«Y me siga»
Continuación.Por San Luis María Grignión de Montfort |
Amar la cruz con amor sobrenatural
9. Cuando se os habla de amor a la cruz no se trata de un amor sensible. Este es imposible a la naturaleza en esta materia.
Hay que distinguir tres clases de amores: el amor sensible, el amor racional, el amor fiel y supremo. Dicho de otro modo: el amor de la parte inferior, que es la carne; el amor de la parte superior, que es la razón; el amor de la parte superior o cima del alma. que es el entendimiento iluminado por la fe.
Dios no os pide amar la cruz con la voluntad de la carne. Siendo ésta completamente corrompida y criminal, todo lo que sale de ella está corrompido; es más, no puede someterse por sí misma a la voluntad de Dios y a su ley crucificante. Por eso, Nuestro Señor, hablando de ella en el huerto de los Olivos, exclama: Padre, no se haga mi voluntad, sino la tuya (Lc. 22,47). La parte inferior del hombre, en Jesucristo -en quien todo era santo- no pudo amar la cruz sin interrupción; la nuestra -que es toda corrupción- la rechazará con mayor razón. Es cierto que podemos, a veces -como algunos santos-, experimentar una alegría sensible en nuestros sufrimientos. Pero esta alegría no proviene de la carne, aunque esté en la carne. Viene de la parte superior. La cual se encuentra tan llena de la alegría divina del Espíritu Santo, que llega a redundar en la parte inferior. En estos momentos, la persona más crucificada puede decir: Mi corazón y mí carne retozan por el Dios vivo (Sal. 84).
Existe otro amor a la cruz que llamo razonable; radica en la parte superior, que es la razón. Es un amor totalmente espiritual. Nace del conocimiento de la felicidad que hay en sufrir por Dios. Por eso es perceptible y aun es percibido por el alma, a la que alegra y fortalece interiormente. Pero ese amor racional y percibido, aunque bueno y muy bueno, no es siempre necesario para sufrir con alegría y según Dios.
Pues existe otro amor. De la cima o ápice del alma, dicen los maestros de la vida espiritual; de la inteligencia, dicen los filósofos. Mediante este amor, aún sin sentir alegría alguna en los sentidos, sin percibir gozo razonable alguno en el alma, amamos y saboreamos, mediante la luz de la fe desnuda, la cruz que llevamos.
Mientras tanto, muchas veces todo es guerra y sobresalto en la parte inferior, que gime, se queja, llora y busca alivio. Entonces decimos con Jesucristo:Padre, no se haga mi voluntad, sino la tuya (Lc. 22,52). O con la Santísima Virgen: Aquí está la esclava del Señor, hágase en mi según tu palabra (Lc. 1,38).
Con uno de estos dos amores de la parte superior hemos de amar y aceptar la cruz.
Sufrir toda clase de cruces, sin excepción ni selección
10. Decidíos, queridos Amigos de la Cruz, a padecer toda clase de cruces, sin elegirlas ni seleccionarlas; toda clase de pobreza, humillación, contradicción, sequedad, abandono, dolor psíquico o físico, diciendo siempre: Pronto está mi corazón, ¡oh Dios !- está mi corazón dispuesto (Sal. 57).
Disponeos, pues, a ser abandonados de los hombres y de los ángeles y hasta del mismo Dios; a ser perseguidos, envidiados, traicionados, calumniados, desacreditados y abandonados de todos; a padecer hambre, sed, mendicidad, desnudez, destierro, cárcel, horca y toda clase de suplicios, aunque no los hayáis merecido por los crímenes que se os imputan. Imaginaos, por último, que después de haber perdido los bienes y el honor, después de haber sido arrojados de vuestra casa -como Job y Santa Isabel de Hungría, se os lanza al lodo, como a está Santa, o se os arrastra a un estercolero, como a Job, maloliente y cubierto de úlceras, sin un retazo de tela para cubrir vuestras llagas, sin un trozo de pan -que no se niega al perro ni al caballo-, y que, en medio de tales extremos, Dios os abandona a todas las tentaciones del demonio, sin derramar en vuestra alma el más leve consuelo espiritual.
Ahí tenéis, creedlo firmemente, la meta suprema de la gloria divina y la felicidad verdadera de un auténtico y perfecto Amigo de la Cruz..
Cuatro motivos para sufrir como se debe
11. Para animaros a sufrir como se debe, acostumbraros a considerar esta cuatro cosas:
a) La mirada de Dios
En primer lugar, la mirada de Dios. Como un gran rey, desde lo alto de una torre, contempla a sus soldados en medio de la pelea, complacido y alabando su valor. ¿Qué contempla Dios sobre la tierra? ¿A los reyes y emperadores en sus tronos? -A menudo los mira con desprecio. ¿Mira las grandes victorias de los ejércitos del Estado, las piedras preciosas; en una palabra, las cosas que los hombres consideran grandes? -Lo que es grande para los hombres, es abominable ante Dios (Lc. 16,15). Entonces, ¿qué es lo que mira con gozo y complacencia, pidiendo noticias de ello a los ángeles y a los mismos demonios? -Dios mira al hombre que lucha por él contra la fortuna, el mundo, el infierno y contra sí mismo, al hombre que lleva la cruz con alegría. ¿Has reparado sobre la tierra en una maravilla tan grande que el cielo entero la contempla con admiración? -dice el Señor a Satanás-. ¿Te has fijado en mi siervo Job, que sufre por mi? (Job. 2,3).
b) La mano de Dios
En segundo lugar, considerad la mano de este poderoso Señor. Permite todo el mal que nos sobreviene de la naturaleza, desde el más grande hasta el más pequeño. La misma mano que aniquiló a un ejército de cien mil hombres hace caer la hoja del árbol y el cabello de vuestra cabeza. La mano que con tanta dureza hirió a Job os roza con esa pequeña contrariedad. Con la misma mano hace el día y la noche, la luz y las tinieblas, el bien y el mal. Permitió los pecados que os inquietan; no fue el autor de la malicia, pero permitió la acción.
Así, pues, cuando os encontréis con un Semeí, que os injuria, os tira piedras como al rey David, decid interiormente: «No nos venguemos; dejémosle actuar, pues se lo ha mandado el Señor. Reconozco que tengo merecido toda esta clase de ultrajes y que Dios me castiga con justicia. ¡Detente, brazo mío¡ ¡Refrénate, lengua mía! ¡No hieras! ¡No hables! Ese hombre o esa mujer que me dicen o infieren injurias son embajadores de Dios, vienen enviados por su misericordia para vengarse amistosamente de mi. No irritemos su justicia usurpando los derechos de su venganza. No menospreciemos su misericordia resistiendo a sus amorosos golpes. No sea que, para vengarse, nos remita a la estricta justicia de la eternidad».
¡Mirad! Con una mano todopoderosa e infinitamente prudente, Dios os sostiene, mientras os corrige con la otra. Con una mano mortifica, con la otra vivifica. Humilla y enaltece. Con un brazo poderoso alcanza del uno al otro extremo de vuestra vida, suave y poderosamente: suavemente, porque no permite que seáis tentados y afligidos por encima de vuestras fuerzas; poderosamente, porque os ayuda por una gracia poderosa y proporcionada a la fuerza y duración de la tentación o aflicción; poderosamente también, porque -como lo dice el Espíritu de su santa Iglesia- se hace «vuestro apoyo al borde del precipicio ante el cual os halláis; vuestro compañero, si os extraviáis en el camino; vuestra sombra, si el calor os abrasa; vuestro vestido, si la lluvia os empapa y el frío os hiela; vuestro vehículo, si el cansancio os oprime; vuestro socorro, si la adversidad os acosa; vuestro bastón, si resbaláis en el camino; vuestro puerto, en medio de las tempestades que os amenazan con ruina y naufragio».
c) Las llagas y los dolores de Jesús crucificado
En tercer lugar, contemplad las llagas y los dolores de Jesucristo crucificado. El mismo os dice: «¡Vosotros los que pasáis por el camino lleno de espinas y cruces por el que yo he transitado, mirad, fijaos; mirad con los ojos corporales y ved con los ojos de la contemplación si vuestra pobreza y desnudez, vuestros menosprecios, dolores y desamparos, son comparables con los míos. Miradme a mí, el inocente, y quejaos vosotros, los culpables!»
Por boca de los apóstoles, el mismo Espíritu Santo nos ordena esa misma mirada a Jesucristo crucificado, nos ordena armarnos con este pensamiento, que constituye el arma más penetrante y terrible contra nuestros enemigos. Cuando la pobreza, la abyección, el dolor, la tentación y otras cruces os ataquen, armaos con el pensamiento de Jesucristo crucificado; que os servirá de escudo, coraza, casco y espada de doble filo. En él encontraréis la solución a todas vuestras dificultades y la victoria sobre cualquier enemigo.
d) Arriba, el cielo; abajo, el infierno
En cuarto lugar, mirad en el cielo la hermosa corona que os aguarda, con tal que llevéis debidamente vuestra cruz. Esta recompensa sostuvo a los patriarcas y profetas en su fe y persecuciones, animó a los apóstoles y mártires en sus trabajos y tormentos. Los patriarcas decían con Moisés:Preferimos ser afligidos con el Pueblo de Dios, para ser felices con él eternamente, a disfrutar de las ventajas pasajeras del pecado (Heb. 11,24). Los profetas decían con David: Sufrimos grandes afrentas a causa de la recompensa. Los apóstoles y mártires decían con San Pablo: Somos como víctimas condenadas a muerte, como un espectáculo para el mundo, para los ángeles y para los hombres por nuestros padecimientos; como desecho y anatema del mundo (1 Cor. 4,9.13) a causa del peso eterno de gloria incalculable que nos prepara la momentánea y ligera tribulación (2 Cor. 4,17).
Miremos por encima de nosotros a los ángeles, que nos gritan: «Cuidado con perder la corona destinada a recompensar la cruz que os ha tocado -con tal que la llevéis como se debe-. Si no la lleváis debidamente, otro lo hará y se llevará vuestra corona». «Luchad con valentía, sufrid con paciencia -nos dicen todos los santos-, y recibiréis un reino eterno». Escuchemos, por fin, a Jesucristo, que nos dice: «Sólo premiaré a quien haya padecido y vencido por su paciencia».
Miremos abajo el sitio que merecemos. Nos aguarda en el infierno, junto al mal ladrón y a los réprobos, si nuestro padecer -como el suyo- va acompañado de murmuraciones, despecho y venganza. Exclamemos con San Agustín: «Quema, Señor; corta, poda, divide en esta vida en castigo de mis pecados, con tal que me perdones en la eternidad».
*****
No quejarse jamás de las criaturas
12. No os quejéis jamás voluntariamente y con murmuraciones de las criaturas que Dios utiliza para afligiros.
Observad que se dan tres clases de quejas en las penas.
- La primera es involuntaria y natural: es la del cuerpo que gime, suspira, se queja, llora, se lamenta. Como ya dije, si el alma en su parte superior está sometida a la voluntad de Dios, no hay ningún pecado.
- La segunda es razonable: nos quejamos y descubrimos nuestro mal a quienes pueden remediarlo: al superior, al médico... Esta queja puede constituir una imperfección si es demasiado intempestiva, pero no es pecado.
- La tercera es criminal. Se da cuando nos quejamos al prójimo para librarnos del mal que nos inflige o para vengarnos, o cuando nos quejamos del dolor que padecemos, consintiendo en esta queja y añadiéndole impaciencia y murmuración.
*****
13. No recibáis nunca la cruz sin besarla humildemente con agradecimiento. Si Dios en su bondad os regala alguna cruz algo importante, dadle gracias de una manera especial y pedid a otros que hagan lo mismo. A ejemplo de aquella pobre mujer que, habiendo perdido todos sus bienes a causa de un pleito injusto, con la única moneda que le quedaba mandó inmediatamente celebrar una misa para agradecer a Dios la buena suerte que había tenido.
*****
Cargar con cruces voluntarias
14. Si queréis haceros dignos de las cruces que os vendrán sin vuestra participación -son las mejores-, cargaos con algunas cruces voluntarias, siguiendo el consejo de un buen director.
Por ejemplo: ¿Tenéis en casa algún mueble inútil al cual sentís cariño? -Dadlo a los pobres y decid: ¿Quisieras tener cosas supérfluas, cuando Jesús es tan pobre?
¿Os repugna algún manjar, algún acto de virtud, algún mal olor? -Probad, practicad, oled; superaos.
¿Tenéis cariño excesivamente tierno o exagerado a una persona u objeto? -Apartaos, privaos, alejaos de lo que os halaga.
¿Sentís prisa natural por ver, actuar, aparecer en público, ir a tal o cual sitio? -Deteneos, callaos, ocultaos, apartad vuestra mirada.
¿Tenéis repugnancia natural a determinado objeto o persona? -Usadlo a menudo, frecuentad su trato: superaos.
Si sois auténticos Amigos de la Cruz, el amor -siempre ingenioso- os hará descubrir así la cantidad de cruces pequeñas. Con ellas os enriqueceréis sin daros cuenta y sin temor a la vanidad, que a menudo se mezcla con la paciencia cuando se llevan cruces relumbrantes. Y, por haber sido fieles en lo poco, el Señor -como lo tiene prometido- os pondrá al frente de lo mucho, es decir, sobre la multitud de gracias que os dará, sobre multitud de cruces que os enviará, sobre una inmensa gloria que os preparará...
No hay comentarios:
Publicar un comentario