Acerca de la castidad
Segunda entrega
5. Las enseñanzas sobre la castidad en las Sagradas Escrituras
En las Ss. Escrituras se encuentran enseñanzas acerca de la castidad en variadas formas. Desde luego se describen actitudes de pureza y hay también textos que inculcan la castidad y la sitúan en la perspectiva de los designios de Dios. Finalmente, hay expresiones de rechazo a las conductas o actitudes contrarias a la castidad. Con cierta frecuencia estos distintos tipos de enseñanza se entrelazan unos con otros, y, por eso, su sistematización no resulta fácil ni natural.
a) En el Antiguo Testamento
Sabemos que el sentido moral fue progresando y madurando en el pueblo de Israel. En tiempos antiguos no aparecen vituperadas ciertas conductas que más tarde fueron desapareciendo o se llegó a calificarlas en forma negativa. La última etapa de la maduración del juicio moral no llegó sino con Jesucristo y con su Evangelio. No hay que olvidarlo.
Hay, no obstante, valiosas enseñanzas acerca del matrimonio y de la castidad en el Antiguo Testamento.
La primera referencia está en el libro del Génesis (1,27s y 2, 18-25). La sexualidad es presentada como un elemento constitutivo del ser humano, como una obra de Dios: es El quien crea al varón y a la mujer en forma que se complementen y procreen en la unidad del matrimonio, unidad tan profunda que se antepone a los otros vínculos familiares. El hombre ve a la mujer, la reconoce como carne de su carne y hueso de sus huesos, y declara que el varón deja a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne. Aparece aquí la diversidad de los sexos como obra de Dios, la complementaridad entre el varón y la mujer y su profunda unidad. El texto bíblico dice que "estaban desnudos, el hombre y su mujer, pero no se avergonzaban el uno del otro": el pecado no había introducido aún el desorden del apetito sexual y el amor entre varón y mujer era sereno y libre de concupiscencia. Una vez que los primeros padres pecaron "se les abrieron los ojos a ambos, se dieron cuenta que estaban desnudos" y se vistieron (Gn 3, 7); el pecado había originado el desorden, y ese desorden debía ser dominado, para lo cual era necesario el pudor, representado por el uso de la vestimenta. Más adelante Dios dice a la mujer que ·"hacia tu marido irá tu apetencia, y él te dominará" (Gn 3, 16): las relaciones entre el varón y la mujer ya no son serenas, sino que llevarán la marca del desorden, de la concupiscencia y del egoísmo.
En la historia de Abraham hay un capítulo del más hondo dramatismo y es el que se refiere a la destrucción de las ciudades nefandas de Sodoma y Gomorra, manchadas por el pecado de la homosexualidad que allí se practicaba con descaro y con violencia (ver Gn 18, 16-19, 29). El rechazo de las prácticas homosexuales es total. Esas prácticas eran una degradación de la sexualidad que expresa la pérdida del sentido propio que le había dado Dios, para convertirse exclusivamente en una "experiencia vital de fuerza y poder". Llegado el tiempo de la Alianza del Sinaí, Dios dará a Moiséslos mandamientos de la Ley y señalará entre ellos el de "no cometerás adulterio" (Ex 20, 14; Dt 5, 18). En el libro del Levítico (cap.18) se leen prescripciones complementarias sobre el recto uso de la sexualidad. Estas exigencias de las "leyes de la Alianza" de Dios con Israel indican que la moral sexual no es algo "privado", sino que tiene relación con Dios y con la convivencia en el pueblo de Dios.
Antes de que Jacob y sus hijos se establecieran en Egipto, encontramos un episodio que aporta una nueva luz acerca de la castidad. Un hijo de Judá, Er, se había casado con una mujer llamada Tamar. Er murió sin descendencia y, en cumplimiento de la ley del 'levirato' (Dt 25, 5ss), el hermano de Er, Onán, tomó por esposa a la viuda Tamar. Según la ley, la descendencia que una viuda tuviera del hermano de su difunto marido, se consideraría descendencia del difunto: así se evitaba que se extinguiese la estirpe. Onán tomó por esposa a Tamar, pero no quería de ningún modo que un eventual hijo suyo fuera legalmente considerado hijo de su difunto hermano, Er. Así es que al tener relaciones con Tamar, interrumpía el acto conyugal y derramaba en tierra. Dios desaprobó la conducta de Onán, a la vez egoísta para con la memoria de su hermano y contraria a la naturaleza en su relación con su esposa, y le envió la muerte (ver Gn. 38, 1-10). La continuación de este relato muestra qué poco afinados estaban todavía los conceptos acerca de la moral sexual entre los israelitas de aquellos tiempos (ver Gn 38, 11-26), aunque con algunos destellos de claridad.
El encuentro de Rut con Booz, que más adelante sería su marido, y ambos figuran entre los antepasados de David y de Jesús, es un poema de delicadeza y de virtudes familiares. Rut busca a Booz en conformidad a la ley mosaica, Booz la trata castamente y, luego la hace su esposa (ver Rt 3s).
Muchos fueron los méritos de David como hombre religioso y como gobernante. Sin embargo hay en su vida un terrible episodio de impureza. Nada dice la Escritura acerca de las intenciones de Betsabé, la mujer de Urías y vecina de David, al bañarse sobre la terraza de su casa. Lo cierto es que David la vió, la deseó y la mandó buscar. Betzabé concibió un hijo de David. David urdió una estratagema a fin de que el hijo pudiera ser atribuído a su servidor Urías, pero el plan fracasó. Entonces David mandó hacer matar a Urías, y así sucedió. Al adulterio se juntó el asesinato. Dios se valió de un profeta para reprender duramente a David, y lo castigó. David hizo penitencia y expresó en un salmo su dolor y su arrepentimiento (ver 2 Sm 11; 12,1 - 15; Sal 51). El texto es aleccionador en muchos aspectos. Desde luego en cuanto a la provocación de la concupiscencia ajena. Enseguida en cuanto al peligro de mirar lo que puede ser motivo de pasión. Luego, en las secuelas de un pecado que se desea ocultar, algo así como sucede hoy cuando se condena a muerte por aborto al niño que fue concebido pecaminosamente, a fin de que los verdaderos culpables "salven su honor".
David fue padre del rey sabio, Salomón. Mucho se podía esperar del nuevo rey, pero la lujuria cegó su corazón. Dice la Escritura que amó a muchas mujeres extranjeras, apegándose a ellas con pasión. En su ancianidad sus mujeres inclinaron su corazón hacia otros dioses y su corazón no fue por entero de Yahvé, su Dios, como lo fue el corazón de David su padre. Llegó a tanto que edificó templos a los ídolos de sus mujeres y se fue en pos de ellos (ver 1 Re 11, 1-13). En la historia de Salomón el matrimonio aparece al servicio del poder o de las conveniencias políticas y la sexualidad se convierte en una idolatría que esclaviza al hombre.
Hay varias enseñanzas acerca de la castidad en diversos escritos del Antiguo Testamento que son expresión de la "sabiduría" de Israel. Esos escritos pertenecen a diferentes géneros literarios, cuyo estudio no corresponde hacer aquí. La tradición de la Iglesia ha visto en esos escritos una intencionalidad que resulta más clara a la luz del Nuevo Testamento. Por cierto, el orden en que aquí se colocan los personajes o libros bíblicos, no pretende ser una exacta cronología.
Job, en su amargo alegato de justicia dice que; "había hecho yo un pacto con mis ojos y no miraba a ninguna doncella" (Jb 31,1) y afirma que su corazón no fue seducido por mujer (vs )). Dos indicaciones acerca de la castidad en las miradas y acerca de la rectitud interior.
Es sugestiva la historia de José, uno de los hijos, el predilecto, del patriarca Jacob. Vendido por sus hermanos y comprado por un potentado egipcio, llegó a ser su hombre de confianza. Dice la Escritura que José era buenmozo (Gn 39, 1-6). La mujer del potentado sintió pasión por José, pero él la rechazó: "¿cómo voy a hacer esta maldad tan grande, pecando contra Dios? (vs 9). La seductora no se dejó vencer y tentaba a José día tras día. El joven se mantuvo en su casta negativa y la mujer, despechada, se vengó de él calumniándolo y logrando que su marido lo hiciera encarcelar (vss 10-20). La enseñanza de este texto es rica: se trata del respeto a la fidelidad conyugal, del sentido religioso que ella tiene, de la necesidad de resistir a las seducciones, y de las dolorosas consecuencias que puede acarrear el despecho. El resto del relato de José muestra bien que Dios no lo abandonó.
En el libro del profeta Daniel aparece el relato, literaria y religiosamente tan bello, de la casta Susana (ver todo el capítulo 13). Susana, joven, casada, rica y hermosa, es objeto de la pasión de dos viejos que ocupaban altos cargos en la comunidad judía de Babilonia. Se valieron de su poder para solicitarla, -lo que hoy se llamaría acoso sexual- amenazándola de calumniarla para que fuera condenada a muerte si no accedía a sus requerimientos deshonestos. Es hermosa la respuesta de Susana: "Ay, que angustia me estrecha por todos lados. Si hago esto, es la muerte para mí; si no lo hago, no escaparé de vosotros. Pero es mejor para mí caer en vuestras manos sin haberlo hecho, que pecar delante del Señor" (Dn 13, 22s). Conducida a la muerte en virtud de la falsa acusación de adulterio, Susana clamó a Dios diciendo: "Oh Dios eterno, que conoces los secretos, que todo lo conoces antes que suceda, tu sabes que éstos han levantado contra mí un falso testimonio. Y ahora voy a morir, sin haber hecho nada de lo que su maldad ha tramado contra mí" (Dn 13, 42s). Dios escuchó la súplica de Susana. En este relato hay una lección muy fuerte: es preferible morir antes que pecar ofendiendo a Dios. El pecado rechazado aquí es la infidelidad conyugal. No pocas mujeres se ven en situación análoga a la de Susana, cuando son acosadas sexualmente por un jefe poderoso, del que depende su trabajo y su sustento y el de su familia.
La respuesta cristiana será siempre la de Susana.
En el libro de Tobías hay también breves indicios relativos a la castidad. El ángel aconseja al joven que cuando vaya a unirse a su esposa, se pongan antes en oración para suplicar al Señor que se apiade de ellos (Tb 6, 18). Tobías se enamoró de su parienta Sara y la tomó por esposa y en la noche de bodas ambos oraron diciendo: "Bendito seas tu, señor Dios de nuestros padres y bendito sea tu Nombre por todos los siglos de los siglos. Tu creaste a Adán y para él creaste a Eva, su mujer, para apoyo y ayuda, y para que de ambos proviniera la raza de los hombres. Tu mismo dijiste: No es bueno que el hombre se halle solo; hagámosle una ayuda semejante a él. Yo no tomo a esta mi hermana con deseo impuro, sino con recta intención. Ten piedad de mí y de ella, para que podamos llegar juntos a nuestra ancianidad" (Tb 8, 5-7). En este relato la unión conyugal está situada en el ámbito de una profunda relación con Dios. Tobías y Sara se casan para cumplir los designios de Dios y su unión se verifica en un ambiente de oración. Hay amor entre ambos, y ese amor tiene una expresión física, pero Tobías cuida de purificar su intención. Gran lección para los cristianos que contraen matrimonio: la unión conyugal es una realidad que no se entiende a cabalidad si no es en la perspectiva de Dios.
El libro de Ester relata la confianza en Dios de la joven reina y su sincera fidelidad al Dios de Israel. Hay en el texto una expresión que resulta sugerente. En su oración, dice Ester a Dios: "Tu sabes todas las cosas, conoces que odio la gloria de los malos, que aborrezco el lecho incircunciso..." (Est 4, 17u). Esta brevísima frase tiene un transfondo religioso: no puede ser grata la unión conyugal con quien está lejos de Yahvé. Quizás pueda pensarse que en forma velada ya se anuncia el matrimonio como imagen del amor esponsal de Dios por su pueblo.
Es pertinente recordar para nuestro propósito, el libro del Eclesiástico, llamado el Sirácida. En su capítulo 9, se dan consejos que tocan el ámbito de la castidad: evitar el trato con prostitutas, la mirada insistente a las doncellas, la curiosidad malsana, apartar la vista de la mujer hermosa y no quedarse mirando la belleza de la mujer de otro, evitar la familiaridad con mujer casada, porque "por la belleza de la mujer se perdieron muchos" (Sir 9, 3-9). Más adelante se lee en el mismo libro que "el hombre impúdico en su cuerpo carnal no cejará hasta que el fuego lo abrase; para el hombre impúdico todo pan es dulce, no descansará hasta haber muerto. El hombre que viola su propio lecho y que dice para sí: '¿quien me ve?, la oscuridad me envuelve, las paredes me encubren, nadie me ve, ¿qué he de temer?, el Altísimo no se acordará de mis pecados', lo que teme son los ojos de los hombres, no sabe que los ojos del Señor son diez mil veces más brillantes que el sol, que observan todos los caminos de los hombres y penetran los rincones más ocultos" (Sir 23, 17-19). Las indicaciones de este libro sapiencial, cercano en su composición al Nuevo Testamento, contienen no sólo reglas de conducta, sino la afirmación de que el ámbito de la pureza está bajo la mirada de Dios. Como en todo el Antiguo Testamento, también en el Sirácida hay palabras duras para condenar el pecado de la mujer adúltera (Sir 23, 22-26).
Hay en el libro de los Proverbios enseñanzas acerca de la fidelidad conyugal y de la castidad. Hélas aquí: "No hagas caso de la mujer perversa, pues destilan miel los labios de la extraña... pero al fin es amarga como el ajenjo. Gózate en la mujer de tu mocedad, cierva amable, graciosa gacela: embriáguente en todo tiempo tiempo sus amores, su amor te apasione para siempre. ¿Por qué apasionarte, hijo mío, de una ajena?" (Prv 5, 2-4. 18-20). "No codicies en tu corazón la hermosura (de la mujer perversa), no te cautive con sus párpados... ¿Puede uno meter fuego en su regazo, sin que ardan sus ropas?" (6, 25.27; ver, además, 7,5-27). "Este es el camino de la mujer adúltera: come, se limpia la boca y dice: No he hecho nada malo!" (30,20).
Todos estos textos sapienciales van mostrando un progreso en la valoración de la castidad, pero queda aún mucho camino por recorrer.
En varios textos proféticos y sapienciales aparece el tema del amor de Dios por su pueblo bajo la imagen de los desposorios, sin omitir la calificación de adulterio para describir el pecado del pueblo que se va tras otros dioses (ver Os 2,4ss ; Ez 16, 3ss ; Jer 2,1ss ; 3,20ss; y, sobre todo el Cantar de los Cantares). Esta imagen se va a proyectar en el Nuevo Testamento (ver, por ejemplo, Jn 3,29; Ef 5,22-33; Ap. 21, 2ss). En esta perspectiva es posible entender ciertas prescripciones del Libro del Levítico, en el que hay un texto bastante amplio sobre la santidad de los sacerdotes de la Antigua Alianza. Es cierto que esa "santidad legal" no coincide con lo que nosotros entendemos por santidad, pero tiene de toda maneras como fundamento la convicción de que el sacerdote está consagrado a Dios, está dedicado al servicio del culto. Con respecto a los simples sacerdotes se establece que no tomarán por esposa a una prostituta, ni a un mujer profanada, ni tampoco a una mujer repudiada por su marido (Lv 21, 7). En cuanto al sumo sacerdote, que llevaba sobre sí la consagración del óleo de la unción de su Dios, se establece que tomará por esposa a una mujer virgen (Lv 21, 13s). El sacerdocio aronítico aparece como un signo de la relación esponsal entre Dios y su pueblo, y prefigura así el sacerdocio de Cristo y el de sus ministros en la Nueva Alianza. En esta perspectiva la castidad se presenta con una nueva luz que presagia la que vendrá con el Nuevo Testamento.
El tema de la castidad aparece en el Antiguo Testamento bajo el prisma de la revelación progresiva de los caminos de la salvación, que Dios hace a su pueblo y por lo mismo de la conducta que es coherente con esos caminos. No hay una enseñanza explícita completa sobre la castidad, sino que van apareciendo datos puntuales que son como destellos que anuncian la luz que vendría más adelante. Esos destellos no son polémicos, sino que atestiguan las convicciones de los autores sagrados: son episodios o afirmaciones que se consignan con toda naturalidad y que van situando el tema en el horizonte religioso de Israel. Queda la nítida impresión de que la conducta casta es digna, la que corresponde a la justicia, y a la santidad, la que fluye de un corazón que está puesto en Dios y que hace posible la verdadera sabiduría. La castidad es un tema religioso, algo que dice relación con la búsqueda de Dios, así como la lujuria es lejanía de Dios, ofensa a Dios, e idolatría.
Es indudable que el Antiguo Testamento no llega a la claridad que se hará presente en el Nuevo, pero la prepara, la anuncia, y permite en cierto modo vislumbrarla. Poco a poco se va restableciendo el modelo del matrimonio monogámico, pero el divorcio se tolera todavía como una posibilidad, aunque con discrepancias acerca de las causales que lo justificarían. Jesús restablecerá el estatuto inicial del matrimonio y descartará definitivamente el divorcio.
En el libro de Tobías hay también breves indicios relativos a la castidad. El ángel aconseja al joven que cuando vaya a unirse a su esposa, se pongan antes en oración para suplicar al Señor que se apiade de ellos (Tb 6, 18). Tobías se enamoró de su parienta Sara y la tomó por esposa y en la noche de bodas ambos oraron diciendo: "Bendito seas tu, señor Dios de nuestros padres y bendito sea tu Nombre por todos los siglos de los siglos. Tu creaste a Adán y para él creaste a Eva, su mujer, para apoyo y ayuda, y para que de ambos proviniera la raza de los hombres. Tu mismo dijiste: No es bueno que el hombre se halle solo; hagámosle una ayuda semejante a él. Yo no tomo a esta mi hermana con deseo impuro, sino con recta intención. Ten piedad de mí y de ella, para que podamos llegar juntos a nuestra ancianidad" (Tb 8, 5-7). En este relato la unión conyugal está situada en el ámbito de una profunda relación con Dios. Tobías y Sara se casan para cumplir los designios de Dios y su unión se verifica en un ambiente de oración. Hay amor entre ambos, y ese amor tiene una expresión física, pero Tobías cuida de purificar su intención. Gran lección para los cristianos que contraen matrimonio: la unión conyugal es una realidad que no se entiende a cabalidad si no es en la perspectiva de Dios.
El libro de Ester relata la confianza en Dios de la joven reina y su sincera fidelidad al Dios de Israel. Hay en el texto una expresión que resulta sugerente. En su oración, dice Ester a Dios: "Tu sabes todas las cosas, conoces que odio la gloria de los malos, que aborrezco el lecho incircunciso..." (Est 4, 17u). Esta brevísima frase tiene un transfondo religioso: no puede ser grata la unión conyugal con quien está lejos de Yahvé. Quizás pueda pensarse que en forma velada ya se anuncia el matrimonio como imagen del amor esponsal de Dios por su pueblo.
Es pertinente recordar para nuestro propósito, el libro del Eclesiástico, llamado el Sirácida. En su capítulo 9, se dan consejos que tocan el ámbito de la castidad: evitar el trato con prostitutas, la mirada insistente a las doncellas, la curiosidad malsana, apartar la vista de la mujer hermosa y no quedarse mirando la belleza de la mujer de otro, evitar la familiaridad con mujer casada, porque "por la belleza de la mujer se perdieron muchos" (Sir 9, 3-9). Más adelante se lee en el mismo libro que "el hombre impúdico en su cuerpo carnal no cejará hasta que el fuego lo abrase; para el hombre impúdico todo pan es dulce, no descansará hasta haber muerto. El hombre que viola su propio lecho y que dice para sí: '¿quien me ve?, la oscuridad me envuelve, las paredes me encubren, nadie me ve, ¿qué he de temer?, el Altísimo no se acordará de mis pecados', lo que teme son los ojos de los hombres, no sabe que los ojos del Señor son diez mil veces más brillantes que el sol, que observan todos los caminos de los hombres y penetran los rincones más ocultos" (Sir 23, 17-19). Las indicaciones de este libro sapiencial, cercano en su composición al Nuevo Testamento, contienen no sólo reglas de conducta, sino la afirmación de que el ámbito de la pureza está bajo la mirada de Dios. Como en todo el Antiguo Testamento, también en el Sirácida hay palabras duras para condenar el pecado de la mujer adúltera (Sir 23, 22-26).
Hay en el libro de los Proverbios enseñanzas acerca de la fidelidad conyugal y de la castidad. Hélas aquí: "No hagas caso de la mujer perversa, pues destilan miel los labios de la extraña... pero al fin es amarga como el ajenjo. Gózate en la mujer de tu mocedad, cierva amable, graciosa gacela: embriáguente en todo tiempo tiempo sus amores, su amor te apasione para siempre. ¿Por qué apasionarte, hijo mío, de una ajena?" (Prv 5, 2-4. 18-20). "No codicies en tu corazón la hermosura (de la mujer perversa), no te cautive con sus párpados... ¿Puede uno meter fuego en su regazo, sin que ardan sus ropas?" (6, 25.27; ver, además, 7,5-27). "Este es el camino de la mujer adúltera: come, se limpia la boca y dice: No he hecho nada malo!" (30,20).
Todos estos textos sapienciales van mostrando un progreso en la valoración de la castidad, pero queda aún mucho camino por recorrer.
En varios textos proféticos y sapienciales aparece el tema del amor de Dios por su pueblo bajo la imagen de los desposorios, sin omitir la calificación de adulterio para describir el pecado del pueblo que se va tras otros dioses (ver Os 2,4ss ; Ez 16, 3ss ; Jer 2,1ss ; 3,20ss; y, sobre todo el Cantar de los Cantares). Esta imagen se va a proyectar en el Nuevo Testamento (ver, por ejemplo, Jn 3,29; Ef 5,22-33; Ap. 21, 2ss). En esta perspectiva es posible entender ciertas prescripciones del Libro del Levítico, en el que hay un texto bastante amplio sobre la santidad de los sacerdotes de la Antigua Alianza. Es cierto que esa "santidad legal" no coincide con lo que nosotros entendemos por santidad, pero tiene de toda maneras como fundamento la convicción de que el sacerdote está consagrado a Dios, está dedicado al servicio del culto. Con respecto a los simples sacerdotes se establece que no tomarán por esposa a una prostituta, ni a un mujer profanada, ni tampoco a una mujer repudiada por su marido (Lv 21, 7). En cuanto al sumo sacerdote, que llevaba sobre sí la consagración del óleo de la unción de su Dios, se establece que tomará por esposa a una mujer virgen (Lv 21, 13s). El sacerdocio aronítico aparece como un signo de la relación esponsal entre Dios y su pueblo, y prefigura así el sacerdocio de Cristo y el de sus ministros en la Nueva Alianza. En esta perspectiva la castidad se presenta con una nueva luz que presagia la que vendrá con el Nuevo Testamento.
El tema de la castidad aparece en el Antiguo Testamento bajo el prisma de la revelación progresiva de los caminos de la salvación, que Dios hace a su pueblo y por lo mismo de la conducta que es coherente con esos caminos. No hay una enseñanza explícita completa sobre la castidad, sino que van apareciendo datos puntuales que son como destellos que anuncian la luz que vendría más adelante. Esos destellos no son polémicos, sino que atestiguan las convicciones de los autores sagrados: son episodios o afirmaciones que se consignan con toda naturalidad y que van situando el tema en el horizonte religioso de Israel. Queda la nítida impresión de que la conducta casta es digna, la que corresponde a la justicia, y a la santidad, la que fluye de un corazón que está puesto en Dios y que hace posible la verdadera sabiduría. La castidad es un tema religioso, algo que dice relación con la búsqueda de Dios, así como la lujuria es lejanía de Dios, ofensa a Dios, e idolatría.
Es indudable que el Antiguo Testamento no llega a la claridad que se hará presente en el Nuevo, pero la prepara, la anuncia, y permite en cierto modo vislumbrarla. Poco a poco se va restableciendo el modelo del matrimonio monogámico, pero el divorcio se tolera todavía como una posibilidad, aunque con discrepancias acerca de las causales que lo justificarían. Jesús restablecerá el estatuto inicial del matrimonio y descartará definitivamente el divorcio.
b) En el Nuevo Testamento
Las enseñanzas acerca de la castidad son más numerosas en el Nuevo Testamento que en el Antiguo. Hay varias posibilidades de sistematizarlas, cada una con sus ventajas e inconvenientes. Escojo una que me parece facilitar la lectura: primero se consideran personajes que destacan por la virginidad o la castidad; luego se repasan las enseñanzas de Jesús; finalmente se consignan las afirmaciones que aparecen en la doctrina de San Pablo, sin omitir algunas referencias a escritos de otros apóstoles.
b.1) Jesús fue célibe, casto y virgen.
Esta afirmación no se contiene explícitamente en el Nuevo Testamento, pero fluye de él con naturalidad y explica no pocas actitudes del Señor. María fue virgen antes de la concepción de Cristo, en su parto y después de él: así lee la Iglesia el dato de las Escrituras y así interpreta, movida por el Espíritu Santo, la respuesta de María al ángel: "¿Cómo podrá ser esto (la fecundidad que le anuncia), si no conozco varón?" (Lc 1, 34). José, esposo de María, es ilustrado por el ángel que lo tranquiliza haciéndole saber que su esposa ha concebido por obra del Espíritu Santo. La Iglesia da a San José el título de "castísimo esposo de María" y la tradición espiritual católica ve en el padre nutricio de Jesús al especial patrono y protector de la castidad de las personas consagradas, como fue el custodio de la virginidad de María. Juan Bautista fue célibe y en él la castidad celibataria se sitúa en el marco de su extremo desprendimiento y soledad. San Pablo afirma de sí mismo que no contrajo matrimonio (1 Cor 7, 8) y sus enseñanzas sobre la virginidad tienen el sabor de una experiencia personal (1 Cor 7,25). La tradición católica ha tenido siempre al Apóstol San Juan Evangelista como célibe y virgen. Quizás esa pureza interior y esa consagración explican la hondura de su conocimiento de Jesús y también que el Señor le haya encomendado, en la Cruz, el cuidado de su madre virgen. Todavía puede señalarse aquí la actitud clara y firme de Juan el Bautista ante Herodes. Ante el pecado de adulterio e incesto de Herodes Antipas, que se había unido a Herodías, mujer legítima de su medio hermano Filipo, el profeta le dijo con claridad que no le estaba permitido convivir con la mujer de su hermano (Mt 14, 4). Era un testimonio en favor de la fidelidad conyugal y contra la lujuria del tetrarca. Sabemos el resultado: el odio de Herodías a Juan, la seducción del reyezuelo por la hija de Herodías y la sentencia de muerte contra Juan, precio de una danza que debe haber sido un modelo acabado de provocación a la lujuria (ver Mt 14, 6ss).
Las enseñanzas acerca de la castidad son más numerosas en el Nuevo Testamento que en el Antiguo. Hay varias posibilidades de sistematizarlas, cada una con sus ventajas e inconvenientes. Escojo una que me parece facilitar la lectura: primero se consideran personajes que destacan por la virginidad o la castidad; luego se repasan las enseñanzas de Jesús; finalmente se consignan las afirmaciones que aparecen en la doctrina de San Pablo, sin omitir algunas referencias a escritos de otros apóstoles.
b.1) Jesús fue célibe, casto y virgen.
Esta afirmación no se contiene explícitamente en el Nuevo Testamento, pero fluye de él con naturalidad y explica no pocas actitudes del Señor. María fue virgen antes de la concepción de Cristo, en su parto y después de él: así lee la Iglesia el dato de las Escrituras y así interpreta, movida por el Espíritu Santo, la respuesta de María al ángel: "¿Cómo podrá ser esto (la fecundidad que le anuncia), si no conozco varón?" (Lc 1, 34). José, esposo de María, es ilustrado por el ángel que lo tranquiliza haciéndole saber que su esposa ha concebido por obra del Espíritu Santo. La Iglesia da a San José el título de "castísimo esposo de María" y la tradición espiritual católica ve en el padre nutricio de Jesús al especial patrono y protector de la castidad de las personas consagradas, como fue el custodio de la virginidad de María. Juan Bautista fue célibe y en él la castidad celibataria se sitúa en el marco de su extremo desprendimiento y soledad. San Pablo afirma de sí mismo que no contrajo matrimonio (1 Cor 7, 8) y sus enseñanzas sobre la virginidad tienen el sabor de una experiencia personal (1 Cor 7,25). La tradición católica ha tenido siempre al Apóstol San Juan Evangelista como célibe y virgen. Quizás esa pureza interior y esa consagración explican la hondura de su conocimiento de Jesús y también que el Señor le haya encomendado, en la Cruz, el cuidado de su madre virgen. Todavía puede señalarse aquí la actitud clara y firme de Juan el Bautista ante Herodes. Ante el pecado de adulterio e incesto de Herodes Antipas, que se había unido a Herodías, mujer legítima de su medio hermano Filipo, el profeta le dijo con claridad que no le estaba permitido convivir con la mujer de su hermano (Mt 14, 4). Era un testimonio en favor de la fidelidad conyugal y contra la lujuria del tetrarca. Sabemos el resultado: el odio de Herodías a Juan, la seducción del reyezuelo por la hija de Herodías y la sentencia de muerte contra Juan, precio de una danza que debe haber sido un modelo acabado de provocación a la lujuria (ver Mt 14, 6ss).
b.2) Jesús habló varias veces acerca de la castidad
A veces en relación con el matrimonio, a veces fuera de ese contexto.
En el texto llamado corrientemente "el sermón de la montaña", dice Jesús: "habéis oído que se dijo 'no cometerás adulterio'. Pues yo os digo: todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón" (Mt 5, 27s). A continuación vienen las expresiones simbólicas referentes a cortarse la mano o sacarse un ojo, si es que ello fuera necesario para conservar la vida cristiana, para evitar una ocasión de pecado, diríamos hoy. La denuncia de las miradas maliciosas es indicio de la interiorización de la santidad cristiana con respecto a la justicia mosaica y es un eco del texto que ya recordamos de Job (31, 1.9) y del Sirácida (9. 23). Más adelante, y en la misma línea de la interiorización, dice Jesús que "lo que sale de la boca viene de dentro del corazón, y eso es lo que contamina al hombre. Porque del corazón salen las intenciones malas, asesinatos, adulterios, fornicaciones, robos, falsos testimonios, injurias. Eso es lo que contamina al hombre" (Mt 15, 18-20), y no el hecho de comer sin lavarse las manos, como lo exigía la legislación acerca de la pureza legal en la Antigua Alianza. Estos dos textos vienen a ser aplicaciones muy concretas del principio establecido en la bienaventuranza que declara "dichosos" los limpios (o puros) de corazón, porque ellos verán a Dios" (Mt 5, 8). La verdadera castidad cristiana nace del corazón, de un corazón ordenado, purificado, en el que no se mezclan motivaciones torcidas.
Tocante a la fidelidad conyugal se lee en el Evangelio de San Marcos: "Se acercaron (a Jesús) unos fariseos que, para ponerlo a prueba, le preguntaron: '¿puede el marido repudiar a la mujer?' El les respondió: '¿qué os prescribió Moisés?' Ellos le dijeron: Moisés permitió escribir el acta de divorcio y repudiarla' (ver Dt 24, 1). Jesús les dijo: 'Teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón Moisés escribió para vosotros este precepto. Pero desde el comienzo de la creación El (Dios) los hizo varón y hembra. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y los dos se harán una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien; lo que Dios unió, no lo separe el hombre'. Y, ya en casa, los discípulos le volvían a preguntar sobre esto. El les dijo: 'Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquella, y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio" (Mc 10, 1-12; ver Mt 5, 31s; 19, 3-9; Lc 16, 18; 1 Cor 7, 10s). La enseñanza de Jesús restituye la imagen original del matrimonio. Al hacerlo, declara que dicha imagen no tiene solamente fundamentos sociológicos o psicológicos, sino la voluntad misma de Dios: "Lo que Dios unió, no lo separe el hombre". No se trata de una recomendación, como quien sugiere lo que es mejor sin excluir la otra alternativa, que seguiría siendo aceptable. No, Jesús descarta la tolerancia mosaica y califica una nueva unión como adulterio, es decir, como ilegítima y pecaminosa, puesto que contradice la voluntad de Dios.
La doctrina de Jesús sobre el matrimonio provocó en sus discípulos una reacción nada evangélica: "si tal es la condición del hombre respecto de su mujer, no trae a cuenta casarse. Pero El les dijo: no todos entienden este lenguaje, sino aquellos a quienes se les ha concedido. Porque hay eunucos que nacieron así del seno materno, y hay eunucos hechos por los hombres, y hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino de los cielos. Quien pueda entender, que entienda" (Mt 19, 10-12). La reacción de los discípulos es bastante poco espiritual. Jesús la aprovecha para introducir el tema de la renuncia al matrimonio por amor al Reino de los cielos, pero advierte de partida que entra en un terreno que no es comprensible a la sola razón humana, sino que se necesita, para poder entrar en esta perspectiva, de un especial don de lo alto. ¿Qué relación existe entre la renuncia al matrimonio y el Reino de Dios?. El texto evangélico afirma que existe una relación, pero no indica cuál es su fundamento. Si se lee este texto a la luz de lo que viene a continuación, y que se refiere a los bienes materiales y familiares (Mt 19, 16-29), se puede colegir que la renuncia al matrimonio, como la que se refiere a las riquezas, coloca al discípulo de Jesús en una situación que libera el espíritu para estar más atento a las cosas de lo alto. Aunque no lo dice el Evangelio, la existencia de hombres y mujeres que han realizado esta renuncia es un signo perceptible, ya en la vida temporal, del absoluto de Dios.
Al texto anterior se relaciona otro en el que Jesús, respondiendo a una casuística judía, dice que "en la resurrección ni los varones tomarán mujer, ni las mujeres marido, sino que serán como los ángeles de Dios" (Mt 22,30). Con estas palabras Jesús indica que el estado conyugal es propio de la existencia terrenal y participa de suprovisoriedad, en tanto que en la vida del Reino no habrá ya lugar para el ejercicio conyugal de la sexualidad. Se puede leer este texto como una explicación de Mt 19, 10-12, de tal modo que la renuncia al matrimonio durante la vida terrenal tiene la característica de una cierta anticipación de los bienes del Reino.
Quedan todavía dos enseñanzas de Jesús acerca de la castidad. Es bien conocido el episodio, tan lleno de delicadeza y de misericordia, de la mujer pecadora que lavó los pies de Jesús durante la comida que le ofrecía un fariseo (Lc 7, 36-50). Se trataba de una prostituta conocida, o al menos de una mujer de vida liviana. El otro episodio es el de la adúltera, a quien los escribas y fariseos juzgaban reo de muerte (Jn 8, 3-11). El rasgo común de ambos relatos es la misericordia de Jesús que "no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva" (Ez 33, 11). Lo que sobresale en el primer relato es la afirmación de Jesús de que a esa mujer "le quedan perdonados sus muchos pecados porque ha mostrado mucho amor" (Lc 7, 47). Puede interpretarse esta frase de Jesús como enseñando que la lujuria tiene una raíz de desamor, de egoísmo, de idolatría, y que su curación no puede provenir sino del amor que tiene la virtud de colocar cada cosa en su lugar, y por sobre todas ellas a Dios, el único que merece adoración. La despedida de Jesús indica que la mujer "creyó" en El, tuvo confianza en El, se acogió a su misericordia, y que la fe fue la que la movió a expresar su amor a Jesús ungiendo sus pies con perfume. Amor confiado y profundamente humilde, amor atrevido y silencioso.
En el episodio de la adúltera hay una sugerencia de que los pecados contra la castidad no son los únicos, que hay otros que les son comparables y, finalmente, que la liberación de la muerte a la mujer culpable no significaba que no debiera arrepentirse y enmendarse: "anda y no peques más", anda y no vuelvas a pecar (Jn 8, 11).
La misericordia de Jesús explicita una perspectiva nueva. Quien ha pecado contra la castidad puede obtener el perdón de Dios, como los que han pecado contra otros preceptos de la ley de Dios. Aquí también cabe esperar el don del "corazón nuevo", capaz de amar de verdad a Dios y a los hombres. Es muy significativo que María Magdalena haya estado al pié de la cruz y que haya recibido uno de los primeros anuncios de la resurrección: "vió" al Hijo de Dios resucitado (Jn 20, 11-17).
A veces en relación con el matrimonio, a veces fuera de ese contexto.
En el texto llamado corrientemente "el sermón de la montaña", dice Jesús: "habéis oído que se dijo 'no cometerás adulterio'. Pues yo os digo: todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón" (Mt 5, 27s). A continuación vienen las expresiones simbólicas referentes a cortarse la mano o sacarse un ojo, si es que ello fuera necesario para conservar la vida cristiana, para evitar una ocasión de pecado, diríamos hoy. La denuncia de las miradas maliciosas es indicio de la interiorización de la santidad cristiana con respecto a la justicia mosaica y es un eco del texto que ya recordamos de Job (31, 1.9) y del Sirácida (9. 23). Más adelante, y en la misma línea de la interiorización, dice Jesús que "lo que sale de la boca viene de dentro del corazón, y eso es lo que contamina al hombre. Porque del corazón salen las intenciones malas, asesinatos, adulterios, fornicaciones, robos, falsos testimonios, injurias. Eso es lo que contamina al hombre" (Mt 15, 18-20), y no el hecho de comer sin lavarse las manos, como lo exigía la legislación acerca de la pureza legal en la Antigua Alianza. Estos dos textos vienen a ser aplicaciones muy concretas del principio establecido en la bienaventuranza que declara "dichosos" los limpios (o puros) de corazón, porque ellos verán a Dios" (Mt 5, 8). La verdadera castidad cristiana nace del corazón, de un corazón ordenado, purificado, en el que no se mezclan motivaciones torcidas.
Tocante a la fidelidad conyugal se lee en el Evangelio de San Marcos: "Se acercaron (a Jesús) unos fariseos que, para ponerlo a prueba, le preguntaron: '¿puede el marido repudiar a la mujer?' El les respondió: '¿qué os prescribió Moisés?' Ellos le dijeron: Moisés permitió escribir el acta de divorcio y repudiarla' (ver Dt 24, 1). Jesús les dijo: 'Teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón Moisés escribió para vosotros este precepto. Pero desde el comienzo de la creación El (Dios) los hizo varón y hembra. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y los dos se harán una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien; lo que Dios unió, no lo separe el hombre'. Y, ya en casa, los discípulos le volvían a preguntar sobre esto. El les dijo: 'Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquella, y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio" (Mc 10, 1-12; ver Mt 5, 31s; 19, 3-9; Lc 16, 18; 1 Cor 7, 10s). La enseñanza de Jesús restituye la imagen original del matrimonio. Al hacerlo, declara que dicha imagen no tiene solamente fundamentos sociológicos o psicológicos, sino la voluntad misma de Dios: "Lo que Dios unió, no lo separe el hombre". No se trata de una recomendación, como quien sugiere lo que es mejor sin excluir la otra alternativa, que seguiría siendo aceptable. No, Jesús descarta la tolerancia mosaica y califica una nueva unión como adulterio, es decir, como ilegítima y pecaminosa, puesto que contradice la voluntad de Dios.
La doctrina de Jesús sobre el matrimonio provocó en sus discípulos una reacción nada evangélica: "si tal es la condición del hombre respecto de su mujer, no trae a cuenta casarse. Pero El les dijo: no todos entienden este lenguaje, sino aquellos a quienes se les ha concedido. Porque hay eunucos que nacieron así del seno materno, y hay eunucos hechos por los hombres, y hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino de los cielos. Quien pueda entender, que entienda" (Mt 19, 10-12). La reacción de los discípulos es bastante poco espiritual. Jesús la aprovecha para introducir el tema de la renuncia al matrimonio por amor al Reino de los cielos, pero advierte de partida que entra en un terreno que no es comprensible a la sola razón humana, sino que se necesita, para poder entrar en esta perspectiva, de un especial don de lo alto. ¿Qué relación existe entre la renuncia al matrimonio y el Reino de Dios?. El texto evangélico afirma que existe una relación, pero no indica cuál es su fundamento. Si se lee este texto a la luz de lo que viene a continuación, y que se refiere a los bienes materiales y familiares (Mt 19, 16-29), se puede colegir que la renuncia al matrimonio, como la que se refiere a las riquezas, coloca al discípulo de Jesús en una situación que libera el espíritu para estar más atento a las cosas de lo alto. Aunque no lo dice el Evangelio, la existencia de hombres y mujeres que han realizado esta renuncia es un signo perceptible, ya en la vida temporal, del absoluto de Dios.
Al texto anterior se relaciona otro en el que Jesús, respondiendo a una casuística judía, dice que "en la resurrección ni los varones tomarán mujer, ni las mujeres marido, sino que serán como los ángeles de Dios" (Mt 22,30). Con estas palabras Jesús indica que el estado conyugal es propio de la existencia terrenal y participa de suprovisoriedad, en tanto que en la vida del Reino no habrá ya lugar para el ejercicio conyugal de la sexualidad. Se puede leer este texto como una explicación de Mt 19, 10-12, de tal modo que la renuncia al matrimonio durante la vida terrenal tiene la característica de una cierta anticipación de los bienes del Reino.
Quedan todavía dos enseñanzas de Jesús acerca de la castidad. Es bien conocido el episodio, tan lleno de delicadeza y de misericordia, de la mujer pecadora que lavó los pies de Jesús durante la comida que le ofrecía un fariseo (Lc 7, 36-50). Se trataba de una prostituta conocida, o al menos de una mujer de vida liviana. El otro episodio es el de la adúltera, a quien los escribas y fariseos juzgaban reo de muerte (Jn 8, 3-11). El rasgo común de ambos relatos es la misericordia de Jesús que "no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva" (Ez 33, 11). Lo que sobresale en el primer relato es la afirmación de Jesús de que a esa mujer "le quedan perdonados sus muchos pecados porque ha mostrado mucho amor" (Lc 7, 47). Puede interpretarse esta frase de Jesús como enseñando que la lujuria tiene una raíz de desamor, de egoísmo, de idolatría, y que su curación no puede provenir sino del amor que tiene la virtud de colocar cada cosa en su lugar, y por sobre todas ellas a Dios, el único que merece adoración. La despedida de Jesús indica que la mujer "creyó" en El, tuvo confianza en El, se acogió a su misericordia, y que la fe fue la que la movió a expresar su amor a Jesús ungiendo sus pies con perfume. Amor confiado y profundamente humilde, amor atrevido y silencioso.
En el episodio de la adúltera hay una sugerencia de que los pecados contra la castidad no son los únicos, que hay otros que les son comparables y, finalmente, que la liberación de la muerte a la mujer culpable no significaba que no debiera arrepentirse y enmendarse: "anda y no peques más", anda y no vuelvas a pecar (Jn 8, 11).
La misericordia de Jesús explicita una perspectiva nueva. Quien ha pecado contra la castidad puede obtener el perdón de Dios, como los que han pecado contra otros preceptos de la ley de Dios. Aquí también cabe esperar el don del "corazón nuevo", capaz de amar de verdad a Dios y a los hombres. Es muy significativo que María Magdalena haya estado al pié de la cruz y que haya recibido uno de los primeros anuncios de la resurrección: "vió" al Hijo de Dios resucitado (Jn 20, 11-17).
b.3) Corresponde ahora pasar a los escritos apostólicos.
En el libro de los Hechos hay una referencia de paso acerca de la castidad. En el llamado "Concilio de Jerusalén", se prescribe a los cristianos venidos de la gentilidad "abstenerse de comer carnes de animales sacrificados a los ídolos, de comer sangre, de comer animales estrangulados, y de la impureza" (Hech 15, 29). La mención de la impureza se refiere con toda probabilidad a pecados en el campo de la sexualidad, especialmente la fornicación.
El Apóstol San Pablo se encuentra ante un mundo pagano en el cual abundan los pecados en materia sexual, aunque no sólo ellos. En la carta a los Romanos deja constancia de la existencia de conductas infames contrarias a la naturaleza, como son las prácticas homosexuales, e interpreta esta situación abominable como consecuencia de no haber honrado a Dios, y de haber servido a la creatura en vez de al Creador (Rm 1, 24 -27). Repetidas veces vitupera el Apóstol los pecados contra el recto uso de la sexualidad. En la primera carta a los Tesalonicenses, les dice que "la voluntad de Dios es vuestra santificación; que os alejéis de la fornicación, que cada uno de vosotrossepa poseer su cuerpo con santidad y honor, y no dominado por la pasión, como hacen los gentiles que no conocen a Dios... pues no nos llamó Dios a la impureza, sino a la santidad" (1 Ts 4,3-5.7). En Corinto se había producido en la comunidad un grave pecado de incesto: el Apóstol lo castiga y da una razón poderosa para llevar una vida pura: "nuestro Cordero pascual, Cristo, ha sido inmolado. Así es que, celebremos la fiesta, no con vieja levadura, ni con levadura de malicia e inmoralidad, sino con ázimos de pureza y verdad", y agrega que los cristianos no se relacionen con quien, llamándose hermano, es impuro, avaro, idólatra, ultrajador, borracho o ladrón (1 Cor 5,1-13). En la misma primera carta a los Corintios afirma San Pablo que "el cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo... ¿no sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? Y, ¿habría yo de tomar los miembros de Cristo para hacerlos miembros de una prostituta? De ningún modo. ¿O no sabéis que quien se une a la prostituta se hace un solo cuerpo con ella?...Más el que se une al Señor se hace un sólo espíritu con él. ¡Huíd de la fornicación! Todo pecado que comete el hombre queda fuera de su cuerpo; más el que fornica, peca contra su propio cuerpo. ¿O no sabéis que vuestro cuerpo es santuario del Espíritu Santo, que está en vosotros y que habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis? Habéis sido comprados a buen precio. Glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo" (1 Cor 6, 12-20). La enseñanza de San Pablo no se limita a rechazar los pecados contra la castidad, sino que desarrolla las razones positivas para ser castos. En el fondo de toda su argumentación está la doctrina de que el cristiano pertenece a Dios y que es morada o templo de Dios. Así, aunque la castidad se refiere al correcto uso de la sexualidad, no se percibe su sentido profundo sino teniendo en cuenta la relación del hombre con Dios, a quien el hombre debe glorificar con la totalidad de su ser. En la carta a los Gálatas, el Apóstol señala como "obras de la carne" la fornicación, la impureza, el libertinaje, y otras, y advierte que quienes hacen tales cosas no heredarán el Reino de Dios (ver Gal 5, 19-21). La misma enseñanza se repite en la carta a los Efesios: "la fornicación, y toda impureza o codicia, ni siquiera se mencionen entre vosotros, como conviene a los santos... Porque tened entendido que ningún fornicario o impuro o codicioso -que es ser idólatra- participará en la herencia del Reino de Cristo y de Dios" (Ef 5, 3.5). En la carta a los Colosenses vuelve sobre el mismo tema: "... mortificad vuestros miembros terrenos: fornicación, impureza, pasiones, malos deseos y la codicia que es una idolatría, todo lo cual atrae la cólera de Dios sobre los rebeldes" (Col 3, 5s). San Pablo no desaprueba las segundas nupcias, naturalmente después de la viudez (1 Cor, 7, 39), pero cuando habla de los requisitos que deben tener los obispos y los diáconos, exige que sean maridos de una sola mujer, es decir casados en un único matrimonio (1 Tm 3, 2.12; Tt 1, 69). Es posible pensar que el Apóstol entrevea en el único matrimonio de los ministros de la Iglesia una especial referencia al misterio del amor de Cristo por su Iglesia (ver Ef. 5, 21-33).
El tema de la castidad está desarrollado bajo varios aspectos en el capítulo 7 de la primera carta de San Pablo a los Corintios. Ese texto no es un "tratado", sino que proporciona respuestas a preguntas que miembros de esa comunidad habían hecho al Apóstol, preguntas cuyo exacto tenor nosotros no conocemos (ver vs. 1). Todo el capítulo muestra bien que el Apóstol considera el campo de la sexualidad en estrecha referencia a la relación primordial de todo hombre con Dios. San Pablo admite quetanto el estado de matrimonio como el de celibato o virginidad son dones de Dios (ver vss 7, 17, 28, 38) y que, por lo tanto, el estado matrimonial es legítimo y santificador (vs 14), pero considera el estado de consagración en virginidad o celibato como más recomendable por varias razones. Una, porque la virginidad lleva el sello de las realidades del Reino de Dios en forma más patente que el matrimonio (vss 29ss), que pertenece a la "apariencia de este mundo que pasa" (vs 31). Luego, porque el estado de continencia permite mayor libertad para las cosas de Dios: "yo os quisiera libres de preocupaciones: ...el no casado se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor" (vs 32); el casado, por la fuerza de las cosas, y por obligación que deriva de su estado, debe preocuparse de agradar a su cónyuge, lo que exige preocuparse de muchas cosas transitorias (vss 33-35), y conlleva un esfuerzo sostenido para mantener la actitud propia del cristiano que hace suya la exhortación del mismo Apóstol: "así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, no a las de la tierra" (Col 3, 1s). Esa actitud de búsqueda de Dios por sobre todas las cosas es la que explica la expresión del Apóstol que recomienda a "los que tienen mujer, que vivan como si no la tuvieran" (vs 29), lo que no puede interpretarse como una invitación a no amar al cónyuge o a descuidar los deberes para con él o ella, puesto que eso contradiría las precisas indicaciones del Apóstol en este mismo capítulo, cuando declara la igualdad de derechos del marido y de la mujer en cuanto al débito conyugal (vss 3ss), y no tomaría en cuenta la perspectiva del amor conyugal considerado como expresión y reflejo del amor de Cristo hacia la Iglesia (Ef 5, 21-33). La enseñanza del Apóstol debe ser comprendida, pues, en el horizonte escatológico, en la perspectiva del Reino. En esta perspectiva se comprende la insinuación del Apóstol en cuanto a la posibilidad de que los esposos renuncien a la intimidad conyugal por un cierto tiempo, para darse con más libertad a la oración (vs 5). Esta renuncia debe ser de común acuerdo, pues, si no lo fuera el cónyuge que quisiera imponerla al otro estaría negando a éste su derecho (vss 3s). La razón que da el Apóstol para esta abstinencia es la de poder entregarse a la oración. Hay que entender esta razón en función de la naturaleza profunda de la oración: la intimidad con Dios, la presencia ante el Absoluto. Esa intimidad postula que el espíritu esté apaciguado, sereno, ajeno en toda medida posible de perturbaciones y distracciones, y esa paz interior es favorecida por la abstinencia de la relación conyugal. En otros tiempos, no tan lejanos, el ritual de la bendición del matrimonio contenía, al final de la celebración, una exhortación a la abstinencia sexual en los tiempos de penitencia y en las vigilias de las grandes fiestas: era un fiel eco de la enseñanza de San Pablo. En todo caso el Apóstol comprende que la virginidad o la renuncia al matrimonio no son modos de vida accesible a todos: "si no pueden contenerse, que se casen; mejor es casarse que abrasarse" (vs 9), texto que debe ser entendido a la luz del versículo precedente: "cada cual tiene de Dios su gracia particular, unos de una manera, otros de otra" (vs 7). Leyendo así a San Pablo, entendemos también lo que quiere expresar al decir que el casado "está dividido" y que si recomienda la virginidad es para movernos "a lo más digno, y al trato asiduo con el Señor, sin división" (vss 34s). "Digno" aquí no significa que el matrimonio sea "indigno", sino que la virginidad está por encima del matrimonio, como que pertenece al mundo de las realidades definitivas, al Reino de Dios, cuando ni las mujeres tomarán marido, ni los varones mujer (Mt 22, 30). La "división" no significa que el casado cristiano pueda colocar a su cónyuge al mismo nivel que el que le corresponde a Dios, sino que el estado de continencia favorece la libertad de espíritu y la dedicación, incluso temporal, a las cosas de Dios.
La lectura del capítulo 7 de la primera carta de San Pablo a los Corintios demuestra quela valoración espiritual del matrimonio y de la virginidad requiere fineza de matices y que no puede hacerse sino en la perspectiva de la vida cristiana en su conjunto, de la singular vocación y gracia concedida a cada cual y de las realidades definitivas del Reino de Dios.
Antes de terminar este recorrido a través de los textos del Nuevo Testamento que hablan de la castidad, es conveniente referirse a dos que tienen especial interés.
Dice San Pablo a los cristianos de Corinto: "Celoso estoy de vosotros, con celos de Dios. Pues os tengo desposados con un solo esposo para presentaros cual casta virgen a Cristo" (2 Cor 11, 2). Aquí estamos en presencia de la explicación de la relación de la Iglesia y, en ella, de cada cristiano, con Cristo Esposo. El amplio contexto de este lugar bíblico se refiere a la fe en Cristo como único salvador, que nos libera de la esclavitud del pecado por su gracia y no por nuestras obras. La Iglesia es "desposada" y lo que le corresponde hacia su esposo es un amor fiel que lo sitúe a El en un lugar que nadie puede pretender compartir. La "castidad" y la "virginidad" de la Iglesia son la expresión de su amor y de su fidelidad. En esta perspectiva, la castidad de los cristianos aparece como expresión del amor a Cristo. Resulta muy significativo que el Apóstol la elija como expresión privilegiada del amor cristiano a Dios. Esta opción del Apóstol, expresada también en la carta a los Efesios, explica, junto a no pocos otros textos de la Escritura, la clave "esponsal" de la espiritualidad cristiana, clave que tiene de característico la ternura del amor y la fineza de la fidelidad.
En el libro del Apocalipsis se habla de un grupo de ciento cuarenta y cuatro mil "rescatados de la tierra... pues son vírgenes. Estos siguen al Cordero dondequiera que vaya, y han sido rescatados de entre los hombres como primicias para Dios y para el Cordero, y en su boca no se encontró mentira, no tienen tacha" (Ap. 14, 3-5). El texto es, como todo el libro, fuertemente simbólico. La virginidad aquí es símbolo de la fidelidad a Dios y de la negativa de adorar los ídolos de este mundo. La lujuria es símbolo de idolatría. Entendido así el texto, es claro que quienes son "vírgenes", es decir verdaderos adoradores de Dios y celosos de su gloria, son los que "pueden seguir al Cordero "a dondequiera que vaya" y "llevar escrito en su frente el nombre del Cordero y de su Padre" (vs 1). Nuevamente aparece aquí la relación entre el vocabulario de la castidad en su forma de virginidad, y la fidelidad a Dios y a Cristo. El hombre que verdaderamente ama a Dios con todo su corazón, con toda su mente, con todas sus fuerzas, ha entrado en la categoría de la virginidad espiritual, del que mira a Cristo como el Esposo que santifica a la Iglesia para librarla de toda mancha y hacerla capaz de amarlo con un corazón limpio, libre, no dividido, casto en el más pleno sentido de la palabra.
Esta lectura y reflexión sobre los textos del Nuevo Testamento va, sin duda, mucho más allá que la de la Antigua Alianza. Toda forma de castidad recibe en el Nuevo Testamento una poderosa iluminación a partir del tema de la virginidad y de la esperanza del Reino de los cielos. Así, una vez más, las "cosas que no se ven son el fundamento de las cosas que se ven" (Hb 11, 3), y la vida eterna es la medida de la existencia terrenal.
En el libro de los Hechos hay una referencia de paso acerca de la castidad. En el llamado "Concilio de Jerusalén", se prescribe a los cristianos venidos de la gentilidad "abstenerse de comer carnes de animales sacrificados a los ídolos, de comer sangre, de comer animales estrangulados, y de la impureza" (Hech 15, 29). La mención de la impureza se refiere con toda probabilidad a pecados en el campo de la sexualidad, especialmente la fornicación.
El Apóstol San Pablo se encuentra ante un mundo pagano en el cual abundan los pecados en materia sexual, aunque no sólo ellos. En la carta a los Romanos deja constancia de la existencia de conductas infames contrarias a la naturaleza, como son las prácticas homosexuales, e interpreta esta situación abominable como consecuencia de no haber honrado a Dios, y de haber servido a la creatura en vez de al Creador (Rm 1, 24 -27). Repetidas veces vitupera el Apóstol los pecados contra el recto uso de la sexualidad. En la primera carta a los Tesalonicenses, les dice que "la voluntad de Dios es vuestra santificación; que os alejéis de la fornicación, que cada uno de vosotrossepa poseer su cuerpo con santidad y honor, y no dominado por la pasión, como hacen los gentiles que no conocen a Dios... pues no nos llamó Dios a la impureza, sino a la santidad" (1 Ts 4,3-5.7). En Corinto se había producido en la comunidad un grave pecado de incesto: el Apóstol lo castiga y da una razón poderosa para llevar una vida pura: "nuestro Cordero pascual, Cristo, ha sido inmolado. Así es que, celebremos la fiesta, no con vieja levadura, ni con levadura de malicia e inmoralidad, sino con ázimos de pureza y verdad", y agrega que los cristianos no se relacionen con quien, llamándose hermano, es impuro, avaro, idólatra, ultrajador, borracho o ladrón (1 Cor 5,1-13). En la misma primera carta a los Corintios afirma San Pablo que "el cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo... ¿no sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? Y, ¿habría yo de tomar los miembros de Cristo para hacerlos miembros de una prostituta? De ningún modo. ¿O no sabéis que quien se une a la prostituta se hace un solo cuerpo con ella?...Más el que se une al Señor se hace un sólo espíritu con él. ¡Huíd de la fornicación! Todo pecado que comete el hombre queda fuera de su cuerpo; más el que fornica, peca contra su propio cuerpo. ¿O no sabéis que vuestro cuerpo es santuario del Espíritu Santo, que está en vosotros y que habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis? Habéis sido comprados a buen precio. Glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo" (1 Cor 6, 12-20). La enseñanza de San Pablo no se limita a rechazar los pecados contra la castidad, sino que desarrolla las razones positivas para ser castos. En el fondo de toda su argumentación está la doctrina de que el cristiano pertenece a Dios y que es morada o templo de Dios. Así, aunque la castidad se refiere al correcto uso de la sexualidad, no se percibe su sentido profundo sino teniendo en cuenta la relación del hombre con Dios, a quien el hombre debe glorificar con la totalidad de su ser. En la carta a los Gálatas, el Apóstol señala como "obras de la carne" la fornicación, la impureza, el libertinaje, y otras, y advierte que quienes hacen tales cosas no heredarán el Reino de Dios (ver Gal 5, 19-21). La misma enseñanza se repite en la carta a los Efesios: "la fornicación, y toda impureza o codicia, ni siquiera se mencionen entre vosotros, como conviene a los santos... Porque tened entendido que ningún fornicario o impuro o codicioso -que es ser idólatra- participará en la herencia del Reino de Cristo y de Dios" (Ef 5, 3.5). En la carta a los Colosenses vuelve sobre el mismo tema: "... mortificad vuestros miembros terrenos: fornicación, impureza, pasiones, malos deseos y la codicia que es una idolatría, todo lo cual atrae la cólera de Dios sobre los rebeldes" (Col 3, 5s). San Pablo no desaprueba las segundas nupcias, naturalmente después de la viudez (1 Cor, 7, 39), pero cuando habla de los requisitos que deben tener los obispos y los diáconos, exige que sean maridos de una sola mujer, es decir casados en un único matrimonio (1 Tm 3, 2.12; Tt 1, 69). Es posible pensar que el Apóstol entrevea en el único matrimonio de los ministros de la Iglesia una especial referencia al misterio del amor de Cristo por su Iglesia (ver Ef. 5, 21-33).
El tema de la castidad está desarrollado bajo varios aspectos en el capítulo 7 de la primera carta de San Pablo a los Corintios. Ese texto no es un "tratado", sino que proporciona respuestas a preguntas que miembros de esa comunidad habían hecho al Apóstol, preguntas cuyo exacto tenor nosotros no conocemos (ver vs. 1). Todo el capítulo muestra bien que el Apóstol considera el campo de la sexualidad en estrecha referencia a la relación primordial de todo hombre con Dios. San Pablo admite quetanto el estado de matrimonio como el de celibato o virginidad son dones de Dios (ver vss 7, 17, 28, 38) y que, por lo tanto, el estado matrimonial es legítimo y santificador (vs 14), pero considera el estado de consagración en virginidad o celibato como más recomendable por varias razones. Una, porque la virginidad lleva el sello de las realidades del Reino de Dios en forma más patente que el matrimonio (vss 29ss), que pertenece a la "apariencia de este mundo que pasa" (vs 31). Luego, porque el estado de continencia permite mayor libertad para las cosas de Dios: "yo os quisiera libres de preocupaciones: ...el no casado se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor" (vs 32); el casado, por la fuerza de las cosas, y por obligación que deriva de su estado, debe preocuparse de agradar a su cónyuge, lo que exige preocuparse de muchas cosas transitorias (vss 33-35), y conlleva un esfuerzo sostenido para mantener la actitud propia del cristiano que hace suya la exhortación del mismo Apóstol: "así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, no a las de la tierra" (Col 3, 1s). Esa actitud de búsqueda de Dios por sobre todas las cosas es la que explica la expresión del Apóstol que recomienda a "los que tienen mujer, que vivan como si no la tuvieran" (vs 29), lo que no puede interpretarse como una invitación a no amar al cónyuge o a descuidar los deberes para con él o ella, puesto que eso contradiría las precisas indicaciones del Apóstol en este mismo capítulo, cuando declara la igualdad de derechos del marido y de la mujer en cuanto al débito conyugal (vss 3ss), y no tomaría en cuenta la perspectiva del amor conyugal considerado como expresión y reflejo del amor de Cristo hacia la Iglesia (Ef 5, 21-33). La enseñanza del Apóstol debe ser comprendida, pues, en el horizonte escatológico, en la perspectiva del Reino. En esta perspectiva se comprende la insinuación del Apóstol en cuanto a la posibilidad de que los esposos renuncien a la intimidad conyugal por un cierto tiempo, para darse con más libertad a la oración (vs 5). Esta renuncia debe ser de común acuerdo, pues, si no lo fuera el cónyuge que quisiera imponerla al otro estaría negando a éste su derecho (vss 3s). La razón que da el Apóstol para esta abstinencia es la de poder entregarse a la oración. Hay que entender esta razón en función de la naturaleza profunda de la oración: la intimidad con Dios, la presencia ante el Absoluto. Esa intimidad postula que el espíritu esté apaciguado, sereno, ajeno en toda medida posible de perturbaciones y distracciones, y esa paz interior es favorecida por la abstinencia de la relación conyugal. En otros tiempos, no tan lejanos, el ritual de la bendición del matrimonio contenía, al final de la celebración, una exhortación a la abstinencia sexual en los tiempos de penitencia y en las vigilias de las grandes fiestas: era un fiel eco de la enseñanza de San Pablo. En todo caso el Apóstol comprende que la virginidad o la renuncia al matrimonio no son modos de vida accesible a todos: "si no pueden contenerse, que se casen; mejor es casarse que abrasarse" (vs 9), texto que debe ser entendido a la luz del versículo precedente: "cada cual tiene de Dios su gracia particular, unos de una manera, otros de otra" (vs 7). Leyendo así a San Pablo, entendemos también lo que quiere expresar al decir que el casado "está dividido" y que si recomienda la virginidad es para movernos "a lo más digno, y al trato asiduo con el Señor, sin división" (vss 34s). "Digno" aquí no significa que el matrimonio sea "indigno", sino que la virginidad está por encima del matrimonio, como que pertenece al mundo de las realidades definitivas, al Reino de Dios, cuando ni las mujeres tomarán marido, ni los varones mujer (Mt 22, 30). La "división" no significa que el casado cristiano pueda colocar a su cónyuge al mismo nivel que el que le corresponde a Dios, sino que el estado de continencia favorece la libertad de espíritu y la dedicación, incluso temporal, a las cosas de Dios.
La lectura del capítulo 7 de la primera carta de San Pablo a los Corintios demuestra quela valoración espiritual del matrimonio y de la virginidad requiere fineza de matices y que no puede hacerse sino en la perspectiva de la vida cristiana en su conjunto, de la singular vocación y gracia concedida a cada cual y de las realidades definitivas del Reino de Dios.
Antes de terminar este recorrido a través de los textos del Nuevo Testamento que hablan de la castidad, es conveniente referirse a dos que tienen especial interés.
Dice San Pablo a los cristianos de Corinto: "Celoso estoy de vosotros, con celos de Dios. Pues os tengo desposados con un solo esposo para presentaros cual casta virgen a Cristo" (2 Cor 11, 2). Aquí estamos en presencia de la explicación de la relación de la Iglesia y, en ella, de cada cristiano, con Cristo Esposo. El amplio contexto de este lugar bíblico se refiere a la fe en Cristo como único salvador, que nos libera de la esclavitud del pecado por su gracia y no por nuestras obras. La Iglesia es "desposada" y lo que le corresponde hacia su esposo es un amor fiel que lo sitúe a El en un lugar que nadie puede pretender compartir. La "castidad" y la "virginidad" de la Iglesia son la expresión de su amor y de su fidelidad. En esta perspectiva, la castidad de los cristianos aparece como expresión del amor a Cristo. Resulta muy significativo que el Apóstol la elija como expresión privilegiada del amor cristiano a Dios. Esta opción del Apóstol, expresada también en la carta a los Efesios, explica, junto a no pocos otros textos de la Escritura, la clave "esponsal" de la espiritualidad cristiana, clave que tiene de característico la ternura del amor y la fineza de la fidelidad.
En el libro del Apocalipsis se habla de un grupo de ciento cuarenta y cuatro mil "rescatados de la tierra... pues son vírgenes. Estos siguen al Cordero dondequiera que vaya, y han sido rescatados de entre los hombres como primicias para Dios y para el Cordero, y en su boca no se encontró mentira, no tienen tacha" (Ap. 14, 3-5). El texto es, como todo el libro, fuertemente simbólico. La virginidad aquí es símbolo de la fidelidad a Dios y de la negativa de adorar los ídolos de este mundo. La lujuria es símbolo de idolatría. Entendido así el texto, es claro que quienes son "vírgenes", es decir verdaderos adoradores de Dios y celosos de su gloria, son los que "pueden seguir al Cordero "a dondequiera que vaya" y "llevar escrito en su frente el nombre del Cordero y de su Padre" (vs 1). Nuevamente aparece aquí la relación entre el vocabulario de la castidad en su forma de virginidad, y la fidelidad a Dios y a Cristo. El hombre que verdaderamente ama a Dios con todo su corazón, con toda su mente, con todas sus fuerzas, ha entrado en la categoría de la virginidad espiritual, del que mira a Cristo como el Esposo que santifica a la Iglesia para librarla de toda mancha y hacerla capaz de amarlo con un corazón limpio, libre, no dividido, casto en el más pleno sentido de la palabra.
Esta lectura y reflexión sobre los textos del Nuevo Testamento va, sin duda, mucho más allá que la de la Antigua Alianza. Toda forma de castidad recibe en el Nuevo Testamento una poderosa iluminación a partir del tema de la virginidad y de la esperanza del Reino de los cielos. Así, una vez más, las "cosas que no se ven son el fundamento de las cosas que se ven" (Hb 11, 3), y la vida eterna es la medida de la existencia terrenal.
No hay comentarios:
Publicar un comentario