Mensajes de Nuestro Señor
Jesucristo a sus Hijos Los Predilectos.
("A Mis Sacerdotes" de Concepción Cabrera de Armida)
Jesucristo a sus Hijos Los Predilectos.
("A Mis Sacerdotes" de Concepción Cabrera de Armida)
LXIII
UNIÓN DE VOLUNTADES
“Yo vine al mundo con el fin de hacerme amar de hombre, de orientar su amor hacia lo divino; porque el hombre se puede decir que es amor, nació del amor y lleva en su ser el amor.
Pero ese amor lo falsifica, lo vulgariza, lo mancha, cuando el amor es lo más noble del hombre y del alma del hombre.
Y en realidad, que pido al hombre y el que el hombre me puede dar es derivación del Amor eterno, del divino Amor. No podría el hombre amar de otra manera, sino con ese amor; pero lo que busco en ese amor es lo más hermoso de él: la voluntad de amarme. Esa voluntad libre de alma es la que persigo, la que vine a buscar en la tierra, la que quiero poseer plenamente, la que me satisface. Y en unir esa voluntad con la mía en todos sus grados, en toda su plenitud está el punto culminante de su transformación en Mí.
Necesito la voluntad del sacerdote, porque sin ella nada puedo hacer en su favor ni en bien de las almas; necesito esa voluntad de seguir mis huellas, de imitarme, de pertenecerme absoluta y plenamente, y de amarme, para tomarlo como mío, para su transformación en Mí.
¡Quién lo creyera! Pero existen sacerdotes que se me dieron y se volvieron a tomar. Hay otros que me dan su voluntad a medias, con restricciones, con egoísmos, con falsedades; y esas voluntades no me satisfacen y me ofenden. Y yo tengo que dármelas a medias, con medida; porque Yo sé que si me les diera como quisiera, desperdiciarían ellos el don de Dios y pecarían.
¡Quién lo creyera que Yo, más que ellos, cuido que no se manchen, que no acumulen castigos sobre castigos, y prefiero morirme de sed a sus puertas a que acumulen leña para quemarse! Más que las ofensas a Mí, cuido de que no aumenten la cuenta de sus debilidades, de sus ingratitudes, de sus ofensas, y veo por su bien.
Pero por esa delicadeza – la de cuidar sus almas-, que muchos no comprenden y que pasa desapercibida, como pasan muchas de mis gracias a sus ojos, no me les doy como quisiera, no derramo en ellos el torrente de gracias que estoy ansioso de darles, solo por añadir deslealtades y desperdicios de esas gracias que no deben rodar por el suelo nunca, ni menos rechazadas por el corazón del sacerdote.
Quiero la voluntad del sacerdote, y ¿saben por qué? Porque su voluntad es amor, es la esencia del amor.
Ese libre albedrío que Yo no me apropié, sino que se lo regalé al hombre; esa voluntad que siempre respeto, aun siendo Dios, vengo hoy a pedir en estas Confidencias para su bien; y también -¿por qué no decirlo?-, porque tengo hambre y sed de poseer esa voluntad que por muchos conceptos debe pertenecerme.
Y aquí voy a descubrirles una cosa: que la falta de esa voluntad es la causa poderosa que impide su transformación en Mí, es el obstáculo mayor para la fusión de sus almas en mi alma, de su Corazón en el Mío, es el tropiezo, es el dique que detiene a todo un Dios para juntar y fundir al sacerdote en el eterno Sacerdote, y transformarlo en Él.
Aquí les descubro este secreto que llevo en mi alma, y que lamento, y que quiero destruir a fuerza de amor y haciéndoles oír mis quejas, ¡ay! Las quejas de un Dios, de su Jesús, que los amó a tal grado que me parece poco que me imiten, y quiero llegar a transformarlos en Mí, a que en adelante no aparezcan ellos, sino Yo en ellos, y encuentren a mi Padre y atraigan las almas hacia Él para glorificarlo.
Ya he señalado en estas Confidencias muchos obstáculos, pero hoy he puesto a su vista el principal para mi unión con esos sacerdotes amados: ¡su voluntad! Quiero esa voluntad pura, firme, generosa, absoluta, fiel y amante.
Con esas cualidades, el Espíritu Santo procederá al trabajo dulce y ansiado de la transformación de los sacerdotes en Mí. Del Espíritu Santo en ese trabajo que acepta complacido en cada alma, y más en la del sacerdote; y por medio de ese artífice divino, la copia quedará perfecta, puesto que Él fue el que formó en el seno de María, con todas las perfecciones y carismas que merecía un hombre Dios.
Solo el Espíritu Santo transforma, regenera, hermosea y llena de gracias a las almas, no solo fotografiándome a Mí en ellas, sino que las transforma en Mí; y es su mayor gusto por complacer al Padre, y pone toda su actividad en el alma que se deja hacer, que recibe su acción y su unción sin resistirle.
Pero, naturalmente, para esta forma y reforma necesita la voluntad plena del sacerdote, el abandono amoroso y confiado en sus manos; y en su voluntad misma, el deseo vivo y ardiente de transformarse en Mí. Necesita el Espíritu Santo, Espíritu delicadísimo y santísimo, la cooperación del alma y la ejecución de sus santas inspiraciones.
Es muy sutil y fino el Espíritu Santo que obra siempre por amor, pero que pide amor, que no quiere más recompensa que amor. Que me den todas esas voluntades unificados con mi Voluntad. Que lo pidan con amor y con sacrificios. Que pidan al Espíritu Santo que mueva y conmueva a las almas sacerdotales con sus gemidos amorosos; y esas voluntades, muchas levantadas, otras independientes, otras arrogantes y emancipadas, se unificarán, humilladas y vencidas por fin por el amor (que es la única arma que Yo esgrimo en el mundo, porque hasta mis castigos en el mundo son amor), formarán un solo querer, una sola voluntad con la mía, en la unidad de la Trinidad.
El día que esto suceda será un triunfo para mi Iglesia amada y una dicha para mi Corazón. A medida de esta unión, comenzará el triunfo y la transformación de esas almas en Mí. Esa unión es solo de caridad, es solo de amor, que, al hacer de todos mis sacerdotes un Jesús, atraerá del cielo las miradas del Padre sobre la iglesia, las naciones y las almas. Entonces, volveré Yo a la tierra, porque mis sacerdotes formarán un solo Jesús, y a sus palabras que serán las mías, y a su acción que será la mía, y a su atracción pura, santificante y unitiva que será la mía, florecerá en todo su esplendor mi Iglesia, y María sonreirá enternecida, y la Trinidad será glorificada en espíritu y verdad”.
Pero ese amor lo falsifica, lo vulgariza, lo mancha, cuando el amor es lo más noble del hombre y del alma del hombre.
Y en realidad, que pido al hombre y el que el hombre me puede dar es derivación del Amor eterno, del divino Amor. No podría el hombre amar de otra manera, sino con ese amor; pero lo que busco en ese amor es lo más hermoso de él: la voluntad de amarme. Esa voluntad libre de alma es la que persigo, la que vine a buscar en la tierra, la que quiero poseer plenamente, la que me satisface. Y en unir esa voluntad con la mía en todos sus grados, en toda su plenitud está el punto culminante de su transformación en Mí.
Necesito la voluntad del sacerdote, porque sin ella nada puedo hacer en su favor ni en bien de las almas; necesito esa voluntad de seguir mis huellas, de imitarme, de pertenecerme absoluta y plenamente, y de amarme, para tomarlo como mío, para su transformación en Mí.
¡Quién lo creyera! Pero existen sacerdotes que se me dieron y se volvieron a tomar. Hay otros que me dan su voluntad a medias, con restricciones, con egoísmos, con falsedades; y esas voluntades no me satisfacen y me ofenden. Y yo tengo que dármelas a medias, con medida; porque Yo sé que si me les diera como quisiera, desperdiciarían ellos el don de Dios y pecarían.
¡Quién lo creyera que Yo, más que ellos, cuido que no se manchen, que no acumulen castigos sobre castigos, y prefiero morirme de sed a sus puertas a que acumulen leña para quemarse! Más que las ofensas a Mí, cuido de que no aumenten la cuenta de sus debilidades, de sus ingratitudes, de sus ofensas, y veo por su bien.
Pero por esa delicadeza – la de cuidar sus almas-, que muchos no comprenden y que pasa desapercibida, como pasan muchas de mis gracias a sus ojos, no me les doy como quisiera, no derramo en ellos el torrente de gracias que estoy ansioso de darles, solo por añadir deslealtades y desperdicios de esas gracias que no deben rodar por el suelo nunca, ni menos rechazadas por el corazón del sacerdote.
Quiero la voluntad del sacerdote, y ¿saben por qué? Porque su voluntad es amor, es la esencia del amor.
Ese libre albedrío que Yo no me apropié, sino que se lo regalé al hombre; esa voluntad que siempre respeto, aun siendo Dios, vengo hoy a pedir en estas Confidencias para su bien; y también -¿por qué no decirlo?-, porque tengo hambre y sed de poseer esa voluntad que por muchos conceptos debe pertenecerme.
Y aquí voy a descubrirles una cosa: que la falta de esa voluntad es la causa poderosa que impide su transformación en Mí, es el obstáculo mayor para la fusión de sus almas en mi alma, de su Corazón en el Mío, es el tropiezo, es el dique que detiene a todo un Dios para juntar y fundir al sacerdote en el eterno Sacerdote, y transformarlo en Él.
Aquí les descubro este secreto que llevo en mi alma, y que lamento, y que quiero destruir a fuerza de amor y haciéndoles oír mis quejas, ¡ay! Las quejas de un Dios, de su Jesús, que los amó a tal grado que me parece poco que me imiten, y quiero llegar a transformarlos en Mí, a que en adelante no aparezcan ellos, sino Yo en ellos, y encuentren a mi Padre y atraigan las almas hacia Él para glorificarlo.
Ya he señalado en estas Confidencias muchos obstáculos, pero hoy he puesto a su vista el principal para mi unión con esos sacerdotes amados: ¡su voluntad! Quiero esa voluntad pura, firme, generosa, absoluta, fiel y amante.
Con esas cualidades, el Espíritu Santo procederá al trabajo dulce y ansiado de la transformación de los sacerdotes en Mí. Del Espíritu Santo en ese trabajo que acepta complacido en cada alma, y más en la del sacerdote; y por medio de ese artífice divino, la copia quedará perfecta, puesto que Él fue el que formó en el seno de María, con todas las perfecciones y carismas que merecía un hombre Dios.
Solo el Espíritu Santo transforma, regenera, hermosea y llena de gracias a las almas, no solo fotografiándome a Mí en ellas, sino que las transforma en Mí; y es su mayor gusto por complacer al Padre, y pone toda su actividad en el alma que se deja hacer, que recibe su acción y su unción sin resistirle.
Pero, naturalmente, para esta forma y reforma necesita la voluntad plena del sacerdote, el abandono amoroso y confiado en sus manos; y en su voluntad misma, el deseo vivo y ardiente de transformarse en Mí. Necesita el Espíritu Santo, Espíritu delicadísimo y santísimo, la cooperación del alma y la ejecución de sus santas inspiraciones.
Es muy sutil y fino el Espíritu Santo que obra siempre por amor, pero que pide amor, que no quiere más recompensa que amor. Que me den todas esas voluntades unificados con mi Voluntad. Que lo pidan con amor y con sacrificios. Que pidan al Espíritu Santo que mueva y conmueva a las almas sacerdotales con sus gemidos amorosos; y esas voluntades, muchas levantadas, otras independientes, otras arrogantes y emancipadas, se unificarán, humilladas y vencidas por fin por el amor (que es la única arma que Yo esgrimo en el mundo, porque hasta mis castigos en el mundo son amor), formarán un solo querer, una sola voluntad con la mía, en la unidad de la Trinidad.
El día que esto suceda será un triunfo para mi Iglesia amada y una dicha para mi Corazón. A medida de esta unión, comenzará el triunfo y la transformación de esas almas en Mí. Esa unión es solo de caridad, es solo de amor, que, al hacer de todos mis sacerdotes un Jesús, atraerá del cielo las miradas del Padre sobre la iglesia, las naciones y las almas. Entonces, volveré Yo a la tierra, porque mis sacerdotes formarán un solo Jesús, y a sus palabras que serán las mías, y a su acción que será la mía, y a su atracción pura, santificante y unitiva que será la mía, florecerá en todo su esplendor mi Iglesia, y María sonreirá enternecida, y la Trinidad será glorificada en espíritu y verdad”.
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