Mensajes de Nuestro Señor
Jesucristo a sus Hijos Los Predilectos.
("A Mis Sacerdotes" de Concepción Cabrera de Armida)
Jesucristo a sus Hijos Los Predilectos.
("A Mis Sacerdotes" de Concepción Cabrera de Armida)
LXII
DOLORES MISTICOS
“Hay que tener en cuenta que soy Dios-hombre; claro está que no tengo dolor físico y que en mi ser divino no puede haber pena, sino felicidad infinita. Basta para Mí, y bastaba en la tierra la visión beatífica, para no poder sufrir; porque la felicidad eterna rechaza el dolor.
Pero un dolor místico si puede tener mi Corazón; no es la palabra dolor la que en este sentido debe aplicarse; es el contristarme al ver ofendido a mi Padre, a la Divinidad en Él, en el Espíritu Santo y en Mí. Es ver pisoteada mi ley y mi Iglesia hasta por muchos de los suyos con su innoble conducta.
Y para llenar de hueco de amor al dolor – al cual hice dolor salvador- que tuvo mi corazón de hombre en el mundo, escojo almas que sufran por Mí. Pero, ¡Oh! mi Corazón es tan inmensamente tierno que sufre místicamente al ver sufrir por Mí a las almas que me aman y que amo.
La sed de dolor que tuve en la tierra no se ha saciado ni aun en el cielo, como que mi pasión dolorosa no fue bastante para acallar aquel grito de amor que anhelaba sangre, y aun derramándola toda entonces, y ahora con sacrificio incruento en los altares, no ha quedado satisfecho su Jesús. Por eso he sufrido en los mártires; por eso sufro en las almas que continúan mi pasión en la tierra; por eso les inspiro el continuar esa Pasión de amor y dolor, por el atractivo a la cruz que tuve en mi vida, para expiar, para reparar, para borrar los crímenes del mundo.
Amaba a mi Padre y quería pagar la deuda de la culpable humanidad, amaba a los hombres con amor infinito y humano, y quería hacerlos felices. Estos dos amores son uno en el Espíritu Santo, en el cual amaba a mi Padre y al hombre; por eso me desvivo, me derramo en el mundo y pido dolor para saciar mis anhelos de sufrir que no se han agotado, por la fiebre que aun consume mi Corazón de amor de glorificar al Padre y de darle almas.
Y en mi Iglesia, si se penetra hasta su fondo, éste es su carácter genuino y especial, ésta su fisonomía: el amor y el dolor que no pueden separarse, porque ambos forman la sustancia de mi Corazón.
En el cielo solo me queda el amor real, palpitante; pero también la sed de dolor, la cual calman las almas generosas y víctimas, que completan mi Pasión en la tierra. Pero eso de que se crea que porque está glorificado mi Cuerpo se le haya acabado o haya tenido fin sus aspiraciones al dolor, es falso. Los mismos latidos de mi pecho los tengo hoy; los mismos ideales, las mismas santas ilusiones de darle gusto a mi Padre y de presentarle a mi Iglesia tan tersa y tan pura y tan santa en sus sacerdotes crucificados por amor, como debe ser.
Pero distingo dos clases de sufrimientos; los sufrimientos salvadores que son de los que tengo sed, porque el dolor redime; y esos otros sufrimientos místicos, pero reales en su sustancia, ocasionados por las ofensas de Dios que tanto me duelen como Dios hombre. Y claro está que cuando veo las ofensas y las deficiencias culpables de mis sacerdotes me contristo; que cuando veo sus pecados me duele el Corazón en su parte mística. Entonces ¿Por qué me quejo, por qué imploro, por qué imploro, por qué doy los medios para que se remedien esos males?
¡Podría mandar fuego del cielo en tantas ocasiones! Pero ¿por qué lo hago? Porque desde que fui hombre amo al hombre, y en cada hombre veo como una parte de mi naturaleza humana (pues si todos pecaron en Adán, todos se reivindicaron en Cristo; y en cada sacerdote me veo Yo completo, con todo mi ser divino y humano; y no es que Yo pueda dividirme o que en lo humano que hay en Mí no esté también lo divino, pero como en mis sacerdotes he puesto toda mi predilección de mi alma y en ellos veo lo divino y lo humano mío, más los distingo y más los amo.
Por esto mismo, más me duelen sus ingratitudes, sus desprecios, sus ofensas y su eterna condenación. Por eso anhelo vivamente la transformación de los sacerdotes en Mí; por eso les he dicho mis secretos íntimos, su filiación con María, más acendrada y estrecha, y el camino más corto de la transformación por la encarnación mística que deben tener.
El misterio de la Encarnación es el más comunicable; y la Eucaristía es consecuencia de aquel sublime misterio de amor y de abajamiento. Si no hubiera encarnación no existiera la Encarnación del Verbo. De ahí la cadena de gracias inconcebibles para el hombre, la cadena de amor que une la eternidad con el tiempo y que no concluirá, porque se perpetuará en el seno de la unidad de la Trinidad eternamente.
Pero los sacerdotes son el medio indispensable para llevar a las almas a esa unidad de donde salieron y a donde tienen que volver; porque lo divino que sale de la Trinidad es inmortal, no se deshace, no se acaba, sino que participa de la eternidad de su ser.
¡Ah! ¡late mi pecho de Dios hombre anhelando la realización de ese impulso de amor que doy al mundo, de esa íntima transformación de mis sacerdotes en Mí para gloria de mi Iglesia, de ese Yo en ellos de vuelta a la ingrata tierra para evangelizarla, atraerla, conmoverla y salvarla!
Que pidan, lo repetiré sin cansarme, para que se apresure esa reacción poderosa, que necesita también de la voluntad enérgica y generosa de los sacerdotes, de su amor activo, del Espíritu Santo, por María”..
Pero un dolor místico si puede tener mi Corazón; no es la palabra dolor la que en este sentido debe aplicarse; es el contristarme al ver ofendido a mi Padre, a la Divinidad en Él, en el Espíritu Santo y en Mí. Es ver pisoteada mi ley y mi Iglesia hasta por muchos de los suyos con su innoble conducta.
Y para llenar de hueco de amor al dolor – al cual hice dolor salvador- que tuvo mi corazón de hombre en el mundo, escojo almas que sufran por Mí. Pero, ¡Oh! mi Corazón es tan inmensamente tierno que sufre místicamente al ver sufrir por Mí a las almas que me aman y que amo.
La sed de dolor que tuve en la tierra no se ha saciado ni aun en el cielo, como que mi pasión dolorosa no fue bastante para acallar aquel grito de amor que anhelaba sangre, y aun derramándola toda entonces, y ahora con sacrificio incruento en los altares, no ha quedado satisfecho su Jesús. Por eso he sufrido en los mártires; por eso sufro en las almas que continúan mi pasión en la tierra; por eso les inspiro el continuar esa Pasión de amor y dolor, por el atractivo a la cruz que tuve en mi vida, para expiar, para reparar, para borrar los crímenes del mundo.
Amaba a mi Padre y quería pagar la deuda de la culpable humanidad, amaba a los hombres con amor infinito y humano, y quería hacerlos felices. Estos dos amores son uno en el Espíritu Santo, en el cual amaba a mi Padre y al hombre; por eso me desvivo, me derramo en el mundo y pido dolor para saciar mis anhelos de sufrir que no se han agotado, por la fiebre que aun consume mi Corazón de amor de glorificar al Padre y de darle almas.
Y en mi Iglesia, si se penetra hasta su fondo, éste es su carácter genuino y especial, ésta su fisonomía: el amor y el dolor que no pueden separarse, porque ambos forman la sustancia de mi Corazón.
En el cielo solo me queda el amor real, palpitante; pero también la sed de dolor, la cual calman las almas generosas y víctimas, que completan mi Pasión en la tierra. Pero eso de que se crea que porque está glorificado mi Cuerpo se le haya acabado o haya tenido fin sus aspiraciones al dolor, es falso. Los mismos latidos de mi pecho los tengo hoy; los mismos ideales, las mismas santas ilusiones de darle gusto a mi Padre y de presentarle a mi Iglesia tan tersa y tan pura y tan santa en sus sacerdotes crucificados por amor, como debe ser.
Pero distingo dos clases de sufrimientos; los sufrimientos salvadores que son de los que tengo sed, porque el dolor redime; y esos otros sufrimientos místicos, pero reales en su sustancia, ocasionados por las ofensas de Dios que tanto me duelen como Dios hombre. Y claro está que cuando veo las ofensas y las deficiencias culpables de mis sacerdotes me contristo; que cuando veo sus pecados me duele el Corazón en su parte mística. Entonces ¿Por qué me quejo, por qué imploro, por qué imploro, por qué doy los medios para que se remedien esos males?
¡Podría mandar fuego del cielo en tantas ocasiones! Pero ¿por qué lo hago? Porque desde que fui hombre amo al hombre, y en cada hombre veo como una parte de mi naturaleza humana (pues si todos pecaron en Adán, todos se reivindicaron en Cristo; y en cada sacerdote me veo Yo completo, con todo mi ser divino y humano; y no es que Yo pueda dividirme o que en lo humano que hay en Mí no esté también lo divino, pero como en mis sacerdotes he puesto toda mi predilección de mi alma y en ellos veo lo divino y lo humano mío, más los distingo y más los amo.
Por esto mismo, más me duelen sus ingratitudes, sus desprecios, sus ofensas y su eterna condenación. Por eso anhelo vivamente la transformación de los sacerdotes en Mí; por eso les he dicho mis secretos íntimos, su filiación con María, más acendrada y estrecha, y el camino más corto de la transformación por la encarnación mística que deben tener.
El misterio de la Encarnación es el más comunicable; y la Eucaristía es consecuencia de aquel sublime misterio de amor y de abajamiento. Si no hubiera encarnación no existiera la Encarnación del Verbo. De ahí la cadena de gracias inconcebibles para el hombre, la cadena de amor que une la eternidad con el tiempo y que no concluirá, porque se perpetuará en el seno de la unidad de la Trinidad eternamente.
Pero los sacerdotes son el medio indispensable para llevar a las almas a esa unidad de donde salieron y a donde tienen que volver; porque lo divino que sale de la Trinidad es inmortal, no se deshace, no se acaba, sino que participa de la eternidad de su ser.
¡Ah! ¡late mi pecho de Dios hombre anhelando la realización de ese impulso de amor que doy al mundo, de esa íntima transformación de mis sacerdotes en Mí para gloria de mi Iglesia, de ese Yo en ellos de vuelta a la ingrata tierra para evangelizarla, atraerla, conmoverla y salvarla!
Que pidan, lo repetiré sin cansarme, para que se apresure esa reacción poderosa, que necesita también de la voluntad enérgica y generosa de los sacerdotes, de su amor activo, del Espíritu Santo, por María”..
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