EL GLOBO DE FUEGO
SUEÑO 17. —AÑO DE 1854.
(M. B. Tomo V. pág. 64)
Se lee en las Memorias Biográficas, tomo y página anteriormente citados:
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«Durante las solemnes fiestas religiosas que se celebraban en el Oratorio de Turín del 21 al 28 de mayo, en uno de esos días no precisado por las crónicas, San Juan Bosco contó a los jóvenes cómo había visto un globo luminoso, de fuego, sobre el lugar en que más tarde se levantó la Iglesia de María Auxiliadora».
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Parecía que la Santísima Virgen quisiera indicar con esta señal que no había renunciado a la toma de posesión de aquel lugar.
José Buzzeti, testigo del relato, recordaba en 1887 a San Juan Besco, en Lanzo, este relato, preguntándole a renglón seguido:
— ¿No sería tal vez ¡a cúpula de María Auxiliadora iluminada?
— ¿Y por qué no?, —replicó San Juan Bosco.
Hemos de hacer notar al lector que en el presente trabajo hemos incluido bajo el nombre genérico de sueño algunas auténticas visiones de nuestro santo.
GRANDES FUNERALES EN LA CORTE
SUEÑO 18. —AÑO DE 1854.
(Tomo V, págs. 176-181) PRIMERA PARTE
El presente sueño está relacionado con la actitud del Parlamento Piamontés y del ministro Cavour, que pretendían poner en vigor la ley Ratazzi, sobre supresión de los bienes eclesiásticos y prácticamente de las Órdenes religiosas. San Juan Bosco, previendo los males que con ello se ocasionarían a la Iglesia, deseaba apartar de ¡a Casa Real de Saboya las divinas amenazas que sobre ella se cernían, y a él reveladas.
Y, en consecuencia, he aquí el sueño que tuvo hacia finales del mes de noviembre de 1854.
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«Le pareció encontrarse en el lugar donde se levanta el pórtico central del Oratorio, obra entonces en construcción, junto a la bomba hidráulica colocada en la pared de la Casita Pinardi. Estaba rodeado de sacerdotes y clérigos. De pronto vio que avanzaba hacia el centro del patio un paje de la Corte vestido de uniforme rojo, el cual, apresuradamente llegó adonde San Juan Bosco se encontraba, pareciéndole al Santo oírle gritar:
— ¡Una gran noticia!
— ¿Qué noticia?, —le preguntó San Juan Bosco.
— ¡Anuncia! ¡Gran funeral en la Corte! ¡Gran funeral en la Corte!
San Juan Bosco, ante esta imprevista aparición y al escuchar aquel anuncio quedó como petrificado, mientras el pajecillo volvía a repetir:
— ¡Gran funeral en la Corte!
San Juan Bosco quiso entonces preguntarle algo más sobre su fúnebre anuncio, pero al intentar hacerlo, el paje había desaparecido.
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Habiéndose despertado, el Santo estaba como fuera de sí, y al comprender el misterio de aquella aparición, tomó la pluma y comenzó a redactar una carta dirigida a Víctor Manuel, poniendo en ella de manifiesto cuanto le había sido anunciado y relatando en ella el sueño con toda sencillez.
Después del mediodía llegó al comedor con un poco de retraso. Los jóvenes recuerdan aún cómo siendo aquel año de un frío intensísimo, Don Bosco llevaba puestos unos guantes muy viejos y estropeados y entre las manos un paquete de cartas. Se formó entonces un corro a su alrededor.
Estaban presentes Don Alasonatti, Ángel Savio, Cagliero, Francesia, Juan Turchi, Reviglio, Rúa, Afifossi, Buzzetti, Enría, Tomatis y otros, en su mayoría clérigos. San Juan Bosco comenzó a decir sonriendo: —Esta mañana, queridos hijos, he escrito tres cartas a otros tantos personajes: Al Papa, al Rey y al verdugo.
La risa fue general al sentir pronunciar unidos los nombres de estos tres personajes. En cuanto a la referencia del verdugo, a nadie le cogió de sorpresa, pues todos sabían que el Santo tenía amistad con los empleados de la cárcel y que precisamente el verdugo era un cristiano ejemplar, ejerciendo la caridad para con los pobres lo mejor que podía. Solía escribir las solicitudes que la gente del pueblo quería hace al Rey o a las autoridades y a la sazón le amargaba una pena muy honda, pues había tenido que retirar de las escuelas públicas a un hijo suyo, porque los compañeros huían de él por ser el hijo del verdugo.
En cuanto al Papa Beato Pio IX, nadie ignoraba ¡a correspondencia que San Juan Bosco mantenía con el Vicario de Cristo. Por tanto, lo que intrigaba a los oyentes era el hecho de que el siervo de Dios hubiese escrito al rey, tanto más que todos sabían lo que el santo pensaba sobre la usurpación de los bienes de la Iglesia. San Juan Bosco no tuvo a sus oyentes en vilo mucho tiempo y así les manifestó de inmediato cuanto había escrito al monarca aconsejándole que no permitiese la tramitación de tan infausta ley. Les narró, pues, el sueño que había tenido, terminando el relato con estas palabras:
—Este sueño me ha causado mucho malestar y me ha fatigado mucho, San Juan Bosco parecía muy preocupado en aquella ocasión, exclamando de vez en cuando: ¿Quién sabe?... ¿Quién sabe?... Recemos... recemos... Sorprendidos los clérigos, al oír el relato del sueño comenzaron a hacer cabalas y a preguntarse mutuamente si se sabía si en el palacio real había algún noble enfermo; todos concluyeron que nada se podía asegurar sobre el particular.
San Juan Bosco, entre tanto, llamando al clérigo Ángel Savio, le entregó una carta.
—Copíala —le dijo— y anuncia al rey: ¡Gran funeral en la Corte! El clérigo Savio hizo lo que se le había indicado, pero el rey, según se supo después por los confidentes del Monarca, leyó el escrito con indiferencia y no hizo caso de lo que se le decía.
SEGUNDA PARTE
Habían pasado unos cinco días de este sueño y San Juan Bosco volvió soñar la noche siguiente.
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Le pareció estar en su habitación sentado a su escritorio, escribiendo, cuando oyó el ruido de los cascos de un caballo en el patio.
De pronto ve que se abre la puerta y que aparece el pajecillo con su librea roja y que, yendo hasta el centro de la habitación, se detiene y grita:
— ¡Anuncia!: No gran funeral en la Corte, sino ¡grandes funerales en la Corte!
Y repitió estas mismas palabras dos veces. Seguidamente se retiró apresuradamente, cerrando la puerta tras de sí. San Juan Bosco deseaba saber algo más, quería interrogarlo, pedirle alguna explicación, para lo cual se levantó de la mesa y corrió al balcón viendo al emisario subir al caballo. Lo llamó, le preguntó por qué había venido para repetirle el mismo anuncio, pero aquél sé alejó gritando:
— ¡Grandes funerales en la Corte!
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Al amanecer, el mismo San Juan Bosco dirigió al rey otra carta, en ¡a que le contaba este segundo sueño y concluía advirtiendo a su majestad que pensase en conducirse de manera de poder conjurar los graves castigos que se cernían sobre la Casa Real, pidiéndole al mismo tiempo se opusiese a la ley en cuestión.
Por la noche, después de la cena, encontrándose San Juan Bosco en medio de los clérigos, les dijo:
— ¿No sabéis que tengo que deciros algo más extraño que lo del otro día?
Y seguidamente les contó cuanto había visto en sueños la noche anterior. Entonces, los clérigos, sin poder disimular su extráñela, le preguntaron qué significarían aquellos anuncios de muerte. Es de suponer la ansiedad general a la espera de que se cumpliesen estos vaticinios.
San Juan Bosco manifestó claramente al clérigo Cagliero y a algunos otros, que se trataba de las amenazas y castigos con que el Señor daría a conocer su indignación contra aquellos que habían acarreado males a su Iglesia y que se estaban preparando otros mayores.
En aquellos días el siervo de Dios se mostraba apenadísimo, oyéndosele exclamar frecuentemente:
—Esta ley atraerá sobre la Casa reinante graves desgracias.
Todas estas cosas se las manifestaba a los suyos para inducirlos a rezar por el Rey, rogando a la misericordia divina impidiese la dispersión de tantos religiosos y la pérdida de tantas vocaciones.
Entretanto, el rey había confiado aquellas cartas al marqués Fassati, qué después de leerlas se personó en el Oratorio y dijo a Don Bosco;
— ¡Oh! ¿Le parece esta una bonita manera de poner en vilo a toda la Corte? El rey está profundamente turbado e impresionado, pero, sobre todo, su indignación no tiene límites.
San Juan Bosco le replicó:
— ¿Pero, si lo escrito en las cartas es cierto? Siento haber ocasionado este disgusto a mi soberano, pero, en resumidas cuentas, se trata de su bien y del bien de la Iglesia.
Los avisos dados por San Juan Bosco fueron desoídos. El 28 de noviembre de 1854, el ministro Urbano Raítazzi presentaba a los diputados un proyecto de ley para la supresión de las Órdenes religiosas. El ministro de Finanzas, Camilo Cavour, estaba dispuesto a que dicha ley se aprobara a todo trance. Estos señores se basaban en la idea de que fuera del cuerpo civil no hay ni puede darse sociedad a él superior y de él independiente. Que el Estado lo es todo y que, por tanto, ningún ente moral, ni siquiera la Iglesia Católica, puede existir sin el conocimiento y el consentimiento de la autoridad civil. Por eso, dicho poder, al no reconocer a la Iglesia Católica el derecho de dominio sobre los bienes eclesiásticos y sobre las corporaciones religiosas, defendía que éstas tenían que depender de la autoridad civil debiendo modificarse su forma de existencia o extinguirse por voluntad de la misma soberanía y, por ende, el Estado, heredero de toda personalidad civil que no tenga sucesión, se convertiría en el propietario único y absoluto de todos sus bienes.
Error colosal, pues tales patrimonios, cuando una Congregación u Orden religiosa dejase de existir por cualquier motivo, no quedaban sin dueño, debiendo ser devueltos a la Iglesia de Jesucristo, representada por el Sumo Pontífice, aunque los adoradores del Estado se empeñasen en negarlo.
La noticia de la presentación de este proyecto de ley ocasionó un vivísimo dolor a los buenos católicos y a San Juan Bosco. El, para secundar la voluntad del cielo, había amonestado reiteradamente al soberano; proceder justo pero peligroso, cuyas consecuencias se podían prever. Otra persona, por serena y resuelta que fuese, en medio de tantas adversidades, habría vivido necesariamente en un continuo estado de inquietud.
San Juan Bosco, en cambio, permaneció siempre imperturbable, encontrando el vigor necesario en el Corazón Sacratísimo de Jesús Sacramentado y en el auxilio de su celestial Madre.
Mientras se discutía la inicua ley contra los bienes eclesiásticos, un doloroso acontecimiento vino a interrumpir la labor de los diputados.
El 5 de enero de 1855 la reina madre María Teresa enfermó de improviso y aunque toda la noche estuvo atormentada por una gran sed, no quiso beber para poder comulgar el día de la Epifanía; pero no pudo levantarse.
El rey Víctor Manuel escribía al general Alfonso La Marmora. «Mi madre y mi esposa no hacen más que repetirme que morirán de disgusto por mi culpa».
La augusta enferma moría el 12 de enero, poco después del mediodía, a la edad de cincuenta y cuatro años. La Cámara, para manifestar al rey su pesar, suspendió sus trabajos. Gran desgracia fue para el Piamonte la pérdida de María Teresa, que repartía diariamente entre los necesitados limosnas sin cuenta. El luto fue universal, como universales fueron las bendiciones que de todas partes se elevaron a su memoria.
Mientras se cerraba aquel féretro llegaba a manos del rey otra carta misteriosa que decía, sin nombrar a nadie: «Persona iluminada a lo alto ha dicho: si la ley prosigue adelante, nuevas desgracias acaecerán a tu familia. Esto no es más que el preludio de los males futuros. Erunt mala super mala in domo tua. Si no vuelves atrás, abrirás un abismo que no podrás salvar». El soberano, después de leer esta carta quedó aterrado, y presa de la más viva inquietud no hallaba reposo en nada.
Los solemnes funerales por el alma de María Teresa se celebraron en la mañana del 16, el féretro fue transportado a Superga bajo una temperatura extrema que hizo enfermar a muchos soldados y también al conde de Sangicsto, escudero de la Reina. Aún no había regresado la Corte de rendir los últimos honores a la madre de Víctor Manuel, cuando la familia real fue llamada con urgencia para que asistiese al Viático de la nuera de la difunta. La reina María Adelaida, al sobrevenir la muerte de María Teresa estaba en el cuarto día del puerperio, habiendo dado felizmente a luz un niño. Ella, que tanto amaba a la reina madre, sintió un tan vivo dolor al enterarse de su muerte, que, atacada por una metro-gastroenteritis, se vio reducida a los extremos. A las tres de la tarde se le administró el Viático, que fue llevado de la Real Capilla de la Santa Sábana. Una multitud inmensa acudía a todos los templos para impetrar del cielo la salud de la soberana.
Todo el Piamonte se asoció al dolor de la familia real cumpliéndose aquel dicho de «que en el Piamonte, las desventuras del rey son las desgracias del pueblo». Pero el día 20 le fue administrada la Extremaunción a la enferma, que entró en agonía, expirando a las seis de la tarde en el beso del Señor, a la temprana edad de treinta y tres años.
Y no terminó aquí el luto de la Casa de Saboya. La misma tarde le fue dado el Viático a S. A. R. Don Fernando, duque de Génova, enfermo desde hacía tiempo; era el duque de Génova el único hermano del rey Víctor Manuel.
El soberano se sintió abrumado por este cúmulo de dolores. El día 21, la Cámara de diputados se reunía a las tres de la tarde, y al comunicársele la noticia de la muerte de la reina, deliberó observar trece días de luto y la suspensión de las reuniones por espacio de diez.
Los funerales de María Adelaida se celebraron el 24 de enero, siendo conducido el féretro a Superga. Los clérigos del Oratorio estaban aterrados al comprobar cómo se realizaban de una manera tan fulminante las profecías de San Juan Bosco, y la impresión era tanto mayor cuanto que formaban parte de cada uno de los cortejos fúnebres de las personas reales desaparecidas.
Circunstancia particular; el frío era tan intenso que el gran maestro de ceremonias de la Corte, al ser trasladado el féretro de la reina Adelaida, permitió al clero usar abrigos especiales y cubrirse la cabeza.
Para el Oratorio aquellos acontecimientos constituían una gran desgracia y los clérigos decían a San Juan Bosco:
—Ya se ha realizado su sueño. ¡En verdad que han sido grandes funerales, según anunciaba el pajecillo! No sabemos si la justicia divina estará ya satisfecha.
San Juan Bosco, en efecto, debía conocer mucho más de lo que había anunciado. La condesa Felicita Crabosio-Anfossi —cuenta Don Lemoyne— nos mandó el siguiente testimonio por ella firmado: «Corría el año de 1854 y rogué a [San] Juan Don Bosco que aceptase en el Oratorio a un hermano de leche de mi hijo, que había quedado huérfano de padres. [San] Juan Bosco lo aceptó con la condición de que, estando yo en la Corte como estaba, me presentase a las soberanas para obtener de su caridad dos mil francos que el siervo de Dios necesitaba para poder pagar una deuda urgente.
Yo le prometí hacerlo, y en efecto, estaba resuelta a cumplir mi promesa; pero, después surgieron algunas dificultades que me hicieron diferir las visitas a las augustas señoras, las cuales, en aquel tiempo, se había ausentado de Turín, viviendo en una finca del conde Cays de Giletta.
Habiendo ido yo también al campo, volví a ¡a ciudad ya muy avanzado el otoño y seguidamente fui a entrevistarme con [San] Juan Don Bosco, el cual me dijo inmediatamente:
—He aceptado a su protegido, pero usted no ha cumplido aún su promesa; no habló a las soberanas de mi deuda con el panadero.
—Es cierto —repliqué un poco confusa—, pero tenga la seguridad de que apenas las augustas señoras estén de regreso en Turín, no dejaré de cumplir lo prometido.
Mientras yo hablaba, [San] Juan Don Bosco hacía con la cabeza un movimiento como indicando que no, y con una sonrisa un tanto triste, me dijo:
— ¡Paciencia! Pueden suceder tantas cosas que, a lo mejor, a usted no le es posible hablar más con las soberanas.
— ¿Por qué dice eso?
—Porque es así; usted no verá más a las reinas.
Quince días después, encontrándome en la casa de unos nobles, supe el regreso de las soberanas a Turín y que la reina María Teresa estaba tan enferma que le habían administrado los Santos Sacramentos. Pronto recibimos la noticia de su fallecimiento. Ocho días más tarde moría la joven reina María Adelaida, ambas lloradas y veneradas como dos soberanas santas.
Solamente entonces recordé las palabras de [San] Juan Bosco, no dudando de su espíritu verdaderamente profético.
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