UN HOMBRE ENVIADO POR DIOS, LLAMADO JUAN» (Jn 1,6)
1. «Voz del que clama en el desierto» (Jn 1,23)
Este Juan Bautista de vida austerísima, de figura áspera, de ojos inmensos, es el Precursor. Anuncia al Mesías, lo señala con el dedo: «Helo aquí» (Jn 1,29).
Es, por eso, como el quicio de los dos Testamentos.
Su nacimiento fue profetizado por el ángel en el marco todavía solemne de los símbolos, en el templo, a la hora de la incensación. Todo ese culto iba a ser muy pronto suplantado, pero Yahvé quería aún mostrarse complacido en él. Juan pertenece a ese mundo auroral de la expectación. Poseyó «el espíritu y poder de Elías» (Lc 1,17). Un ángel describe por anticipado su grandeza y sus abstinencias (Lc 1,15) con palabras extraídas de los libros antiguos (Lev 10,9), así como su misión de heraldo, de preparador de caminos, oficio que cualquier asiduo lector de Malaquías tenía forzosamente que conocer (Mal 3,1). La presentación de Juan a la posteridad cristiana se hará en términos y colores sacados del profeta Isaías (Is 40,3-4). Las raíces del hombre Juan se nutren de todos los jugos de la vieja alianza. Pero, al mismo tiempo, su predicación constituye «el principio del evangelio de Jesucristo» (Mc 1,1), y su martirio habrá de ser como un presagio de la pasión del Salvador (Mt 17,12).
Hasta Juan, la Ley y los profetas; desde Juan, el reino de los cielos (Mt 11,12-13).
«Por aquel tiempo apareció Juan el Bautista predicando en el desierto de Judea» (Mt 3,1). Su lenguaje, en gran medida, tenía que resultar familiar a los oídos hebreos. Exigía penitencia, como la habían exigido antes Amós, Oseas, Jeremías, Isaías. Reclamaba de sus oyentes justicia y caridad, haciéndose con ello eco de los códigos mosaicos, que ya pedían equidad a los litigantes y de los cosecheros de trigo solicitaban piedad para con los menesterosos. En todo esto, su predicación era tradicional y moderada. A aquellos que poseían dos túnicas, aconsejábales que dieran una al mendigo que encontrasen desnudo (Lc 3,11); todavía, como veis, está lejos de las consignas que iba a introducir más tarde Jesús: al que te roba la túnica, dale el manto (Mt 5,40).
Sus amenazas encontraban también oídos largamente predispuestos. Desde el exilio, Israel vivía escuchando las duras imprecaciones de sus profetas. Algo, sin embargo, había en los sermones del Precursor que sonaba a nuevo, que intranquilizaba el alma de otra manera. Más que lo que decía, lo que dejaba de decir: nunca había en sus párrafos ni la menor alusión al Mesías victorioso, al caudillo triunfante. Lo que un día dijo no pudo menos de escandalizar a muchos judíos: «No comencéis a deciros: Tenemos por padre a Abraham, pues yo os aseguro que Dios puede hacer salir de estas piedras hijos de Abraham» (Lc 3,8).
¿Y su bautismo? Existía ya antiguamente una especie de lustración para los paganos prosélitos que querían adscribirse a una comunidad israelita. Pero ¿cómo entender el bautismo administrado a un hebreo de raza? Eran también de sobra conocidos, desde mucho tiempo atrás, los lavatorios rituales que precedían a ciertos actos religiosos. Pero ¿un «bautismo de penitencia», un bautismo que suponía todo un cambio radical de conciencia?
Constituía el bautismo de Juan una preparación al bautismo de Jesús. El mensaje de Juan era un prólogo de la predicación de Jesús.
Juan decía: «Arrepentíos, porque ha llegado el reino de los cielos» (Mt 3,2). Jesús, poco después, dirá: «Ha llegado el reino de Dios; arrepentíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15). Las frases son las mismas. Y la ilación de los miembros que componen cada frase es también idéntica: el reino no llega porque vosotros hagáis penitencia, sino, al revés, debéis hacer penitencia porque el reino ha llegado. El reino es un don de lo alto que la criatura, por excelentes que sean sus disposiciones, nunca podrá merecer. Además, aunque descienda a la tierra, continúa siendo un «reino de los cielos», un «reino de Dios». La autojustificación y el particularismo terreno, dos notas máximas de la concepción judía predominante en aquella hora, quedaban por igual malparados y excluidos.
Haced penitencia, arrepentíos. Es decir, cambiad vuestra mente; no sólo la inteligencia, sino la mente entera, según ese sentido en que vosotros, semitas, la entendéis; el sentido que los profetas os inculcaron: la mente como principio y manantial de toda vida interior. Convertíos. ¿Cómo?
Dos caras tiene la conversión: con una mira al pasado, la otra se orienta hacia el porvenir.
El hombre en trance de conversión no puede renunciar a enfrentarse con su vida ya hecha, con la muchedumbre de los pecados cometidos. Los pone ante los ojos y se duele de ellos. Pero este dolor no es una pura aflicción; es una sentencia: los detesta. El dolor de haber obrado mal acreciéntase con el dolor de no poder suprimir ya ese mal. El hombre no sólo es capaz de hacer el mal, es también incapaz de restaurar el bien. Levanta entonces el pecador su rostro al cielo y mira al Señor. Aquel fallo que ha pronunciado sobre sus desórdenes y abominaciones viene a ser como un reconocimiento de la censura divina, hecha cordialmente suya. ¿Terminará aquí el proceso del alma? No; a la aceptación de esta inapelable censura y de la propia impotencia para salir de estado tan infeliz, se añade luego el reconocimiento del poder y clemencia ilimitados de Dios. De otra forma, la mera percepción de los pecados conduciría a la desesperación, a las inútiles lágrimas de enojo contra uno mismo.
El pecador arrepentido admite entonces, con humildad, que el cambio de su mente no es la causa de la remisión de los pecados, sino tan sólo su condición. Limítase el pecador a abrir la ventana para que entre la luz, y sabe muy bien que la luz es del sol. Después se vuelve a los tiempos venideros y promete no volver a pecar; se engendra en él la voluntad de rectificación.
Entre estas dos miradas, en el corazón mismo de la metanoia, se inserta la confesión íntima de la propia incompetencia para toda obra saludable, tanto para reparar el mal pretérito como para llevar a cabo el bien futuro. El lado positivo y gozoso de todo esto llámase fe: creer en el poder y amor de Dios, capaces de crear en el alma una situación nueva, capaces de inaugurar aquí abajo el reino de los cielos.
«Arrepentíos y creed en el Evangelio». Ambas cosas son necesarias. Son, además, mutuamente necesarias. El arrepentimiento cristiano incluye la fe: negándonos por completo a creer en nuestras fuerzas, creemos de corazón en la fuerza salvadora de Dios. Es precisamente el orgullo lo que impide nuestra conversión, pues nos oculta la viga de nuestro ojo y aumenta la paja que observamos en el ojo del hermano (Lc 6,42); el orgullo produce la ceguera irremisible (Mc 3,28-30; Mt 12,31-32). A su vez, la fe supone un leal arrepentimiento, el reconocerse uno mismo siervo del pecado (Jn 8,32-34), indigno de esos dones que la fe granjea (Lc 18,13-14), necesitado de médico (Lc 5,31) y de un guía perspicaz que remedie nuestra ceguera (Mt 15,14).
La conversión marca ese momento de tensión entre el pasado sombrío y el porvenir luminoso, entre las tinieblas y la justicia. La fe viene a interpretar esas dos realidades—esa vanidad y esa realidad---como el reino de este mundo y el reino de los cielos.
Pero la conversión no es asunto de un día.
A la conversión primera (Lc 15,7.10) debe seguir una conversión incesante (Lc 13,3.5). Porque no sólo existe la conversión o tránsito de la idolatría a la religión, o del estado de pecado mortal al estado de gracia, sino también el paso, que diariamente es preciso renovar, de un amor menor a un amor mayor. Siempre hay pecado en nosotros. Por eso me gusta tanto la antigua traducción del Miserere: no dice, como la moderna, «lávame penitus, del todo», sino «lávame amplius, lávame más y más». El que reza este salmo todas las noches sabe cuán necesitado anda de purificación una y otra noche. Sabe cuánta verdad hay en sus labios cuando cada mañana reza así: Nunc coepi.
El Verbo dice «Levántate» a la esposa que ya está en pie. Porque «el fin de lo que ya ha sido encontrado se hace principio para el hallazgo de cosas más altas 1.
Es preciso mudar la conciencia, porque el reino se avecina. Es menester seguir convirtiéndose todos los días, porque el reino está ya presente y crece.
2. «El mayor entre los nacidos de mujer» (Mt 11,7)
Juan era «más que un profeta» (Mt 11,9). Nada tiene él que ver con esas estampas apacibles y relamidas que, después del Correggio y de Murillo, han venido adulterando la figura más abrupta que ha pisado la tierra. El profeta es un hombre enardecido, temible, tremendo, justiciero, arrebatado por la pasión de lo absoluto. Juan Bautista—más que un profeta—fue el más enardecido, el más temible, el más tremendo, el más justiciero, el más arrebatado por la inminencia del reino de Dios, tema que constituía su única pasión.
Los profetas amenazaban y maldecían. Eran igual que una llama. Hablaban como quien sacude un látigo, como quien
1 SAN GREGORIO NISENO ,In Cant. 5,8: MG 44.876
perfora las entrañas, como quien arranca una mujer amada de los brazos de su amante. Sacerdotes y reyes empavorecían ante ellos. No era, en verdad, grato oficio el suyo. Lo cumplían a veces de mala gana, sabiendo qué terribles peligros se cernían sobre su cabeza. «Tú me sedujiste, ¡oh Yahvé!, y yo me dejé seducir. Tú eras el más fuerte, y fui vencido. Ahora soy todo el día la irrisión, la burla de todo el mundo. Siempre que les hablo, tengo que gritar, tengo que clamar: ¡Ruina, devastación! Y todo el día la palabra de Yahvé es oprobio y vergüenza para mí. Y aunque me dije: no pensaré más en ello, no volveré a hablar en su nombre, es dentro de mí como fuego abrasador, que siento dentro de mis huesos, que no puedo contener y no puedo soportar» (Jer 20,7-9).
No podían callar porque no hablaban en nombre propio. « ¡Dice Yahvé!», « ¡Oráculo de Yahvé!» Eran profetas: hablaban en nombre de otro, en nombre del Señor todopoderoso y ofendido. No les era posible guardar silencio, aunque quisieran. Sus palabras, antes de encender los corazones, abrasaban su propia garganta.
Tenían la misión de salvaguardar la esperanza mesiánica denunciando y corrigiendo cuantas depravaciones en el seno de Israel se oponían a esa esperanza. Habían sido encargados de curar por medio de la sal y el fuego. A veces, raras veces, derramaban aceite sobre las llagas, pronunciaban palabras de extraña dulzura: era cuando hablaban a los más oprimidos, a los pobres de Yahvé.
Pero hacía ya quinientos años que no se oía tronar a un profeta. Y las almas humilladas suspiraban por la presencia de alguien que, aun entre bramidos e imprecaciones, les asegurara todavía de la predilección divina. «Ya no vemos prodigios en nuestro favor, ya no hay ningún profeta, ya no hay nadie entre nosotros que sepa hasta cuándo» (Sal 74,9)•
¿Hasta cuándo va a durar esta abyección de Israel, este olvido de Dios para con su pueblo?
Por eso, el día en que desde Betabara—lugar de paso, buen sitio para propalar noticias—corrió la voz: « ¡Ha aparecido un profeta!», las gentes acudieron en masa a escuchar al enviado de Yahvé. «Venían a él de Jerusalén, y de toda la Judea, y de toda la región del Jordán» (Mt 3,5).
¿Quién era este hombre?
La muchedumbre le tenía por profeta (Mt 14,5). Mucho tiempo después perduraba aún su fama de profeta, y los fariseos no se atrevían a desmentirlo en público (Lc 20,6). Herodes mismo tuvo miedo del pueblo, que consideraba a Juan como un gran profeta (Mt 14,5). Jesús aseguró un día que el Bautista era más que un profeta (Mt 11,9). La gente ya pensaba si sería el Mesías... (Lc 3,15).
Gozaba de una total libertad apostólica. Trataba con extraordinaria dureza a aquellos a quienes debía reprender (Mt 3,7-10). Descuella por una arcana sabiduría esencial: «En medio de vosotros está uno a quien vosotros no conocéis» (Jn 1,26). «Yo vi y doy testimonio de que éste es el Hijo de Dios» (Jn 1,34).
Su vida anterior estaba aureolada de prestigio. Nunca había bebido vino ni cosa fermentada (Lc 1,15). Habitó en los desiertos hasta el día de su manifestación (Lc 1,80). Su austeridad fabulosa seguía creando un nimbo en torno de él: «iba vestido de pelo de camello, llevaba un cinturón de cuero» (Mt 3,4), «se alimentaba de saltamontes y miel silvestre» (Me 1,6). Como Samuel y como Sansón, había vivido siempre en la salvaje y exquisita continencia del nazireato. Quizá el pueblo intuía en esa altiva existencia como un oculto sentido, un valor representativo de aquella mocedad de Israel, cuando" había peregrinado por el desierto en la limpia aurora de su fervor. Gracias a Sansón había llegado la liberación de los fariseos; gracias a Samuel había sido instaurado el reino de David. ¿Qué enorme acontecimiento alboreaba con el Bautista?
Una línea de fuego vinculaba a Juan con Elías. El ángel, deliberadamente, había unido estos dos nombres (Lc 1,17), y Zacarías, el padre estremecido de presagios, no lo olvidó nunca (Lc 1,76). Cristo subrayará con elogio esta muy íntima afinidad (Mt 17,9-13).
En su actuación cerca del Mesías no aparece como discípulo, sino como colaborador: «Conviene que cumplamos toda justicia» (Mt 3,15). Lo bautiza con sus manos.
Ya desde el seno de su madre fue lleno del Espíritu Santo (Lc 1,25), lo cual no significó tan sólo la concesión de unos especiales dones carismáticos, sino la santificación interna y la exención del pecado. Esto le confiere una categoría rigurosamente singular. La Iglesia ha recogido el tesoro de admiración y reverencia que los siglos han depositado a los pies de esta criatura de excepción. En las Letanías de los Santos figura a la cabeza y en rango aparte. Los canonizados que han llevado el nombre de Juan duplican el número del nombre siguiente, que es Pedro.
•El ángel había profetizado: «Será grande ante el Señor» (Lc 1,15). Jesucristo afirmó de él que era «el mayor entre los nacidos de mujer» (Mt 11,11).
«En verdad os digo que, entre los nacidos de mujer, no ha habido uno mayor que Juan Bautista. Pero el más pequeño en el reino de los cielos es mayor que él» (Mt 11,11).
No parece que con estas palabras haya querido Jesús referirse al grado de santidad personal de su Precursor: un día se negará a asignar lugares en la gloria, afirmando que eso no es incumbencia suya (Mt 20,23). Simplemente se refería al puesto cimero que Juan ocupaba en el Antiguo Testamento, ya que a él le cupo el honor de cerrar esa alianza con éxito, con fidelidad insuperable. Ahora bien, cualquiera que pertenezca a la nueva economía inaugurada por el Salvador es mayor que Juan. Este era nada más «amigo del Esposo» (Jn 3,29), mientras que toda alma inscrita en la Iglesia participa de su condición superior de esposa.
¿O «el más pequeño» era el mismo Cristo? ¿No se trataba de zanjar así aquel conflicto surgido entre los discípulos del Bautista, que disputaban acerca de la preeminencia de su maestro? (cf. Mt 9,14; Jn 3,26).
3. «Detrás de mí viene alguien que es mayor que yo» (Jn 1,30)
Cristo es «mayor» que «el más grande».
¿Qué relación personal medió entre el Señor y su heraldo? Este confesó un día que, antes de administrarle el bautismo, no lo conocía aún. «Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu y permanecer sobre él, ése es el que ha de bautizar en el Espíritu Santo» (Jn 1,33). San Mateo parece contradecir este texto, pues cuenta cómo Juan se resistió tenazmente, por creerse indigno, a bautizar a Jesús: «Yo necesito ser bautizado por ti, y ¿tú vienes a mí?» (Mt 3,14). Pero se trata, sencillamente, de dos grados distintos en el conocimiento. Antes de bautizarlo, Juan adivinó, por la voz del espíritu y de la sangre, que aquel hombre era el Mesías y su pariente. Después de bautizarlo, después de presenciar el signo de antemano establecido por Dios, esa oscura intuición se transformó en cer' teza, por obra «no de la carne ni de la sangre, sino del Padre, que está en los cielos» (Mt 16,17).
A pesar de ser parientes y coetáneos—seis meses Jesús más joven que Juan—, bien pudo ocurrir que antes nunca se hubieran encontrado. El Bautista había pasado toda su vida en el desierto. Aceptemos también que, muy verosímilmente, el «conocer» tenga otro sentido distinto del material. Acaso los dos grados de conocimiento que hemos mencionado hallan una puntual ilustración en esta frase de Pablo: «Si antes conocimos a Cristo según la carne, ahora ya no lo conocemos así» (2 Cor 5,16); ahora lo conocemos según el Espíritu.
Las muchas semejanzas que entre Cristo y el Bautista se observan son completadas por aquellos contrastes, tan vivos y elocuentes, que subrayan una y otra personalidad. Sus dos nacimientos fueron extraordinarios y precedidos de dos anunciaciones extraordinarias y paralelas. Los dos nacen de mujeres estériles, pero uno de mujer anciana, el otro de doncella fresca. Uno cierra la noche de la espera, el otro se alza como un sol nuevo. Uno renunciará al vino y a toda criatura, el otro beberá con pecadores y asumirá con amor indecible el vino y el pan hasta la identificación eucarística. Uno preparará el camino, el otro es el Camino. Uno es la voz, el otro es el Verbo. Primeramente percibimos la voz, vehículo y envoltorio del pensamiento, de la palabra interior. La voz es la sombra de la palabra, sombra que cae al suelo. Cristo es el cuerpo, Juan es la sombra: así de parecidos, así de distintos.
El Bautista irá siempre, como un acólito, delante del Señor: lo precedió en su nacimiento, en su vida pública y en su descenso a los infiernos. Vendrá también delante de El en la parusía, con la misma insignia de otras veces, con el mismo acatamiento y con el mismo honor, escudero glorioso.
Cristo inaugura todo, lo funda todo, deja todo atrás y a lado, a la altura variable que dictan sus preferencias. Juan, en cambio, ocupa su puesto y se sujeta a la línea de la continuidad, a las enseñanzas heredadas. Dice: «Yo necesito ser bautizado por ti, y ¿tú vienes a mí?» Su madre había dicho: «Y ¿cómo así que la madre de mi Señor viene a mí?» (Lc 1,43).
Vino Jesús de Galilea al Jordán y se presentó a Juan para ser bautizado por él. Juan se oponía, diciendo: Yo necesito ser bautizado por ti, y ¿tú vienes a mí? Pero Jesús le respondió: Déjame hacer ahora, pues conviene que cumplamos toda justicia. Entonces Juan condescendió. Bautizado Jesús, salió luego del agua. Y he aquí que vio abrírsele los cielos y al Espíritu de Dios descender como paloma y venir sobre él, mientras una voz del cielo decía: Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo mis complacencias (Mt 3,13-17).
Puede decirse que existen algunas razones de conveniencia en este suceso. Así, por ejemplo, que Jesús quiso someterse al bautismo para recomendar y sancionar solemnemente la misión del Bautista. O para santificar las aguas, para hacerlas puras y purificadoras, para darles su santa transparencia, aquello que San Cirilo de Jerusalén llamaba «el olor de su divinidad» 2.
Sin embargo, no fue entonces cuando el agua quedó constituida en instrumento de santificación; recordad que la institución del bautismo no pudo tener lugar durante el bautismo de Cristo. Recordad por qué. Y observad cómo el motivo por el cual no pudo ser entonces instituido nuestro sacramento constituye precisamente la clave feliz que nos explica la voluntad de Jesús, esa extraña voluntad de someterse El, fuente de toda limpieza, a un rito lustral destinado a pecadores.
El bautismo de Jesús en el Jordán no es más que un ensayo incruento de aquel tremendo bautismo que le esperaba más tarde: «Tengo que recibir un bautismo» (Lc 12,50). Bautismo doloroso, para el cual es menester un corazón recio: « ¿Os sentís vosotros capaces de recibir el bautismo que yo voy a recibir?» (Mc 10,38).
Dos bautismos tuvo Jesucristo, uno «en agua», otro «en fuego». También el pueblo de Israel había recibido dos bautismos: uno al pasar el mar Rojo, cuando dio comienzo su penosa marcha, y otro al fin, al cruzar el Jordán, momentos antes de pisar la Tierra de Promisión. Jesús, al principio, atravesó
2 Catech. 21,1: MG 33,1088.
su mar Rojo «a pie enjuto», con gozo y cantos, con las más patentes muestras de complacencia por parte del Padre. Pero, antes de tomar posesión del reino (Lc iz,5o), hubo de sumergirse «en el baño de su sangre». Israel salió de Egipto para poder un día ofrecer a Yahvé su sacrificio sobre la montaña. Esta montaña, en la vida de Jesús, llámase Calvario, y el sacrificio no es otro que el suyo propio, el sacrificio del Cordero pascual.
Juan lo designó ya con el dedo: «He aquí el Cordero de Dios» (Jn 1,29). Pero no señalaba sólo la persona de Cristo para que todos los allí presentes reconocieran en El al enviado de Dios, sino que de ese modo venía también a profetizar a Jesús su destino de inmolación, su oficio de Cordero. El Bautista había sido el preparador de los caminos del Mesías, y ahora introduce a éste en su obra redentora. Como «amigo», acompaña al esposo en esos primeros pasos que habrán de llevarle luego hasta la cruz, hasta el «tálamo de púrpura». En este lecho rojo se pondrá roja el agua, roja y eficaz, buena ya para lavar almas, para ser sacramento potente.
Toda la acción salvífica de Jesús puede definirse, al modo de Juan, como la administración de un gran bautismo: «El os bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego» (Mt 3,11). El otro Juan, el evangelista, el que mira el monte ya desde este lado, dará alguna vez testimonio del hecho: «Lavó nuestros pecados en su sangre» (Ap 1,5).
A orillas del Jordán, todo es aún como una víspera o ensayo. Jesús se mete en el agua y después sale, preludiando con ello su muerte y resurrección. Las palabras de alabanza del Padre son la anticipación de aquella gloria que le tiene reservada para después del sacrificio. El Espíritu Santo, que «a modo de paloma» bajó sobre el río, evocaba su antiguo vuelo sobre las aguas primordiales para fecundarlas (Gén 1,2). Pero este Espíritu no había de descender a fecundar los corazones hasta que el Hijo del hombre no fuera muerto y glorificado (Jn 7,39).
Jesús es descrito por Juan como Cordero. El cordero es signo de inocencia, y por eso Pedro llamará a Cristo «cordero inmaculado» (i Pe 1,19). Pero he aquí que este cordero «toma sobre sí los pecados del mundo» (Jn 1,29). Se nos atraviesa ahora ese otro cordero simbólico que, sin balar siquiera, es llevado al matadero (Is 53,7).
Ved, pues, la maravilla: un recental limpio, de enamorados ojos, que se hace animal expiatorio para llevar encima, lejos de la ciudad, todas las iniquidades de sus habitantes. Y es tan puro y va tan sobrecargado de impurezas, que su sacrificio deja blanco el mundo. La obra entera de salvación que Jesús ha cumplido queda condensada en la bivalencia del tollit: toma y quita. Porque las dos traducciones son lingüísticamente correctas: «He aquí el Cordero de Dios, que toma sobre sí los pecados del mundo», «He aquí el Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo». Y las dos traducciones son teológicamente complementarias: quita los pecados porque los ha cargado sobre sus lomos. Es Cristo el cordero pascual—cuya sangre en la puerta de nuestras casas impide la llegada del ángel exterminador—porque es el cordero de Isaías, gravado con todas las abominaciones.
Jesucristo lo reúne todo en su mano, que es mano sin mancilla, mano ensangrentada y mano todopoderosa. Porque es Dios, ejerce contra los pecadores su cólera—la cólera que daba muerte a los primogénitos de Egipto—y ejerce en favor de los pecadores su misericordia—aquella misericordia que perdonaba la vida a los primogénitos de Israel—. Y porque es también hombre, es a la vez cordero en quien se ceba la ira y primogénito en el cual la misericordia se muestra con triunfal aparato.
4. «Es preciso que El crezca y yo mengüe»
(Jn 3,30)
He aquí la cabeza del Bautista sobre un plato. Ya no se oye la voz del que gritaba en el desierto. Ya está muda para siempre.
Herodes no quería oír esa voz, que clamaba contra sus adulterios y desórdenes. Y metió en prisión a Juan. «Llegado un día oportuno, cuando Herodes en su cumpleaños ofrecía un banquete a sus magnates y a los tribunos y a los principales de Galilea, entró la hija de Herodías y, danzando, gustó a Herodes y a los comensales. El rey dijo a la muchacha: Pídeme lo que quieras y te lo daré. Y le juró: Cualquier cosa que me pidas te la daré, aunque sea la mitad de mi reino. Saliendo ella, dijo a su madre: ¿Qué quieres que pida? Ella le contestó: La cabeza de Juan el Bautista. Entrando luego con presteza, hizo su petición al rey, diciendo: Quiero que al instante me des en una bandeja la cabeza de Juan el Bautista. El rey, entristecido por su juramento y por los convidados, no quiso desairarla. Al instante envió el rey un verdugo, ordenándole: traer la cabeza de Juan. Aquél se fue y le degolló en la cárcel,. trayendo su cabeza en una bandeja, y se la entregó a la muchacha, y la muchacha se la dio a su madre» (Me 6,21-28)..
He aquí ahora su cabeza degollada. Contemplándola en el sosiego de la meditación, se acordó San Agustín de aquellas. palabras de Juan: «Es preciso que El crezca y yo mengüe» (Jn 3,30). Y díjose: verdaderamente sufrió mengua el Bautista al ser decapitado, mientras Cristo creció sin límites al ser levantado en la cruz 3.
El programa de Juan, de constante abatimiento, tuvo consumación perfecta en la última hora. Hoy también su sepulcro sigue sin nombre ni flor, inexistente. El lugar de su ejecución, la fortaleza de Maqueronte, no es más que un alcor despellejado, de muy difícil acceso, donde la tierra se ha comido toda reliquia y todo recuerdo. Humilde Juan. Sus seis meses de anticipación sobre el nacimiento de Jesús han obligado a situar su fiesta en las postrimerías de junio, y hasta esto resulta un símbolo conmovedor: mientras la Navidad señala el creciente alargamiento de los días, el solsticio de verano inicia su declinar.
Juan corrió la suerte de los precursores. Oscurecerse era su destino. San Juan Crisóstomo discurre agudamente: «Tengo para mí que por esto fue permitida cuanto antes la muerte de Juan, para que, quitado él de en medio, toda la adhesión de la multitud se dirigiese hacia Cristo en vez de repartirse entre los dos» 4. De los doce apóstoles de Jesús, cinco, según expresa mención del evangelio, habían pertenecido a la escuela de Juan. Es muy probable que los otros siete también; al menos todos ellos lo habían conocido y podían dar testimonio de su predicación (Act 1,22).
Este desprenderse de sus discípulos arguye una gran no-
3 In lo. Evang. 14,5: ML 35,1504.
4 In Io. hom. 29,1: MG 59,167.
bleza de alma y una humildad profunda. Suele decir Cesbron que la modestia consiste en escribir a lápiz, y la humildad en aceptar que los otros borren lo que hemos escrito con tinta. Si es verdad que Juan siempre usó para su mensaje el lápiz provisional, el tono introductorio, es cierto también que entre la muchedumbre habíase afirmado como profeta de nombre excelso, y llegó en algún momento a ser tenido como Mesías en la opinión de muchos.
Humildemente, permitió ser borrado. Había nacido para guión, para pasar de prisa enarbolando un estandarte ajeno y, acto seguido, desaparecer. Había nacido para servir de puente entre el Viejo Testamento y el reino de Jesús, lo mismo que Melquisedec había sido el anillo entre la alianza cósmica y la alianza de Abraham. Efímeros puntos de sutura, eslabones necesarios, pero de un pálido brillo que se eclipsa ante el fulgor de la esmeralda nueva. El Bautista había venido al mundo para preparar un sendero, para abrir marcha. Para ceder el paso.
Si el Precursor no se oscurece, conviértese en enemigo. He aquí el pecado de todos aquellos representantes de la ley mosaica que, cuando vino Jesús, no abrieron sus pechos a la gracia novísima. He aquí el delito de los pastores asalariados, que esquilman a sus ovejas y roban la leche del dueño. He aquí el crimen de todo corazón que pone diques al amor humano y lo hace remansarse en él, sin dejar que siga su marcha hasta el Creador. He aquí la traición del amigo del esposo que suplanta al esposo. He aquí la perfidia de la razón que sofoca sus propias voces y obtura el camino que lleva a la fe. He aquí el pecado de cuantos son infieles a la misión que les ha sido encomendada; y no hay más misión que la de Juan: «El vino como testigo para atestiguar sobre la Luz, a fin de que todos creyesen por él» (Jn 1,7).
Todo precursor, o sea, toda criatura, tiene que vaciarse de sí misma y orar con las palabras de Tagore: Que yo sea como una flauta de caña, simple y hueca, donde sólo suenes tú. Ser, nada más, la voz de otro que clama en el desierto.
La vida que nosotros conocemos del Bautista es como un paréntesis fugaz de luz entre dos oscuridades: la soledad del desierto y la soledad de la prisión. Incluso durante su vida pública aparece como un arisco solitario que lleva en su corazón, muy oculto, el drama de una gran soledad. Sus discípulos van marchándose, uno tras otro, y se dirigen hacia Jesús. Hablan con El, permanecen toda la noche a su lado, y luego se enrolan ya para siempre en su compañía. Juan lo sabe. Pero no es ésa su vocación. El también hubiera querido acompañar al Mesías, seguirle, colaborar...
Juan se queda solo, como Moisés en el monte Nebo: sin entrar en el reino. Por eso, «el más pequeño en el reino es mayor que él».
Juan no tiene derecho a ir en pos de Jesucristo. Su estrella, su eclipsada estrella, está en la cárcel. Allí su soledad se adensará, se hará acongojante. Es muy probable que, en aquellas fechas, también Dios lo abandonara, igual que abandonó a su Hijo.
De esos días de prisión poseemos nada más un episodio, harto problemático. «Habiendo oído Juan en la cárcel las obras de Cristo, envió por sus discípulos a decirle: ¿Eres tú el que viene o hemos de esperar a otro? Y respondiendo Jesús, les dijo: Id y referid a Juan lo que habéis visto y oído. Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y los pobres son evangelizados; y bienaventurado aquel que no se escandalizare de mí» (Mt 11,2-6).
¿Cuál es el verdadero sentido de esta embajada? Resulta demasiado fácil suponer que se trataba de una última gestión apostólica: quería, al enviar a estos discípulos a hablar con Jesús, ponerlos en contacto con El para que empezaran ya a emplearse en su servicio. ¿O lo hizo acaso pensando en el propio Mesías, con el fin de brindarle así la oportunidad de una solemne declaración? ¿Llegó incluso a pretender con ello empujarle en su obra mesiánica, impulsarle a una acción más clara, más enérgica, más inequívoca?
Ciertamente Juan no esperaba de El una intervención terrenal y vistosa al estilo de aquellas que el común de los judíos con tanta ansiedad anhelaba. La respuesta de Jesús fue como una repulsa de estas esperanzas prostituidas. Contenía una afirmación y a la vez una enmienda: al servirse del oráculo en que Isaías profetiza la acción salvadora del Deseado (Is 29, 18), invitaba a cuantos le oían a reformar sus deseos según la letra original y santa, purificándolos de toda mundana codicia. El corazón del Bautista estaba limpio de tales adulteraciones. Pero tse halló también libre de toda incertidumbre, de toda íntima perplejidad o impaciencia?
Nunca había soñado él con un Mesías guerrero, con un restaurador de la casa de Israel. Era más bien un Juez lo que había esperado y anunciado, alguien que viniera «con un bieldo en la mano para limpiar su era y recoger el trigo en el granero y quemar la paja en el fuego inextinguible» (Lc 3,17). ¿Respondía Jesús realmente a esta predicción?
Había algo que Juan era incapaz de penetrar: el secreto de Jesús acerca de los procedimientos que iba a seguir en la realización de su obra. Y Juan quería saber algo. Aspiraba a ello. A la sazón estaba encarcelado por servir a esta causa. Una angustia así se hace intolerable en la prisión. Juan quería saber. ¿Qué era, en fin de cuentas, lo que para esas fechas sabía? ¿Qué albergaba en lo profundo de su alma? Una fe inconmovida, por supuesto. Pero ¿qué más? Decepción no sería la palabra justa, podría ser incluso injusta. Quizá desconcierto. ¿Por qué no? Psicológicamente sería muy explicable y en nada atenta contra el mérito y firmeza del Precursor. ¿No desfalleció Elías en el desierto, y se tendió junto a un arbusto pidiendo a gritos la muerte?
¿Llegó Juan a dudar? Moisés dudó. No se puede comparar, es cierto, la fe intacta de Juan con aquellas vacilaciones de Moisés. Pero tampoco hay que concebir la duda forzosamente como un consentimiento: la duda es algo que se ofrece, es un estado de tentación. En sí misma no vulnera la fe. Dice Newman magníficamente que creer significa ser capaz de soportar dudas. La duda se puede sentir sin consentir por eso en ella. ¿Llegó Juan a dudar?
Ningún argumento positivo abona semejante suposición. Pero tampoco nos parece convincente, para rechazarla de plano, la razón que muchos invocan: el elogio que inmediatamente hace Cristo del Bautista: «No es una caña agitada por el viento, es más que un profeta, es el mayor entre los nacidos de mujer». Bien. Perfectamente puede Juan ser todo eso y, al mismo tiempo, un corazón tentado. Jesús ha dicho, además, a los embajadores del Bautista: «Bienaventurado el que no se escandalizare de mí». Palabras de universal validez que tendrán aplicación a lo largo de toda la historia. Pero a la vez palabras que fueron pronunciadas expresamente, en un momento determinado, para ser transmitidas a un hombre que sufría en prisiones. La frase, creemos, no puede tener este sentido: «Id y decidle que será bienaventurado si no se escandaliza de mí»; adquiriría, así redactada, un cierto aire de amenaza o desconfianza. Pero puede entenderse en el sentido más elogioso: «Id y decidle que es bienaventurado porque no se ha escandalizado de mí». Esto supondría la victoria sobre una efectiva tentación de escándalo. De todas formas, Jesús piensa entonces con cariño enorme, con infinito agradecimiento, en aquel Precursor suyo agobiado de cadenas. Conoce sus angustias, y también la magnitud de su fe y la pureza de su adhesión. Le pide el último sacrificio. Se lo pide confiadamente.
Los discípulos llevan la respuesta hasta Maqueronte. Por encima de lo que éstos pudieron de ella entender, por encima de la ejemplaridad indudable que poseyó para todos cuantos la escucharon, y al margen de la exacta definición que contiene de los riesgos mesiánicos, es seguro que en los oídos de Juan adquirió un acento único, personalísimo, que solamente él podía percibir. Fue como una respuesta cifrada. Fue la paz.
Fue también, seguramente, la alegría.
Resulta misterioso este Juan. Su vida se nos revela áspera y señera. Su alma padeció los mayores expolios. Hay, sin embargo, dos imprevistas notas de júbilo que enmarcan, al comienzo y al fin, esta biografía singular. Al principio, dentro aún del seno de su madre, «saltó de gozo» (Lc 1,44) en el momento en que se aproximó a él la mujer que era portadora del Mesías. Y cuando sus días van a terminar, confiesa a sus íntimos: «El que tiene esposa es el esposo; el amigo del esposo, que le acompaña y le oye, se alegra grandemente de oír la voz del esposo; pues así mi gozo es cumplido» (Jn 3,29). ¿Hasta qué porciones de la sensibilidad penetró esta alegría tan puramente mesiánica, tan soberanamente desinteresada? ¿Cuál fue la repercusión de este gozo en el alma de Juan, bebida de soledad?
Queremos imaginarnos un corazón ya perfectamente dichoso el día en que el Precursor desnudó su garganta para la degollación. Sin duda que había comprendido ya que «lo mismo se alegra el sembrador que el segador» (Jn 4,36).
Del libro Un hombre enviado por Dios