Después de la verificación del Sínodo Extraordinario sobre «Los desafíos pastorales de la familia en el contexto de la evangelización» recientemente pasado, que ha tenido a la Iglesia en vilo, habrá un año para su reinicio en el mismo mes del 2015.
En los más amplios sectores de bautizados no comprometidos hay un total desconocimiento de lo que se ha puesto en juego, y quienes viven alejados de la práctica de la fe, están muy de acuerdo en que las posturas rupturistas con el depósito de la Fe, irrumpan de una vez en la Iglesia de Cristo.
Se advierte en los fieles comprometidos perplejidad y confusión. Traicionados por el miedo, la mayoría de los fieles practicantes callan, se apresuran a calificar de imposible la salvación del mundo.
Es más, la Iglesia entera está siendo empujada a ceder, y «ceder es peor que callar, porque es abandonar el campo. No debemos ceder ni un ápice en nuestros derechos, ni un ápice en el terreno de los hechos (…) porque el terreno que se abandona se reconquista con gran dificultad» (P. Angel Ayala, S.J., Formación de selectos).
El mismo pueblo cristiano
«pierde la fe y se aleja de la Iglesia cuando la fe misma es lesionada, es decir, cuando es justamente el fundamento de la fe lo que está siendo falsificado y destruido. Por eso en la Iglesia Católica la confusión doctrinal es absolutamente escandalosa e inadmisible» (Iraburu, Infidelidades en la Iglesia).
La virtud del valor es necesaria para todo bautizado que quiera salvar el mundo, especialmente en esta hora, llamada la «hora de los laicos», que no es la hora de un cristianismo conformista.
Es hora de una lucha valiente. Por una parte vemos cómo en muchos países, nuestros hermanos cristianos se encuentran frente al dilema de apostatar o ser mártires.
El martirio de los que quieren vivir completamente su fe en medio de una sociedad corrompida y perversa, en la que abunda la especie de personas que tiene como deporte despellejar al prójimo, poner zancadillas al triunfo de los demás, apoderarse injustamente de sus bienes. En fin, hacer todo el mal posible a quien no se puede defender.
También aquel martirio ocasionado por «las actitudes inquisitoriales» al interior de la Iglesia Católica misma en contra de quienes quieren mantenerse fieles al depósito de la fe: como el calvario inacabable de las ramas masculina y femenina de los Franciscanos de la Inmaculada, o la marginación y persecución (léase destitución) del Obispo de Ciudad del Este, o la presión ejercida en los últimos meses en contra de tantos seglares calificados de «integristas».
No se percatan los perseguidores, de que todo ello lo están realizando con la persona misma de Jesús, quien recibe esos insultos, esas amenazas, esas canalladas.
Traigamos a colación el caso de Saulo –luego convertido en apóstol San Pablo. Judío conservador, cierra los ojos a la predicación de Cristo, desprecia a sus seguidores, los odia hasta el punto de buscarlos en todo lugar, a fin de detenerlos y ajusticiarlos.
Pero, a la fuerza, va a entender el misterio de Cristo. A punto de llegar a Damasco, le ciega una misteriosa luz que le derriba de su caballo. Lo interesante es que escucha una voz arrebatadora que se dirige a él en exclusiva, y que le dice escuetamente: «Yo soy Jesús a quien tú persigues» (Act 26, 15-17).
Sólo entonces comprenderá la unión inseparable que existe entre Jesús y cualquiera de los miembros de su Cuerpo, y que cuando se persigue a sus discípulos, esa persecución la considera Cristo como realizada en contra de su persona misma.
Una verdad básica en el Cristianismo, y, que el mismo Jesús la desarrollará gráficamente en su descripción del Juicio Final. Todas las buenas obras, las ayudas, las colaboraciones, las donaciones que hice y hago a cualquier mortal, aunque sea un desconocido, es obra que practico a favor de Jesús; y, al contrario, cuanta injuria, desprecio, robo, maltrato, persecución o negación de ayuda al «más pequeño de los hermanos de Jesús», Él lo considera como verificada a su misma persona.
Consecuentemente Jesús ha de sentir repugnancia de los cristianos viscosos que como una víbora tratan de dañar con su lengua o con su brazo, o con su poder al prójimo; no los puede tolerar, ni perdonar, porque están cometiendo un pecado contra Dios, contra su Espíritu, al no querer admitir la indignidad de sus actos.
También a mí, o a Usted, cuando tratamos mal de pensamiento, palabra u obra a cualquier prójimo o con letal indiferencia, nos dirá Jesús: «Dime, por qué me persigues a Mí, a Jesús, tu Maestro y Redentor».
FUENTE: agendum-contra.blogspot.com/
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