en blanco y negro. Recopilación de la web Catholic.net)
Beso sus manos sacerdotales
Autor: José Rodrigo López Cepeda, MSpS
No podré olvidar la primera vez que se acercó a mí y me extendió su mano...
En los campos de México, como en los de España, existe la bella costumbre de invitar al sacerdote a bendecir los campos de cultivo. En los primeros años de mi ministerio había hecho este rito, lleno de tantas esperanzas para los hombres que viven de su trabajo en el campo.
Recién llegado a México se me encomendó la atención como vicario cooperador de una zona rural y visitaba 24 comunidades dedicadas a las labores del campo. El primer año fui invitado por don Nicanor, un ranchero jalisciense, curtido por los años, de intensos ojos azules y piel blanca. Rebasaba ya los 60 años, pero su constitución física, acostumbrada al trabajo, era la de un hombre joven y fuerte. Se le respetaba en el rancho por su prudencia y su sabiduría empírica.
No podré olvidar la primera vez que se acercó a mí y me extendió su mano. Yo lo saludé como a otro más, dándole la mía, pero hizo un gesto que traté de evitar. Y es que don Nicanor hizo el intento de besarme la mano. Con fuerza quise impedirlo. Quizá por venir de España, en donde toda forma de clericalismo se ha ido cambiando por la indiferencia e incluso el rechazo al sacerdote.
Pero sin pensarlo él me sujetó fuertemente la mano, la llevo a sus labios y con el sombrero descubierto la besó. Luego me miró a los ojos y me dijo con cierta autoridad en su voz: «No lo beso a usted. Beso al Señor en sus manos consagradas que quiero bendigan nuestros campos».
Sabia lección me dio don Nicanor ese domingo después de la misa. Mis manos no habían sido besadas después del cantamisa en España. Eso se acostumbra más por un rito-tradición que por un verdadero gesto de descubrir, en esas manos pecadoras, las manos del Carpintero de Nazaret; en las manos de este hombre llamado al sacerdocio, las mismas manos del que multiplicó los panes, del que sanó a los enfermos, del que bendijo, del que lavó los pies a sus discípulos. Manos que fueron traspasadas por los clavos de la indiferencia, del rechazo, del rencor. Estas mis manos también son sus manos.
Bendije los campos de don Nicanor y de sus hermanos, y aquella tierra sementera me bendijo a mí. Luego recibí en premio sus primeros frutos. Aunque el verdadero premio ya lo había recibido antes. Mis manos: tus manos Señor.
Gracias don Nicanor
He confesado al diablo
Autor: Manuel Julián Quiceno Zapata. Cartago (Colombia)
He confesado al diablo
Autor: Manuel Julián Quiceno Zapata. Cartago (Colombia)
De lo que viví antes de confesarlo, recuerdo lo siguiente...
De lo que viví antes de confesarlo, recuerdo lo siguiente...
Como párroco de un pequeño pueblo, frecuentemente, cada domingo, salía por las calles y aprovechaba para saludar a la gente, dejándoles una catequesis escrita, especialmente a aquellos que por diversas razones no acudían al templo.
En aquella parroquia dedicada a San José, muchos tenían una costumbre que cumplían sin falta cada domingo, como si fuera un deber. Esto era tomarse «unas frías» –así llamaban ellos a la cerveza–. Por tanto, era fácil saber dónde encontrar este tipo de «fieles», y entre ellos estaba también él.
Cierto día, al terminar mi recorrido, se acerca una señora para preguntarme si había reconocido al «diablo». Según ella, yo lo había saludado y él había recibido uno de los mensajes que yo repartía. Yo no había visto al «diablo», o por lo menos no recuerdo haber visto a ninguna ni a ninguno que se le pareciera.
En otra ocasión necesitaba ir al pueblo vecino para ayudar a un hermano sacerdote, pero el coche de la parroquia se había averiado y por ello necesitaba a alguien que me transportara.
Vaya sorpresa cuando, al preguntar a algunas personas quién podría ayudarme con este servicio, inmediatamente un niño me dijo: «Padre, si usted quiere llamo al “diablo” para que se lo lleve». No se imaginan lo que pensé en aquel momento. Parecía una broma, pero luego acepté la propuesta y ese día lo vi por primera vez…
Por un buen rato guardé silencio, pues era la primera vez que hacía un viaje así. Además pensé: ¿de qué puedo hablar con el diablo? Al poco tiempo le hablé, pero parecía más una entrevista que un diálogo. Ese día, antes de terminar el viaje y sin decir nada, dejé en su coche un escapulario de la Virgen del Carmen.
En adelante lo veía por todas partes; ya lo reconocía y, aunque siempre lo invitaba a la misa, él siempre me decía: «Ahora no, algún día lo haré, tengo mis razones».
El tiempo pasó, y cierto día un niño que esperaba en la puerta del templo me dijo que alguien me necesitaba urgentemente y que no quería irse sin antes hablar conmigo. El niño me explicó que se trataba de un enfermo grave. Entonces, rápidamente busqué todo lo necesario para la visita.
Cuán asombrado quedé cuando, al llegar a aquel lugar, descubrí que el enfermo grave que hacía varios días esperaba al sacerdote era Ramón, aquel a quien llamaban «el diablo»; un hombre del campo que había vivido situaciones humanas muy difíciles. No recordaba cuándo ni por qué le habían empezado a decir así, pero él se había acostumbrado. Ahora, postrado en una cama, padecía de un cáncer terrible y se acercaba a su final.
Recuerdo muy bien lo que él me dijo aquel día: «Padre, ¿me recuerda? Soy aquel que llaman «el diablo», ¡pero mi alma no se la dejo a él; le pertenece a Dios! Por favor, ¿me puede confesar?»
Fue un momento muy especial, pero aún más cuando vi lo que apretaba en sus manos mientras lo confesaba: un escapulario; precisamente aquel que yo le había dejado en su coche. Ahora él lo portaba en su viaje a la eternidad. Luego, en aquella casa también pude ver una hoja sobre la confesión, una de aquellas que yo mismo le había dado un domingo al mediodía.
Y ese día todo el pueblo lo comentaba, y también yo lo pensaba: ¡he confesado al diablo!
INFORMACIÓN SOBRE EL LIBRO:
Con el título "100 Historias en blanco y negro" en el pasado año 2010 se publicó un libro donde se narran 100 historias de sacerdotes de todo el mundo.
Es el resultado de un concurso organizado por la web catholic.net. Con motivo del año sacerdotal se convocó a sacerdotes de todo el mundo a enviar sus mejores experiencias. El ganador fue el Padre Manuel Julián Quinceno, de Colombia, con su historia "He confesado al diablo". En total respondieron en torno al millar de participantes y fruto de ello es este práctico libro de 216 páginas de lectura fácil y lleno de historias conmovedoras que nos hacen sentirnos mejor. Miles de personas de todo el mundo ya se han beneficiado de la lectura de este exitoso libro.
Entre los testimonios de personas famosas que han leído ya este libro está el del actor Eduardo Verástegui quien afirma “Qué emocionantes historias.Son un verdadero alimento para el alma”. O las palabras de la traductora internacional y voluntaria de asociaciones católicas Milena Fiorenza: “Tengo que confesar que lloré con más de una de estas historias. Algunas son realmente conmovedoras. Ha sido una óptima elección”.Descubramos el secreto de lo que hay detrás de estas impresionantes y reveladoras cien historias.
Quienes estén interesados en adquirir el libro pueden hacerlo desde la internet siguiendo este link.
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