Sus profundas raíces teológicas y eclesiológicas exaltan la libre responsabilidad y la comunión en Cristo.
Por cardenal Mauro Piacenza
He pensado dividir mi intervención en tres diferentes pasajes: el primero, las indulgencias, tesoro de la misericordia de Dios por la Iglesia; segundo, las indulgencias, mirada sobrenatural de la Iglesia y sobre la Iglesia; y finalmente, tercero, algunos aspectos pastorales de las indulgencias.
1. Las indulgencias, tesoro de la misericordia de Dios por la Iglesia
Le queda claro a todo el mundo que la doctrina y la práctica de las indulgencias están estrictamente, más aún, indisolublemente vinculadas al sacramento de la Reconciliación y a sus efectos. Como recordó el beato Pablo VI en la Constitución ApostólicaIndulgentiarum doctrina:
“Indulgencia es la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados, ya perdonados en lo referente a la culpa que gana el fiel, convenientemente preparado, en ciertas y determinadas condiciones, con la ayuda de la Iglesia, que, como administradora de la redención, dispensa y aplica con plena autoridad el tesoro de los méritos de Cristo y de los santos” (ID, 2 1).
La indulgencia nos habla del tesoro de la Divina Misericordia y su sobreabundancia respecto a todo el mal posible llevado a cabo por el hombre. Resuena, a ese respecto, el encantador himno delExultet, que cantaremos al final de esta Cuaresma: “Feliz culpa que mereció tan grande Redentor”. La conciencia de la sobreabundancia del don salvífico de la Misericordia respecto a los méritos del hombre, sobretodo, a cualquier posible condición de pecado y de distancia de Dios, no es otra cosa, si se mira bien, que la concretización, a través de la encarnación del Verbo, de la fe en la absoluta trascendencia de Dios.
Explico más. La llamada a creer en la Divina Misericordia, revelada plenamente en Jesucristo, en su muerte y resurrección, y el reconocimiento de la absoluta sobreabundancia de tal misericordia son, para nosotros cristianos, parte imprescindible del reconocimiento de la trascendencia de Dios, de su absoluta alteridad respecto a cualquier experiencia que se pueda tener de Él.
Creemos en Dios, en Dios Padre, en su absoluta trascendencia, precisamente en la medida en que creemos en la real posibilidad que nos ha sido ofrecida de su misericordia y en la sobreabundancia de tal misericordia respecto a nosotros.
Siempre es oportuno, a tal propósito, recordar cómo el misterio al revelarse no deja de ser misterio y se revela a nosotros en su naturaleza de misterio: no es casualidad si las palabras fundamentales para aludir a Dios son estructuralmente términos “negativos”: in-finito, inmenso, omnipotente, omnisciente, etc…esto nos dice que cada experiencia posible del misterio, incluso como misericordia, lleva consigo la llamada al reconocimiento humilde y real de una sobreabundancia, que, lejos de aplastar o limitar la libertad de los hombres, constituye el verdadero horizonte de vida y el auténtico objetivo motivacional.
Podemos decir que, si Dios es bondad suprema, no es, sin embargo, la bondad como nosotros la conocemos y experimentamos; si Dios es justicia, no es la justicia como la conocemos; Dios es amor, pero no el amor que experimentamos.
Lo mismo vale para el gran misterio de la misericordia: Dios es misericordia, pero no es la misericordia, aunque importantísima, que nosotros experimentamos. Él se manifiesta en ella, nos da un pálido aroma de su ser en cualquier auténtica experiencia de misericordia que podamos vivir, pero es más grande, es siempre “más” que cualquier experiencia humana concreta.
En este amplio horizonte, en el que reconocemos la absoluta trascendencia del misterio y la libre voluntad de manifestarse a los hombres, para su salvación, como misericordia, sobretodo en el evento histórico-salvífico de la muerte y resurrección de Jesús, debe ser colocada la doctrina sobre las indulgencias.
El tesoro de la misericordia es inagotable, sus límites no se pueden trazar por la pobre inteligencia humana. Como, para todos los sacramentos, el Señor Jesús, habiéndolos directa o indirectamente instituido, ha confiado a la Iglesia la tarea de establecerles una forma –y a través de los siglos la forma de los sacramentos ha cambiado, permaneciendo intacta su esencia– de este modo, el administrador del tesoro de la misericordia está completamente encomendado a la autoridad de la Iglesia, que piadosamente lo custodia, sabiamente lo administra y generosamente lo dona.
La clave para comprender el tesoro de las indulgencias, es la distinción teológica entre culpa y pena. Sabemos bien cómo la culpa es perdonada por la reconciliación sacramental, mientras que la pena temporal por los pecados cometidos permanece y requiere el don ulterior de la indulgencia para ser perdonada.
¿Cómo leer e interpretar en la época actual de la postmodernidad, esta distinción entre culpa y pena que, con una mirada superficial, podría aparecer con sabor medieval?
El tesoro de las indulgencias permanece incomprensible a la mente que se autolimita sólo al horizonte inmanente de la existencia y que excluye a priori la inmortalidad del alma, y a cualquier forma de relación con el misterio sucesivo a la muerte.
En breves palabras, las indulgencias son incomprensibles para el hombre secularizado e, incluso para aquellos cristianos que, en nombre de la desmitificación del cristianismo, lo han reducido a una doctrina ética, útil sólo a los estados modernos para conservar su poder.
La indulgencia es, en cambio, un himno a la libertad, un reconocimiento en profundidad de la dignidad del hombre que, precisamente porque es racional, libre y capaz de amar, debe ser siempre considerado usualmente responsable de sus propios actos.
La distinción entre pena temporal y culpa debe ser preservada para poder, a través de ella, preservar, por un lado, la auténtica libertad del hombre y, por el otro, la historicidad y, por lo tanto, el valor temporal, de los actos que éste realiza.
Sabemos que el juicio universal no será un golpe de esponja sobre la historia y la persistencia de la pena temporal, incluso después de la absolución sacramental de la culpa, vuelve a todo hombre conciente de las consecuencias de los propios actos, le indica el deber responsable de la reparación y, lo más importante, lo llama a la participación de la obra redentora de Cristo, para sí y para los hermanos.
Preservando el tesoro de las indulgencias, se preserva la trascendencia de Dios, a través del reconocimiento humilde de la sobreabundancia de su misericordia; se preserva la dignidad del hombre, que siempre debe ser considerado capaz de elegir libremente y, por lo tanto, responsable de los propios actos; se preserva la verdad de la historia, en la que los actos son realizados y que, por su naturaleza, en su objetividad factual, se priva de cualquier manipulación; y, finalmente, se preserva la llamada de la criatura a volverse, cada vez más perfecta y concientemente partícipe de la obra de su creador: obra redentora y de “nueva creación”.
-Continuará-
FUENTE: aleteia.org
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