LA INUNDACIÓN
SUENO 55.—AÑO DE 1866.
(M. B. Tomo VIII, págs. 275-282)
Continuación...
El número de mis queridos hijos había disminuido notablemente; a pesar de ello, con la confianza puesta en la Virgen, después de una noche tenebrosa, la nave entró finalmente como a través de una especie de paso estrechísimo, entre dos playas cubiertas de limo, de matorrales, de gruesos maderos, de tablas, de troncas, de mástiles destrozados, de remos. Alrededor de la barca pululaban las tarántulas, los sapos, las serpientes, los dragones, cocodrilos, escualos, víboras y mil otros repugnantes animalejos. Sobre unos sauces llorones, cuyas ramas caían sobre nuestra embarcación, había unos gatazos de forma singular que devoraban trozos de miembros humanos y muchos monos de gran tamaño, que columpiándose de las mismas ramas intentaban tocar y arañar a los jóvenes; pero éstos, atemorizados, se agachaban salvándose de aquellas insidias.
Fue allí, en aquel fangal, donde volvimos a ver con gran sorpresa y dolor a los pobres compañeros que habíamos perdido o que habían desertado de nuestras filas. Después del naufragio fueron arrojados por las olas a aquella playa. Los miembros de algunos estaban destrozados como consecuencia del choque violento contra los escollos. Otros habían quedado sepultados en la laguna y sólo se les veía los cabellos y la mitad de un brazo. Aquí sobresalía del fango un torso, más allá una cabeza; en otra parte flotaba a la vista de todos un cadáver.
De pronto se oyó la voz de un joven de la barca quegritaba: —Aquí hay un monstruo que está devorando las carnes de fulano y de zutano.
Y repetía los nombres de los desgraciados, señalándoselo a los compañeros que contemplaban la escena con horror.
Pero otro espectáculo no menos horrible se presentó a nuestros ojos.
A poca distancia se levantaba un horno gigantesco en el cual ardía un fuego devorador. En él se veían formas humanas, pies, brazos, piernas, manos, cabezas que subían y bajaban entre las llamas confusamente, como los garbanzos en la olla cuando esta está hirviendo.
Miramos atentamente y vimos allí a muchos de nuestros jóvenes y al reconocerlos quedamos aterrados. Sobre aquel fuego había como una tapadera encima de la cual estaban escritas con gruesos caracteres estas palabras: "El sexto y el séptimo conducen aquí".
Cerca de allí había una alta y amplia prominencia de tierra o promontorio con numerosos árboles silvestres desordenadamente dispuestos, entre los que se agitaban gran número de nuestros jóvenes de los que habían caído a las aguas o de los que se habían alejado de nosotros en el curso del viaje. Yo bajé a tierra, sin hacer caso del peligro a que me exponía, me acerqué y vi que tenían los ojos, las orejas, los cabellos y hasta el corazón llenos de insectos y de asquerosos gusanos que les roían aquellos órganos causándoles atrocísimos dolores. Uno de ellos sufría más que los demás; quise acercarme a él, pero huía de mí escondiéndose detrás de los árboles. Vi a otros que entreabriendo sus ropas, mostraban la persona ceñida de serpientes; otros, llevaban víboras en el seno.
Señalé a todos ellos una fuente que arrojaba agua fresca en gran cantidad, aquella agua era al mismo tiempo ferruginosa; todo el que iba a lavarse en ella curaba al instante y podía volver a la barca. La mayor parte de aquellos infelices obedeció mis mandatos; pero algunos se negaron a secundarlos. Entonces yo, decididamente, me volví a los que habían sanado, los cuales, ante mis instancias, me siguieron sin titubear, mientras los monstruos desaparecían. Apenas estuvimos en la embarcación, ésta, impulsada por el viento, atravesó aquel estrecho saliendo por la parte opuesta a la que había entrado, lanzándose de nuevo a un mar sin límites.
Nosotros, compadecidos del fin lastimoso y de la triste suerte de nuestros compañeros abandonados en aquel lugar, comenzamos a cantar: "¡Load a María, oh lenguas fieles!, en acción de gracias a la Madre celestial, por habernos protegido hasta entonces"; y al instante, como obedeciendo a un mandato de la Virgen, cesó la furia del viento y la nave comenzó a deslizarse con rapidez sobre las plácidas olas, con una suavidad imposible de describir.Parecía que avanzase al solo impulso que le diesen los jóvenes al jugar echando el agua hacia atrás con la palma de la mano.
He aquí que seguidamente aparece en el cielo un arco iris, más maravilloso y esplendoroso que una aurora boreal; al pasar bajo el cual leímos escrito con gruesos caracteres de luz, la palabra MEDOUM sin entender su significado. A mí me pareció que cada letra era la inicial de estas palabras: Mater Et Domina Omnis Universi María. Después de un largo trayecto he aquí que despunta la tierra en el horizonte; al acercarnos a ella, sentíamos renacer poco a poco en el corazón una alegría indecible. Aquella tierra maravillosa, cubierta de bosques, de toda clase de árboles, ofrecía el panorama más encantador que imaginarse puede, iluminada por la luz del sol naciente que subía tras las colinas que la formaban. Era una luz que brillaba con una inefable suavidad, semejante a la de un espléndido atardecer de verano, infundiendo en el ánimo una sensación de tranquilidad y de paz.
Finalmente, dando contra las arenas de la playa y deslizándose sobre ella, la balsa se detuvo en seco al pie de una hermosísima viña.
Bien se pudo decir de esta embarcación: Eam tu, Deus, pontem fecisti quo a mundi flúctibus trajicientes ad tranquillum portum tuum devéniamus.
Los jóvenes estaban deseosos de penetrar en aquella viña y algunos, más curiosos que otros, de un salto se pusieron en la playa. Pero, apenas avanzaron unos pasos, al recordar la suerte desgraciada de los que quedaron fascinados por la colina que se levantaba en medio del mar borrascoso, volvieron apresuradamente a la balsa. Las miradas de todos se habían vuelto hacia mí y en la frente de cada uno se leía esta pregunta:
— [San] Juan Don Bosco: ¿es hora ya de que bajemos y nos paremos? Primero reflexioné un poco y después les dije: ¡Bajemos! Ha llegado el momento: ahora estamos seguros. Fue un grito general de alegría; y cada uno de los muchachos, frotándose las manos de júbilo, penetró en la viña, en la cual reinaba el orden más perfecto. De las vides pendían racimos de uva semejantes a los de la tierra prometida y en los árboles había toda clase de frutos; cuantos se pueden desear en la bella estación y todos de un sabor desconocido.
En medio de aquella extensísima viña se elevaba un gran castillo rodeado de un delicioso y regio jardín cercado de fuertes murallas. Nos dirigimos a aquel edificio, permitiéndosenos la entrada.
Estábamos cansados y hambrientos y en una amplia sala adornada toda de oro, había preparada para nosotros una gran mesa abastecida de los más exquisitos manjares, de los que cada uno se podía servir a su placer.
Mientras terminábamos de refocilarnos, entró en la sala un noble joven, ricamente vestido y de una hermosura singular, el cual, con afectuosa y familiar cortesía nos saludó llamándonos a todos por nuestros nombres. Al vernos estupefactos y maravillados ante su belleza y por las cosas que habíamos visto, nos dijo:
—Esto no es nada; venid a ver. Todos nosotros le seguimos y desde los balcones de las habitaciones nos hizo contemplar los jardines, diciéndonos que éramos dueños de todos ellos y que los podíamos usar para nuestros recreos.
Nos llevó después de una en otra sala; cada una superaba a la anterior por la riqueza de su arquitectura, por sus columnas y decorados de toda espacie. Abriendo después una puerta que comunicaba con una capilla, nos invitó a entrar. Por fuera la capilla parecía pequeña, pero apenas cruzamos el dintel, comprobamos que era tan amplia que de un extremo a otro apenas si nos podíamos ver. El pavimento, los muros, las bóvedas estaban guarnecidas de mármoles artísticamente trabajados, de piezas de plata y oro, de piedras preciosas, por lo que yo, profundamente maravillado, exclamé:
— ¡Esto es una belleza de Paraíso! No tendría inconveniente en quedarme aquí para siempre.
En medio de este gran templo, se alzaba sobre un rico 38basamento, una magnífica estatua de María Auxiliadora.
Llamando a muchos de los jóvenes que se habían dispersado por una y otra parte para encaminar las bellezas de aquel sagrado edificio, logré concentrarlos a todos ante la imagen de Nuestra Señora para darle gracias por tantos favores como nos había otorgado. Entonces me di cuenta de la enorme capacidad de aquella iglesia, pues aquellos millares y millares de jóvenes parecían formar un pequeño grupo que ocupase el centro de la misma.
Mientras contemplaban aquella estatua cuyo rostro era de una hermosura inefable, la imagen pareció animarse de pronto y sonreír. Y he aquí que se levantó un murmullo entre los muchachos, apoderándose de sus corazones una emoción indecible.
— ¡La Virgen mueve los ojos!—, exclamaron algunos.
Y en efecto: María Santísima recorría con su maternal mirada aquel grupo de hijos. Seguidamente se oyó una nueva y general exclamación: — ¡La Virgen mueve las manos!
Y en efecto, abriendo lentamente los brazos levantaba el manto como para acogernos a todos debajo de él. Lágrimas de emoción surcaban nuestras mejillas.
— ¡La Virgen mueve los labios!—, dijeron algunos. Se hizo un silencio profundo; y la Virgen abrió la boca y con una voz argentina y suavísima, dijo: —Si ustedes son para Mí hijos devotos, yo seré para vosotros una Madre piadosa.
Al oír estas palabras, todos caímos de rodillas y entonamos el canto sagrado: "Load a María, oh lenguas fieles".
Los jóvenes cantaban tan fuerte y al mismo tiempo tan suave, que gratamente impresionado me desperté, terminando así la visión.
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[San] Juan Don Bosco concluyó su relato con estas palabras:
¿Ven, mis queridos hijos? En este sueño se nos presenta el mar borrascoso de esta vida. Si son dóciles y obedientes a mis palabras y no hacen caso de los que les aconsejan mal, después de habernos esforzado por hacer el bien y huir del mal; después de vencidas todas nuestras malas tendencias, llegaremos felizmente al término de nuestra vida, al puerto seguro del cielo. Entonces vendrá a nuestro encuentro la Virgen Santísima, que en nombre de nuestro buen Dios, nos introducirá para restaurarnos de nuestras fatigas, en su regio jardín, esto es, en el Paraíso, donde gozaremos de su amabilísima presencia divina. Pero, si por el contrario, quieren obrar, no según yo les digo, sino siguiendo su capricho y desoyendo mis consejos, entonces naufragarán miserablemente.
[San] Juan Don Bosco —continúa Don Lemoyne— daba en circunstancias diversas y privadamente alguna explicación específica de este sueño, relacionado, según parece, no sólo con el Oratorio, sino también con la Pía Sociedad.
«El prado es el mundo; el agua que amenaza ahogarnos, los peligros del mundo. La inundación tan terriblemente extendida, los vicios y las máximas irreligiosas y las persecuciones contra ¡os buenos. El molino, esto es, un lugar aislado y tranquilo, pero también amenazado, la casa del pan, la Iglesia Católica. Los canastos del pan, la Santísima Eucaristía que sirve de viático a los navegantes. La embarcación, el Oratorio. El tronco del árbol que forma el puente entre el molino y la balsa es la Cruz, o sea, el sacrificio de sí mismo a Dios, mediante la mortificación cristiana. El leño empleado por los jóvenes, como un puente más ligero para entrar en la embarcación, es el reglamento conculcado. Muchos vienen con fines rastreros y bajos: hacer una carrera; con deseos de lucro, de honores, de comodidades, de cambiar de condición y de estado; éstos son los que no rezan y se burlan de la piedad de los demás.
Los sacerdotes y los clérigos simbolizan la obediencia y las portentosas obras de salvación que por medio de ellos se consiguen.
Los remolinos, las varias y tremendas persecuciones que se suscitan y se suscitarán. La isla sumergida, los desobedientes que no quieren permanecer en la embarcación y vuelven al mundo despreciando la vocación.
Lo mismo habría que decir de los que se refugian en las otras balsas.
Muchos de los que caían al agua o tendían la mano a los que estaban en la embarcación y con la ayuda de los compañeros subían nuevamente a ella, eran los dotados de buena voluntad; los cuates, habiendo caído desgraciadamente en pecado, vuelven a adquirir la gracia de Dios mediante la penitencia. El estrecho, los gatazos, los monos y demás monstruos, son ¡os revolucionarios, las ocasiones y las incitaciones a la culpa, etcétera. Los insectos en los ojos, en la lengua, en el corazón: las miradas peligrosas, las conversaciones obscenas, los afectos desordenados. La fuente de agua ferruginosa que tenía la virtud de matar todos los insectos y de curar instantáneamente, son los sacramentos de la Confesión y de la Comunión. El lodazal y el fuego, los lugares del pecado y de la condenación.
Con todo, hay que observar que no quiere decir que cuantos cayeron en el fuego y no se volvieron a ver más y los que ardían en las llamas tienen que ir a parar irremisiblemente al infierno: ¡No! Dios nos libre de afirmar semejante cosa. Sino que indica que los que se encontraban en desgracia de Dios, si hubiesen muerto entonces, se habrían condenado para siempre. La sala, el templo, representan la Sociedad Salesiana, feliz y triunfante. El joven garrido que acoge a los demás y los acompañan a visitar el palacio y la iglesia, parece que fuera un alumno muerto en el Oratorio, tal vez [Santo]bDomingo Savio».
De esta última frase se deduce, que en éste, como en otros sueños de [San] Juan Don Bosco, hay un significado escondido que se refiere principalmente a la Sociedad Salesiana.
Hemos de hacer constar que contemporáneamente a cada frase del sueño, tanto de este como de los demás, correspondían otras tantas apariciones que diríamos paralelas y complementarias de las cosas descritas.
Nos autoriza a juzgar así el hecho de haber recordado [San] Juan Don Bosco a Don Julio Barberis en el año 1879, que en este sueño había visto a Don Cagliero atravesar una gran extensión de agua, ayudando a otros a cruzarla y que tanto él como sus compañeros habían hecho diez estaciones. De esta forma veía anticipadamente sus viajes a América.
Así también, en el año 1885 dijo que este sueño guardaba relación con la elevación al episcopado de Mons. Cagliero.
En la mañana del dos de enero, los jóvenes deseosos de conocer el estado de la propia conciencia, se apresuraron a confesarse con él en la sacristía. A cierto joven, el cual después de la confesión le preguntaba, dónde y en qué estado yo había visto en aquel sueño misterioso, le respondió:
—Estabas en la embarcación y te dedicabas a pescar y caíste varias veces al agua, pero yo te saqué y te devolví a la barca. —Y cuando llegó al templo ¿recuerda haberme visto? —Sí, sí— le respondió sonriente.
A un clérigo vercellés que le preguntó en el patio sobre su estado: Tú estorbabas a los demás —le replicó— y así impedías la pesca.
A un sacerdote que deseaba saber el papel que desempeñaba en aquella escena: —Te vi —le dijo— apartado de los demás--- solo, serio, en un rincón de la embarcación, ocupado en preparar anzuelos con sus cuerdas correspondientes que los demás venían a coger para pescar.
Y añadió algunas cosas más que veinte años después se cumplieron de una manera maravillosa y que no es necesario exponer aquí.
Los alumnos no olvidaron este sueño que tanta impresión les había causado, y el joven Agustín Semeria de Moltedo Superiore nos lo recordaba en una carta fechada en 24 de septiembre de 1883, confirmando en su descripción cuanto hemos expuesto anteriormente y añadiendo
«Recuerdo también que en una de las noches siguientes, cosa insólita, [San] Juan Don Bosco nos hizo rezar bajo los pórticos la tercera parte del Rosario por las necesidades de nuestra Santa Madre la Iglesia. Terminada esta oración, mientras avanzaba entre nosotros, acogido con grandes muestras de alegría y numerosos vivas, nos permitió que le ayudásemos a subir a la cátedra o tribuna desde la cual nos hablaba. Esto era muy frecuente. Una vez que hubieron terminado los aplausos, hizo alusión a la alegría que experimentarán los justos al llegar a las playas de la felicidad eterna; a la paz que disfruta un cristiano viviendo siempre en gracia de Dios y al augurarnos unas buenas noches, nos dijo:
—Cuando se despojen de las ropas para acostarse, háganlo con toda modestia; pensando que Dios los ve; después métanse en la cama; crucen las manos sobre el pecho y abandonados en los brazos de Jesús y de María, entregúense al descanso».
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