Pío XII, papa número 260 de la Iglesia
Católica, entre 1939 y 1958
Encíclica Sacra virginitas“El aprecio del matrimonio y la virginidad”
Más recientemente hemos condenado con ánimo dolorido la opinión de los que llegan al extremo de afirmar que sólo el matrimonio es el que puede asegurar el natural desenvolvimiento y perfección de la persona humana.[1] Y es así que algunos afirman que la gracia dada ex opere operato por el sacramento del matrimonio, hace de tal modo santo el uso del mismo que se convierte en instrumento más eficaz que la misma virginidad para unir las almas con Dios, como quiera que el matrimonio cristiano y no la virginidad, es sacramento. Esta doctrina la denunciamos por falsa y dañosa. Cierto que este sacramento concede a los esposos gracia para cumplir santamente su deber conyugal; cierto que refuerza el lazo de mutuo amor con que están ellos entre sí unidos; sin embargo, no fue instituído para convertir el uso matrimonial como en un instrumento de suyo más apto para unir con Dios mismo las almas de los esposos por el vínculo de la caridad [cf. *3838]. ¿No reconoce más bien el Apóstol Pablo a los esposos el derecho de abstenerse temporalmente del uso del matrimonio para vacar a la oración [1 Cor. 7, 5], justamente porque esa abstención hace más libre al alma que quiera entregarse a las cosas celestes y a la oración a Dios?
Finalmente, no puede afirmarse, como hacen algunos que «la mutua ayuda» que los esposos buscan en las nupcias cristianas sea un auxilio más perfecto que la soledad,como dicen, del corazón de las vírgenes y de los célibes, para alcanzar la propia santificación. Porque, si bien es cierto que todos los que han abrazado la profesión de perfecta castidad, han renunciado a ese amor humano; sin embargo, no por eso puede afirmarse que, por efecto de esa misma renuncia suya, hayan como rebajado y despojado su personalidad humana. Éstos, en efecto, reciben del Dador mismo de los dones celestes algo espiritual que supera inmensamente aquella «mutua ayuda» que entre sí se procuran los esposos.
Pío XII. Encíclica “Sacra virginitas” (año 1954). Sección “El aprecio del matrimonio y la virginidad”. En: Denzinger, H. - Hünermann, P. El Magisterio de la Iglesia. Enchiridion Symbolorum, definitionum et declarationum de rebus fidei et morum. Barcelona; Editorial Herder 2000, 2ª edición, n. 3911-3912.
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Exhortación apostólica Menti nostrae
A) Virtudes sacerdotales
d) Sentido del celibato
17. El sacerdote tiene como campo de su propia actividad todo lo que se refiere a la vida sobrenatural, y es órgano de comunicación y de incremento de la misma vida en el Cuerpo místico de Cristo. Por eso es necesario que renuncie a todo lo que es del mundo para cuidar solamente aquello que es del Señor [1] . Y, precisamente porque debe estar libre de preocupaciones del mundo para dedicarse por entero al servicio divino, la Iglesia ha establecido la ley del celibato, para que fuese siempre más manifiesto a todos que el sacerdote es ministro de Dios y padre de las almas. Con la ley del celibato, el sacerdote, más que perder el don y el oficio de la paternidad, lo aumenta hasta el infinito, porque, si no engendra hijos para esta vida terrena y caduca, los engendra para la celestial y eterna.
Cuanto más refulge la castidad sacerdotal, tanto más viene a ser el sacerdote, junto con Cristo, hostia pura, hostia santa, hostia inmaculada.[2]
Custodiar la castidad por la vigilancia y la oración
18. Para custodiar integérrima, como tesoro inestimable, la castidad sacerdotal, es necesario atenerse fielmente a aquella exhortación del Príncipe de los apóstoles que todos los días repetimos en el oficio divino: Sed sobrios y vigilad[3].
Sí, vigilad, amados hijos, porque la castidad sacerdotal está expuesta a muchos peligros, ya por la disolución de las costumbres, ya por las inclinaciones del vicio, que son tan frecuentes e insidiosas, ya, en fin, por aquella excesiva libertad que se introduce cada vez más en las relaciones entre ambos sexos y que intenta penetrar también en el ejercicio del sagrado ministerio. Vigilad y orad[4], acordándoos de que vuestras manos tocan las cosas más santas y que os habéis consagrado a Dios, y sólo a El habéis de servir. El hábito mismo que lleváis os advierte que no debéis vivir para el mundo, sino para Dios. Empeñaos, pues, con ardor y valentía, confiando en la protección de la Virgen Madre de Dios, en conservaros siempre nítidos, limpios, puros, castos como conviene a ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios[5].
Evitando las familiaridades
19. A tal propósito os hacemos una particular exhortación para que, al dirigir las asociaciones y sodalicios femeninos, os mostréis como conviene a sacerdotes: evitad toda familiaridad; y siempre que sea necesaria vuestra labor, prestadla como ministros sagrados. Al dirigir estas asociaciones, vuestra función limítese a cuanto requiere el sagrado ministerio.
Páginas 109-110
Necesidad de la gracia para la santificación.
Transformación en víctima con Jesús
28. San Pablo pone como principio fundamental de la perfección cristiana el preceptorevestíos de nuestro Señor Jesucristo[6]. Este precepto, si vale para todos los cristianos, obliga de un modo especial a los sacerdotes. Pero revestirse de Cristo no es sólo inspirar los propios pensamientos en su doctrina, sino entrar en una vida nueva que, para resplandecer con los fulgores del Tabor, debe principalmente conformarse a los tormentos y penas de nuestro Redentor sufriendo en el Calvario. Esto implica un trabajo largo y arduo que transforme nuestra alma en una víctima, para que participe íntimamente en el sacrificio de Cristo.
Este arduo y asiduo trabajo no se lleva a cabo con vanas debilidades ni termina en deseos y promesas, sino que debe ser ejercicio incansable y continuo que lleve a una fructuosa renovación del espíritu; debe ser ejercicio de piedad que lo refiera todo a la gloria de Dios; debe ser ejercicio de penitencia que frene y gobierne los movimientos del alma; debe ser esfuerzo de caridad que inflame el alma de amor hacia Dios y hacia el prójimo y estimule a todas las obras de misericordia; debe ser, finalmente, voluntad activa de lucha y de fatiga por hacer lo que sea más perfecto.
Advertencia de San Pedro Crisólogo
29. El sacerdote debe, pues, intentar reproducir en su alma todo lo que ocurre sobre el altar. Como Jesucristo se inmola a sí mismo, su ministro debe inmolarse con El; como Jesús expía los pecados de los hombres, así él, siguiendo el arduo camino de la ascética cristiana, debe trabajar por llegar a la propia y ajena purificación. De esta suerte nos advierte San Pedro Crisólogo: Sé sacrificio y sacerdote de Dios; no pierdas lo que te dio la Divina autoridad. Revístete de la estola de la santidad; cíñete con el cíngulo de la castidad; sea Cristo velo sobre tu cabeza; esté la cruz como baluarte sobre tu frente; pon sobre tu pecho el sacramento de la ciencia divina; quema siempre el perfume de la oración; blande la espada del espíritu; haz de tu corazón como un altar y ofrece sobre él tu cuerpo como víctima a Dios... Ofrece la fe de modo que sea castigada la perfidia; inmola el ayuno para que cese la voracidad; ofrece en sacrificio la castidad para que muera la pasión; pon sobre el altar la piedad para que sea depuesta la impiedad; invita a la misericordia para que se destruya la avaricia; y para que desaparezca la necesidad, conviene inmolar la santidad; así tu cuerpo será tu hostia, si no está herido por ningún dardo de pecado[7].
La muerte mística en Cristo
30. Queremos repetir aquí de un modo particular a los sacerdotes todo lo que ya hemos expuesto a la meditación de todos los fieles en la encíclica Mediator Dei: Es muy verdadero que Jesucristo es sacerdote: pero no por sí mismo, sino por nosotros, presentando al eterno Padre los votos y los sentimientos religiosos de todo el género humano: Jesús es víctima, pero por nosotros, poniéndose en el lugar del hombre pecador; ahora bien, el dicho del Apóstol, «tened en vosotros mismos los sentimientos que fueron en Jesucristo», exige de todos los cristianos que reproduzcan en sí, en cuanto está en poder del hombre, el mismo estado de ánimo que tenía el divino Redentor cuando hacía el sacrificio de sí: la humilde sumisión de espíritu, la adoración, el honor, la alabanza y el agradecimiento a la suma majestad de Dios. Requiere, además, reproducir en sí mismo las condiciones de la víctima, la abnegación propia, según los preceptos del Evangelio, el voluntario y espontáneo ejercicio de la penitencia, el dolor y la expiación de los propios pecados. Exige, en una palabra, nuestra muerte mística en la cruz con Cristo, de modo que podamos decir con San Pablo: «Estoy clavado con Cristo en la cruz»[8].
Pío XII. Exhortación Apostólica “Menti nostrae”, Capítulo I, nn. 17-19, 29. En: Esquerda Bifet, Juan. El sacerdocio hoy. Madrid; BAC 1983, 1era edición, pp. 104-106, 109-110.
Notas
[1] Cf. Pío XII, Alocución a las superioras generales de las órdenes e institutos de religiosas, 15 de septiembre de 1952 (AAS 44 [1952] 824).
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[1] 1 Cor 7, 32- 33
[2] Missale Rom. can.
[3] 1Pe 5, 8
[4] Mc 14, 38.
[5] Pontificale Rom., In ordin. diacon.
[6] Rom 13. 14
[7] Sermo CVIII: Migne, PL, LII 500. 501.
[8] AAS 39 (1947) 552. 553.
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