura que simboliza cómo Ella se encuentra envuelta por el Espíritu Santo.[10] La Deisis supone una imploración constante de la efusión de la gracia del Espíritu sobre nosotros en orden a nuestra cristificación.
A modo de conclusión, querría condensar algunas expresiones que glosaran los resultados obtenidos hasta aquí en torno al tema que nos ocupa. Las preguntas que nos propusimos al principio de nuestra reflexión eran de este tenor: ¿se puede hablar de una presencia de María en la celebración del culto cristiano? ¿En qué sentido? ¿De qué bases teológicas podemos disponer? ¿Cuánto hay de analogía y distinción? Las respuestas han de ser necesariamente sobrias. Respuestas que ilustran pero no agotan todo aquello que las preguntas pretenden abarcar. María está presente en la liturgia de un modo “análogo” a como está presente su Hijo. Esta palabra “análogamente”, está tomada de la analogia fídei, de la analogia mysteriorum, y apunta a los nexos de unidad de todos los misterios en relación al único Misterio de Cristo.
La “análogía” en relación a Cristo es la clave para intuir lo que de presencia mariana hay en la liturgia. Pretende esclarecer que es “en Cristo” como la Madre está presente; en otras palabras, Ella no adviene al Misterio de culto desde lejos, desde el exterior; ni siquiera llega por su actual condición gloriosa o su vivir para siempre en Dios, sino por su pertenencia íntima al Misterio celebrado. La presencia gloriosa de María Santísima en el Misterio de culto es una presencia in oblíquo, “transversal”, diría Juan Pablo II, mistérica.[11] No por ello imaginativa o simbólica, sino presencia real, objetiva. Se trata de una presencia de comunión que dimana de una perikoresis en el Espíritu Santo:[12] una recíproca y mutua compenetración e interioridad de las personas de Jesús y su Madre «en el Espíritu Santo».
Al hilo de estos párrafos finales aprovecho para subrayar dos testimonios litúrgico el uno y patrístico el otro ofrecidos por J. Castellano que podrían corroborar, cada uno desde su angulación propia, la cuestión que estamos tratando: la presencia mistérica de María Santísima en la liturgia. Son dos testigos distintos que, en sus respectivos ámbitos, apuntan a un mismo sentir:
El primero consiste en el uso litúrgico bizantino muy significativo, según el cual, durante la preparación de los dones, el sacerdote toma una partícula de pan no consagrado y dice: “En honor y memoria de la beatísima, gloriosa y soberana Madre de Dios y siempre Virgen María y por medio de su intercesión, acoge, Señor, este sacrificio que presentamos sobre tu altar”. El sacerdote entonces toma esa partícula de pan no consagrado, la sitúa a la derecha del Pan consagrado y dice: “De pie a tu derecha está la Reina, enjoyada con oro de Ofir, vestida de perlas y brocado (Ps 44)”.[13]
El segundo testimonio es la confesión de fe de San Germán de Constantinopla quien, a través de una teología que es contemporáneamente oración, durante una homilía sobre la Dormición de la Virgen Santísima y mientras conversa con Ella, confiesa e interpreta la fe de la Iglesia en la presencia de María en la liturgia y, más allá de la liturgia, en la vida del Pueblo de Dios:[14]
“O Santísima Madre de Dios... así como cuando vivías sobre la tierra, no eras extraña a la vida del Cielo, así tampoco eres extraña, tras tu Asunción, a la vida de los hombres, antes bien estás espiritualmente presente a ellos... Como en un tiempo viviste corporalmente con quienes fueron contemporáneos tuyos, así también ahora tu espíritu vive a junto a nosotros. La protección con que nos asistes es un signo manifiesto de tu presencia en medio nuestro. Todos escuchamos tu voz y la voz de todos nosotros llega también a tus oídos... Tú vigilas sobre nosotros. A pesar de que nuestros ojos no sean capaces de contemplarte, o beatísima, Tú te entretienes gustosamente con nosotros y te manifiestas de modos diversos a quienes se muestran dignos de ti...
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[1] J. CASTELLANO, La presenza di Maria nel misterio del culto, en Marianum, 159/2 (1996), p. 426 ss.
[2] JUAN PABLO II, Alocución del Ángelus del 12 de febrero de 1984. (Cfr. Notitiæ, 20 (1984), p. 173), en NOTITIæ, 20 (1984), P. 173-174.
[3] A. M. TRIACCA, Esemplarità della presenza di Maria SS. nella celebrazione del mistero di Cristo, en Liturgia, 23, n. 41 (1989), p. 232; I.M. CALABUIG, La presencia de marái en la liturgia, en AA.VV., La doctrina y el culto mariano hoy, México, Centro mariano O.S.M., México 1989, p. 82.
[4] CEC, 1085.
[5] En el texto típico se aprecian todavía mejor los matices: “...quidquid Christus est, et quidquid Ipse pro ómnibus fecit et passus est, æternitatem participat divinam et sic ómnia transcendit témpora et præsens effícitur”.
[6] CEC, 773.
[7] Eph 5, 27.
[8] JUAN PABLO II, Carta Apostólica Mulieris dignitatem, 27: “En este sentido se puede decir que la Iglesia es, a la vez, “mariana” y “apostólicopetrina”.
[9] En el Canon romano, la mención de la Virgen viene seguida por la escolta de 12 Apóstoles y 12 Mártires. Sobre este séquito hago notar que la cita de los Apóstoles no se realiza según una prelación determinada a excepción de los 5 primeros: Pedro y Pablo, Andrés, Santiago y Juan. Éstos son los que son y no otros, por las razones que exhibe el Evangelio en relación a la preferencia y amistad del Señor con ellos. La lista, sin embargo, de los 12 Mártires sí que está pensada en orden jerárquico: cinco Papas, un obispo, un diácono y cinco laicos: [Lino, Cleto, Clemente, Sixto, Cornelio]-[Cipriano]-[Lorenzo]-[Crisógono, Juan y Pedro, Cosme y Damián]; 5-1-1-5.
[10] Paralelamente, la liturgia romana, en una plegaria de Adviento, describe a María como la “Sancti Spíritus luce repleta”. (Cfr. MISSALE ROMANUM, In fériis Adventus, die 20 decembris).
[11] JUAN PABLO II, Carta Apostólica Tertio millennio adveniente, 43.
[12] El término técnico perikoresis (circumincéssio), propio de la teología trinitaria, lo empleo aquí, lógicamente, en sentido lato y según la analogía; como cuando Y. Congar, tratando de los tres oficios de Cristo (tria Christi múnera), explica que no se deben entender como divididos y aislados, sino que existe entre ellos un solapamiento y una «perikoresis».
[13] M.B. ARTIOLI, Liturgia eucaristica bizantina, Torino, 1988, p. 40-41.
[14] S. GERMÁN DE CONSTANTINOPLA, Homilia I de Dormitione, 4; PG 98, 341-348.
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FUENTE: conocereisdeverdad.org
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