II. POR LA CONVERSION DE ARS
I. Oraciones y penitencias.
Mucho antes de rayar el alba, cuando en Ars todo reposaba, se hubiera podido vislumbrar, a través del cementerio, un vago resplandor. El Rdo. Vianney,con una linterna en la mano, pasaba de la casa parroquial a la iglesia. El buen soldado de Cristo se dirigía al lugar de la oración. Se encaminaba en seguida al presbiterio y allí se ponía de rodillas.
En el silencio de la noche, pedía al Señor, en voz alta, que tuviese piedad de su rebaño y de su pastor. "¡Dios mío, decía, concededme la conversión de mi parroquia; consiento en sufrir cuanto queráis durante toda mi vida...sí, durante cien años los dolores más vivos, con tal que se conviertan!". Y regaba las gradas con sus lágrimas.
Su alma mística estaba hambrienta de soledad y de paz. Un día, el padre Mandy, cuando atravesaba el bosque de la Papisa, encontró al señor Vianney arrodillado. El joven cura no advirtió su presencia. Lloraba a lágrima viva y repetía sin cesar: "¡Dios mío, convertid mi parroquia!" El buen hombre no osó turbar la conmovedora oración y se retiró silenciosamente.
También "cuando, yendo de camino, rezaba el breviario, antes de comenzar y al terminar siempre se arrodillaba, fuese cual fuese la hora y el lugar donde se hallase".
A la oración juntó el Cura de Ars la penitencia, y fue, sin duda, para practicarla sin testigos, por lo que quiso vivir solo en la casa parroquial durante toda su vida. Si alguien pagaba por ellos, Dios perdonaría más fácilmente a los pobres pecadores: "Era, pues, menester a toda costa salvar las almas". Azotaba sin compasión SU CADÁVER, el VIEJO ADÁN, como llamaba a su cuerpo. "Movía a compasión, contaba Catalina Lassagne, ver la parte izquierda de sus camisas completamente deshechas y manchadas de sangre".
Marzo de 1818. Nos hallamos en plena Cuaresma. Excelente ocasión para que nuestro asceta comience aquel riguroso ayuno, que no cesará sino con su vida. Tenía un cuidado menos, pues pasaba sin cocinera; había reducido sus necesidades materiales al "minimum" posible. "Nunca observó una gran regularidad en sus comidas", pero el primer año de su vida de párroco traspasó en la mortificación toda medida. Más tarde había de llamar a tales excesos "locuras de su juventud".
Este período de los comienzos del ministerio parroquial fue el más austero de su vida. "Vivía entonces casi solo, dueño absoluto de si mismo" y se aprovechó de ello. En sus ansias de penitencia llegó a dejar pasar dos o tres días sin probar bocado. Durante una Semana Santa -tal vez la de 1818- comió solamente dos veces. Pronto comenzó a prescindir de toda provisión y "jamás se preocupó del día siguiente".
"¡Que feliz era, decía, lamentándose cuando vivía solo! Cuando tenía necesidad de alimentarme, yo mismo hacía tres tentempiés.
Era un místico dotado de la verdadera intuición de las cosas: el espíritu del mal ejerce un poder tiránico sobre las almas impuras; se trata nada menos que de librarlas de esa tiranía, y el Evangelio dice que "este linaje de demonios no se lanzan sino con el AYUNO y la ORACIÓN". El Cura de Ars había recogido estas enseñanzas de labios del divino Maestro. Veinte años después, el dia 14 de octubre de 1839, en un confidencial coloquio, dio al reverendo _Tailhades-joven sacerdote de Montpellier, llegado a Ars para formarse junto a él en el apostolado durante algunas semanas-EL SECRETO de sus primeras conquistas.
Amigo mío, el demonio no hace mucho caso de la disciplina y de otros instrumentos de penitencia. Lo que le pone en bancarrota son las privaciones en el COMER, BEBER y DORMIR. Nada teme tanto como esto, y por lo mismo nada es tan agradable a Dios. ¡Oh! ¡Cómo he tenido ocasión de experimentarlo! Cuando estaba solo, y lo estuve por espacio de ocho o nueve años, como podía entregarme sin medida a mis aficiones, llegaba a pasar días enteros sin comer... Entonces conseguía de Dios cuanto quería para mí y para los otros.
Al decir esto, las lágrimas le saltaron de los ojos. Y al instante prosiguió:
Ahora ya no es lo mismo. No puedo pasar tanto tiempo sin comer; llego al extremo de no poder hablar. ¡Mas qué feliz era, cuando estaba solo!
Vemos, pues, que para el joven párroco, el tiempo de las mayores penitencias fue la época de las mayores consolaciones.
-Continuará-
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