Los sacerdotes viven experiencias maravillosas constantemente
Ni la policía americana...
Autor: Antonio María Domenech Guillén. Cuenca (España)
Se alejó del precipicio y, ante el asombro de todos, bajó las escaleras donde estaban los bomberos
La tarde del pasado día 30 de octubre conversaba con un matrimonio, en la segunda planta de un bloque de pisos de una de las calles más populosas de Valencia. Cuando la conversación entraba en la parte más interesante sonó el teléfono. «Es mi abuela –dijo la señora de la casa– que vive en el cuarto piso y dice que salgamos al balcón».
Sólo salir, pudimos ver un par de coches de bomberos, una ambulancia, mucha policía nacional y una zona acordonada en cuyo centro había un enorme colchón, más grande que una piscina…
– Parece que va a haber un suicidio.
– ¡No puede ser! –exclamé, dándome cuenta de lo que eso suponía.
– Sí –dijo la señora–, hace dos años vi algo parecido y era eso.
– Pues debería bajar. Aunque… no sé qué puedo hacer.
– Baja, si no, no te quedarás tranquilo.
Ya decidido me puse la chaqueta, bajé las escaleras y fui a preguntarle a uno de los bomberos…
– ¿Qué pasa?
– Que ese hombre se quiere tirar. –En el 12º piso había un muchacho de pie preparado para tirarse.
– ¿Puedo ayudar en algo? –No me hizo falta decir que era sacerdote, porque si no hubiera llevado sotana no hubiera podido ni atravesar el cordón que impedía el paso.
– No lo sé; hable con la policía.
La policía me dijo que debía ser el jefe de bomberos el que me diera la autorización.
– Voy a llamar arriba, a ver qué dicen –me dijo el jefe de bomberos–. «Aquí hay un párroco que pregunta si puede hacer algo…» (Un párroco, un cura, un sacerdote, ¡da lo mismo!)
– Dicen mis compañeros que suba y que ya verá usted si puede hacer algo o no.
Me acompañó un bombero y una psicóloga. Llegamos a la terraza pero era imposible llegar hasta donde estaba el chico, sino sólo por una escalera que estaba ocupada por los bomberos. No había contestado a nada ni a nadie de todos los que estaban en la terraza: cinco bomberos, tres policías y dos doctoras.
Una de ellas me dijo: «Qué pena, la policía americana al menos tiene psicólogos»; a lo que contesté: «Sí, pero no tiene curas».
Me acerqué por fin al muchacho y le dije: «Soy sacerdote, escúchame. No hagas eso. Dios te ama, hijo». Nada, ni palabra. Aunque me miró.
Quince minutos después pareció que iba a dejarse caer, pues solamente se aguantaba con las manos, y volví a intentarlo:
– Dios te va a ayudar desde el Cielo.
– ¡Dios no existe! –respondió.
La policía se alegró. Eran las primeras palabras que decía en mucho rato. Le pregunté si había hecho la Primera Comunión. Me dijo que sí. Me dijo también que estaba confirmado y que le confirmó un sacerdote, no el obispo.
Ya entablada la conversación le dije: «Ven aquí, hombre. Siéntate y seguimos charlando». Se alejó del precipicio y, ante el asombro de todos, bajó las escaleras donde estaban los bomberos por su propio pie y entró en el ascensor.
Me despedí de él. Quedamos para la semana siguiente. Le di gracias a Dios y me despedí de policías y bomberos, después de decirle a la doctora: «Se lo dije, en la policía americana no tienen sacerdotes».
Tu cuchillo no sirve
Autor: Antonio Rivero Regidor, LC. San Pablo (Brasil)
Gracias, Señor, por haberme hecho instrumento de tu gracia sanadora, restauradora, santificadora, iluminadora y consoladora
Era una tarde de marzo, en Buenos Aires. Estaba en la parroquia confesando, pues era vicario parroquial.
En esto llegó un joven que quería hablar conmigo.
– Buenas tardes amigo, ¿cómo te llamas? ¿en qué puedo ayudarte?
– Padre, soy Juan y me quiero suicidar esta misma noche.
– ¿¡Por qué!? –le pregunté yo un poco asustado.
– Es que mi novia me ha dejado por otro, y esto no lo tolero, pues llevábamos más de tres años de novios.
– Bueno, bueno…
Yo no sabía qué decir y le pedí al Espíritu Santo que me iluminase y pusiese en mi boca las palabras justas para ayudar a este joven. Yo contaba sólo con esos momentos y tenía plena confianza en el toque de la gracia de Dios.
– Esta misma noche me mato, ¡ya está! –me dijo bien resuelto.
Y sacó un enorme cuchillo y lo puso sobre la mesa que allí estaba.
– ¡Dios mío, qué cacho cuchillo! –le dije yo. Déjame verlo…
Y comencé a dar vueltas al cuchillo. Le dije que le faltaba más filo, que seguro que no funcionaría pues estaba muy oxidado, que para que tuviera éxito y saliese en el periódico debía ser un cuchillo nuevo, bien afilado, y que definitivamente con ese cuchillo no tendría éxito… Y no sé qué más tonterías le dije, para hacer tiempo, desdramatizar el hecho y dar tiempo al Espíritu Santo para que entrara en el alma de Juan y le hiciese entrar en razón, pues realmente ahora reaccionaba desde sus sentimientos heridos.
– ¿Cómo que no va a funcionar este cuchillo? –preguntó enojado Juan.
– Que no, Juan, que no. Para suicidarse –dicen los psicólogos– son necesarias más cosas, muchas más cosas, que no es tan sencillo suicidarse, y sobre todo un cuchillo de calidad y nuevecito. ¿Tienes dinero para comprar uno nuevo?
Yo la verdad no sabía lo que le decía, pero notaba que él me escuchaba atento y abría los ojos asustado. Le di unas palmaditas en la espalda y le dije así.
– Mira, Juan, seguro que esa novia no era la novia que Dios tenía preparada para ti, pues te está buscando una mejor. Esa –sabe Dios cómo se llame– no te conviene, porque no supo valorar lo bueno que tú eres, lo excelente que tú eres. Ella, la pobre, está ciega. ¡Mejor así! ¿Es que acaso en todo Buenos Aires no habrá otra chica mejor, de tu altura y calidad? ¡Claro que sí! Venga, hombre, no seas tonto Juan… Ya quisiera yo tener tu edad. Lo que no haría de bueno por el mundo y por los hombres. Vamos, dame un fuerte abrazo y vamos al sagrario donde está Cristo Eucaristía, ¿lo conoces?, vamos a rezar para que encuentres cuanto antes la chica más hermosa de Buenos Aires y que Dios ya tiene en mente para ti.
– Bueno, bueno… ¿entonces usted cree que encontraré otra chica?
– Pues claro, amigo… No cualquier chica, sino una excelente chica con la que formarás una maravillosa familia con varios hijos y rebosarás de felicidad. Pero, ¡déjame aquí el cuchillo! ¿sí? Ya no lo vas a necesitar. ¡Está tan oxidado…!
– Gracias, padre, por sus consejos y su amistad. ¿Puedo seguir viniendo a hablar con usted?
– Por supuesto que sí, cuando quieras. Es más, te invito todos los domingos a la misa de jóvenes, a las 7.30 de la noche. Vendrás, ¿verdad?
Y así fue. Se fue tan contento, reconciliado con Dios, con la vida y consigo mismo. Yo me fui a la casa parroquial a tirar el cuchillo al cesto de la basura y a dar gracias a Dios por este momento de luz y de gracia. ¡Todo es gracia! –como decía George Bernanos–. «Todo es gracia, todo es gracia» –me iba repitiendo una y otra vez, mientras iba para la parroquia para celebrar la santa misa.
Sobra decir que ese chico no faltó nunca más a la misa. Y encontró una chica encantadora, y tuve la suerte de celebrar la boda por todo lo alto. Y, por lo que sé, siguen fieles y felices.
Gracias, Señor, por haberme hecho instrumento de tu gracia sanadora, restauradora, santificadora, iluminadora y consoladora.
Estábamos deseando llamarle
Autor: Jorge Loring, SJ. Cádiz (España)
¡Qué absurdo no llamar al sacerdote para que el enfermo no se asuste! El susto se lo va a llevar si muere sin confesión
En una ocasión un amigo me dijo: «Vaya a ver a Fulano que está grave».
Fui a ver al enfermo. Después de estar un rato con él y los familiares, dije: «Déjenme solo con él, que tenemos que echar un parrafito».
Al quedarnos solos me dice el enfermo: «Padre, qué alegría he sentido al verle entrar por esa puerta. Estaba deseando llamarle, pero no me atrevía para no asustar a mi familia».
Le confesé, y se quedó encantado. Al salir, en la puerta de la calle, me dijo la familia: «Padre, le agradecemos mucho que haya venido. Estábamos deseando llamarle, pero no nos atrevíamos para no asustar al enfermo».
Todos deseando llamar al sacerdote, y por un miedo absurdo un enfermo iba a morir sin confesión. ¡Qué absurdo no llamar al sacerdote para que el enfermo no se asuste! El susto se lo va a llevar si muere sin confesión.
El estar en gracia de Dios da al enfermo una paz y una tranquilidad maravillosa. El mayor bien que podemos hacer a un moribundo es llevarle un sacerdote que le confiese. Nadie en la vida le ha hecho un favor superior a éste.
(Historias extraidas del libro 100 historias en blanco y negro. Recopilación de la web Catholic.net).
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