FRASES PARA SACERDOTES

"TODO LO QUE EL SACERDOTE VISTE, TIENE UNA BATALLA ESPIRITUAL". De: Marino Restrepo.

Una misa de campaña en medio de las bombas


Al césar lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Así como este Santo sacerdote quiero decir que primero sirvamos a Dios y después, a los hombres.

MAGISTERIO DE LOS SUMOS PONTÍFICES SOBRE EL CELIBATO (PARTE 2)

3. S.S. Pío XI


Pío XI, papa 259º de la Iglesia
 Católica, entre 1922 y 1939.

Encíclica Ad catholici sacerdotii

B) Virtudes características del sacerdote

b) Castidad

47. Íntimamente unida con la piedad, de la cual le ha de venir su hermosura y aun la misma firmeza, es aquella otra preciosísima perla del sacerdocio católico, la castidad, de cuya perfecta guarda en toda su integridad tienen los clérigos de la Iglesia latina constituidos en órdenes mayores obligación tan grave que su quebrantamiento sería además sacrilegio[1]. Y si los de las Iglesias orientales no están sujetos a esta ley en todo su rigor, no obstante, aun entre ellos es muy considerado el celibato eclesiástico, y en ciertos casos, especialmente en los más altos grados de la jerarquía, requisito necesario y obligatorio.

En el sacerdocio pagano y en el del AT

48. Aun con la simple luz de la razón se entrevé cierta conexión entre esta virtud y el ministerio sacerdotal. Siendo verdad que Dios es espíritu[2], bien se ve cuánto conviene que la persona dedicada y consagrada a su servicio, en cierta manera, se despoje del cuerpo. Ya los antiguos romanos habían vislumbrado esta conveniencia. El orador más insigne que tuvieron cita una de sus leyes, cuya expresión era: A los dioses dirigirse puros; y hace sobre ella este comentario: Manda la ley que acudamos a los dioses con pureza, se entiende de alma, y en esto está todo: mas no excluye la pureza del cuerpo; lo que quiere decir es que aventajándose tanto el alma al cuerpo y observándose el ir con pureza de cuerpo, mucho más se ha de observar llevar la del alma[3]. En el Antiguo Testamento mandó Moisés a Aarón y a sus hijos, en nombre de Dios, que no salieran del tabernáculo y, por tanto, que guardasen continencia los siete días que duraba su consagración[4].

En el sacerdocio del NT

49. Pero al sacerdote cristiano, tan superior al antiguo, convenía mucha mayor pureza. La ley del celibato eclesiástico, del cual el rastro primero consignado por escrito, y esto supone evidentemente su práctica en tiempos anteriores, se encuentra en un canon del Concilio de Elvira[5], a principios del siglo IV, viva aún la persecución, en realidad no hace otra cosa que dar fuerza de obligación a una cierta y, casi diríamos, moral exigencia, que brota de las fuentes del Evangelio y de la predicación apostólica. El grande aprecio en que el divino Maestro mostró tener la castidad, exaltándola como algo superior a las fuerzas ordinarias[6]; el reconocerle a É1 como flor de Madre Virgen[7] y criado desde la niñez en la familia virginal de José y María; el ver su predilección por las almas puras, como los dos Juanes, el Bautista y el Evangelista; el oír al gran apóstol San Pablo, fiel intérprete de la ley evangélica y del pensamiento de Cristo, ensalzar en su predicación el valor inestimable de la virginidad, especialmente para más de continuo vacar al servicio de Dios: El no casado se cuida de las cosas del Señor y de cómo ha de agradar a Dios[8]; todo esto era casi imposible que no hiciera sentir a los sacerdotes de la Nueva Alianza el celestial encanto de esta virtud privilegiada, aspirar a ser del número de aquellos que son capaces de entender esta sentencia[9] y hacerse voluntariamente obligatoria su guarda, que muy pronto lo fue por severísima ley eclesiástica en toda la Iglesia latina: para observar nosotros también -como se expresaba a fines del siglo VI el segundo Concilio Cartaginense- lo que enseñaron los apóstoles y observó ya la antigüedad[10].

Testimonio de los Padres orientales

50. Y no faltan textos, aun de Padres orientales insignes, que encomian la excelencia del celibato católico, manifestando que también en este punto, allí donde la disciplina es más severa, era uno y conforme el sentir de ambas Iglesias, latina y oriental. San Epifanio atestigua, afines del mismo siglo IV, que el celibato se extendía ya hasta los subdiáconos: Al que aún vive en matrimonio, aunque sea en primeras nupcias y trata de tener hijos, la Iglesia no le admite a las órdenes del diácono, presbítero, obispo o subdiácono; admite solamente a quien, o vive de su única esposa, o ya la ha perdido; lo cual se practica principalmente donde se guardan fielmente los sagrados cánones[11]Pero quien está elocuente en esta materia es el diácono de Edesa y doctor de la Iglesia universal San Efrén Siro, con razón llamado cítara del Espíritu Santo[12]. Dirigiéndose en uno de sus poemas al obispo Abrahán, amigo suyo, le dice: Bien te cuadra el nombre, Abrahán, porque también tú has sido hecho padre de muchos; pero no teniendo esposa, como Abrahán tenía a Sara, tu rebaño ocupa el lugar de la esposa. Cría a tus hijos en la fe tuya; sean prole tuya en el espíritu, la descendencia prometida, que alcance la herencia del paraíso. ¡Oh fruto hermoso de la castidad, en el cual tiene el sacerdocio sus complacencias...! rebosó el vaso, fuiste ungido; la imposición de manos te hizo el elegido; la Iglesia te amó y te quiso para sí[13]. Y en otra parte: No basta al sacerdote y a lo que pide su nombre, al ofrecer el cuerpo vivo (de Cristo), tener pura el alma, limpia la lengua, lavadas las manos y adornado todo el cuerpo; sino que debe estar en todo tiempo completamente puro, por estar constituido mediador entre Dios y el linaje humano. Alabado sea el que a sus ministros ha purificado[14]. Y San Juan Crisóstomo afirma que quien ejercita el ministerio sacerdotal debe ser tan puro como si estuviera en el cielo, entre aquellas angélicas potestades[15].

La dignidad del sacerdocio exige la castidad

51. Bien que ya la alteza misma, o, por emplear la expresión de San Epifanio, la honra y dignidad increíble[16] del sacerdocio cristiano, aquí por Nos brevemente declarada, prueba la suma conveniencia del celibato y de la ley que se lo impone a los ministros del altar. Quien desempeña un ministerio en cierto modo superior al de aquellos espíritus purísimos que asisten ante el Señor[17], ¿no ha de estar con mucha razón obligado a vivir, cuanto es posible, como puro espíritu? Quien debe todo emplearse en las cosas tocantes a Dios[18], ¿no es justo que esté totalmente desasido de las cosas terrenas y tenga toda su conversación en los cielos?[19] Quien sin cesar ha de atender solícitamente a la salvación de las almas, continuando con ellas la obra del Redentor, ¿no es justo que esté desembarazado de los cuidados de la familia, que absorben gran parte de su actividad?

Admirable espectáculo de la Iglesia

52. Espectáculo es, por cierto, para conmover y excitar admiración, aun repitiéndose con tanta frecuencia en la Iglesia católica, el de los jóvenes levitas que antes de recibir el sagrado orden del subdiaconado, es decir, antes de consagrarse de lleno al servicio y culto de Dios, por su libre voluntad, renuncian a los goces y satisfacciones que honestamente pudieran proporcionarse en otro género de vida. Por su libre voluntad, hemos dicho; como quiera que, si después de la ordenación ya no la tienen para contraer nupcias terrenales, pero las órdenes mismas las reciben no forzados ni por la ley ni por nadie, sino por propia y espontánea resolución[20].

Sin perjuicio de la disciplina oriental

53. No es nuestro ánimo que cuanto venimos diciendo en alabanza del celibato eclesiástico se entienda como si pretendiésemos de algún modo vituperar, y poco menos que condenar, otra disciplina diversa, legítimamente admitida en la Iglesia oriental; lo decimos tan sólo para enaltecer en el Señor esta virtud, que tenemos por una de las más puras glorias del sacerdocio católico y que nos parece responder mejor a los deseos del Corazón santísimo de Jesús y a sus intenciones relativas al alma sacerdotal.

Pío XI. Encíclica “Ad catholici sacerdotii”, Capítulo II, nn. 47-53. En: Esquerda Bifet, Juan. El sacerdocio hoy. Madrid; BAC 1983, 1era edición, pp. 64-68.

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NOTAS

[1] CIC, can. 132 § 1 (nuevo can. 277).
[2] Jn 4, 24
[3] M.T. CICERÓN, De leg. 1. II c. 8 y 10.
[4] Cf. Lev 8, 33- 35
[5] Conc. Iliberit., can. 33 (Mansi, II col 11).
[6] Cf. Brev. Rom., Hymn. ad laudes infesto SS. Nom. Iesu
[7] Cf. Mt 19.11.
[8] 1 Cor 7, 32.
[9] Cf. Mt 19, 11.
[10] Conc Carthag. II, can. 2; cf. Mansi, Collect. Conc., III col. 191.
[11] S. Epiphan., Adversus haeres. Panar. 59, 4: Migne, PG XLI col. 1024.
[12] Brev. Rom.,d. 18 de jun., lect. VI.
[13] Carmina Nisibanea, carm. 19.
[14] Ibid., carm. 18.
[15] De sacerd. 1.III c. 4; Migne, PG. XL VIII, 642
[16] Advers. haeres. Panar. 59, 4: Migne, PG XLI col. 1024.
[17] Cf. Tob 12. 15.
[18] Cf. Lc 2, 49; 1 Cor 7, 32
[19] Cf. Flp 3, 20.
[20] Cf. CIC, can. 971 (nuevo can. 1026).

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