"A MIS SACERDOTES" DE CONCEPCION CABRERA DE ARMIDA. CAP. CXV: EL ESPIRITU SANTO Y LOS SACERDOTES.
CXV
EL ESPIRITU SANTO Y LOS SACERDOTES
En el fin de los siglos, cuando acabe la Iglesia en la
tierra la sublime y divina misión que le he confiado, pasará triunfante al
cielo a glorificarme con sus miembros glorificados eternamente.
Donde el Espíritu Santo sopla ahí está la fecundidad eterna,
porque en Dios todo es eterno.
¡Y que delicadeza de mi Padre, después de la Redención y de
mi Ascensión a los cielos!; cierto es que suplique al Padre que enviara su
Espíritu a mi Iglesia para regirla y para consolarla; pero El no solo envió al
Espíritu Santo como fruto de tu mi
petición, sino que lo mando en mi nombre, como un obsequio mío a la Iglesia y a
la humanidad, un obsequio conquistado con mi Sangre y con mi vida.
Y lo que pasa siempre en el seno amoroso de la Trinidad, la
lucha del Amor con el Amor, de la Caridad con la Caridad. Yo enviaba al mundo
al Espíritu Santo a nombre de mi Padre amado, y ese Padre Santísimo lo enviaba
en mi nombre, como riquísimo precio de la Redención del Verbo hecho carne. Así
pasa en todo lo relacionado al Amor entre el Padre y el Hijo, entre el Hijo y
el Padre, se unifican esas luchas de amor, esos quereres en el querer unitivo
de la Divinidad, en el Espíritu Santo.
Y de aquí otro punto: el de que los favores de Dios son eternos,
participan del Ser de Dios que no tuvo principio ni tendrá fin.
Vino el Espíritu Santo, no por un día, no por un tiempo
fijo, no por solo siglos y más siglos, sino para quedarse en la Iglesia
eternamente. Pero ¿cómo, si el mundo tendrá fin? Es que la Iglesia no concluirá
en la tierra. Terminará su misión salvadora con la última alma que salga de
este mundo; pero continuará en el cielo eternamente, glorificándome en sus
hijos salvados.
¡Oh, si el hombre comprendiera y pensara en eso, no en algo,
sino en todo lo terreno que lleva en si mismo, en su cuerpo y en su alma!
El Padre dejó al Espíritu Santo toda la libertad de vaciar
sus tesoros en el alma creada de su Verbo hecho carne, y se gozó además en su
Hijo muy amado, UNO con El, por la misma Divinidad.
¡Con que complacencia me contemplaba en unión del Espíritu Santo, en mi estancia sobre la tierra!
La parte intima de mi Humanidad vivía enajenada en la contemplación de la visión beatifica que ensanchaba mi Espíritu en el Amor y lo fundía en el ardentísimo centro unitivo y atrayente de la Trinidad. Mi Humanidad, no solo tenía un ángel a mi lado, sino que legiones me rodeaban, adorando a la Divinidad, unida a mi naturaleza humana. Esos ángeles adoraban en el Dios-hombre los inescrutables designios de la Trinidad y admiraban y respetaban mis planes redentores.
La parte inferior de mi
humanidad, aunque también estaba divinizada, sin embargo, por su ofrecimiento
de inmolación voluntaria, estaba sujeta a las tristes necesidades del hombre.
Me ofrecí puro y sacrificado al
Padre por el Espíritu Santo. Ame como
hombre también a ese Santo Espíritu, y con El mismo, a Él y a mi Padre amado.
Con que amor podía amar el Verbo
hecho carne, sino con el Amor mismo, con el Centro unitivo y eterno entre el
Padre y el Hijo? Con cual amor podía
amar a la humanidad caída que venía a redimir, sino con el divino Amor que
estaba en Mí como Dios y como hombre, con el Espíritu Santo? Ese divino Amor me impulso a ofrecerme al
Padre como Victima y a ofrecerme al hombre en voluntaria inmolación. Ese infinito amor en el cual estaba amasado,
compenetrado, fundido, que era como mi Ser y mi vida, me impulso del cielo a la
tierra, de la Cruz a los altares, de los altares al cielo, para poner el broche
de oro a mi Iglesia enviándole al Espíritu Santo.
Si soy caridad, si soy Amor, que otra cosa podía dar al hombre sino a mi
mismo Amor, al Espíritu Santo, a Mí mismo, su Redentor dolorido y amoroso, en
su favor?
Solo este amor infinito y eterno
podía abrir el cielo, eterno e infinito.
Oh, si todos mis sacerdotes
fueran amor! Oh, si cifraran toda su
dicha en la tierra en una sola inmolación de amor unidos a Mí, transformados en
Mi!
Pero quien hace estas maravillas de amor, sino
únicamente el que es Amor? El mundo necesita imperiosamente al Espíritu
Santo para espiritualizarse; pero más
mis sacerdotes que deben abrir sus almas a un nuevo Pentecostés, limpias y
puras, transformadas en Mi para honrar al Padre y salvar al mundo.
El Espíritu Santo busca,
divinamente ansioso, recipientes en donde derramar sus tesoros infinitos;
quiere almas sacerdotales que se dilaten y lo llamen, lo invoquen, lo reciban,
lo comuniquen, lo den; porque Él es el Don de Dios, el Don de dones, el único
capaz de renovar almas y mundos, y limpiar, purificar y hacer que renazca en el
Espíritu Santo.
Una nueva etapa, la que toca muy
especialmente al Espíritu Santo, está llegando al mundo para renovarlo; pero
quiere hacerse sentir especialmente en sus sacerdotes transformados en Mí, y
elevarlos, angelizarlos y santificarlos para que con El, por El y en El,
impulsen en la Iglesia su reinado que conmoverá almas y corazones.
Cuanto desea mi Padre el ver
honrado, enaltecido, sublimado, en los corazones sacerdotales muy
principalmente, a esa Persona divina de la Trinidad que es Amor y que rige por
el Amor! Porque no solo vino el Espíritu
Santo en aquella época, sino para siempre, eternamente, a poseer a su Iglesia y
a gobernar con suavidad infinita por medio de la gracia su campo favorito—las
inteligencias y las almas.
En muchos corazones se tiene
relegado al Espíritu Santo, a pesar de ser la Persona divina sin la cual la
criatura no sería capaz de moverse en el orden sobrenatural de la gracia. Y ay! aun para muchos de mis sacerdotes es como
secundario su recuerdo, siendo que Él es la acción divina del sacerdote, y debe
ser lo más íntimo que en el exista, su latido y su vida. Debe circular por el alma del sacerdote como
la sangre por sus venas; debe impregnar sus pensamientos, palabras y obras/
debe ser su mismo espíritu como lo fue mío.
No son acaso mis sacerdotes otros
Yo? Entonces, como no dejarse
incondicionalmente poseer de ese Santo Espíritu a quien todo deben y con quien
tiene filiación infinita su vocación sublime?
Quien los ungió para el
sacerdocio? Quien da virtud a sus
palabras en la Consagración? Quien los
llevo al altar y los hizo dignos por la ordenación de transformarse en Mí, de hacerme
bajar a sus manos, de operar la transustanciación? Quien opera en ellos ese reflejo de la
Encarnación y del Verbo que se renueva en cada misa con mi Pasión y
muerte? A quien le deben la
vocación? Quien los escogió para
perfumar con el aroma de su pureza los altares?
Quien los ofrenda constantemente a mi Padre desde la tierra, en mi
unión, y envuelve esté presente en amor para complacer al Padre, y
transformarlos en Mi?
Oh si mis sacerdotes meditaran en
los infinitos beneficios, unos que ven y que tocan y muchos más ocultos a sus
ojos, pero que tienen como principio activo al Espíritu Santo!
Se puede decir con certeza, que
en la vida espiritual—en la del sacerdote muy especialmente—no hay un solo acto
en el que no lo asista, lo acompañe y lo penetre el Espíritu Santo.
Por esto mismo es más culpable el
sacerdote que se olvida de sus santos deberes; porque más que nadie contrista y
lastima a esa Blancura, a esa Luz increada, a ese Consolador que constantemente
le hace compare el cielo.
No me cansare de insistir en el
reinado pleno, absoluto y sin obstáculos del Espíritu Santo en el alma de sus
sacerdotes. Transformarlos en Mi es su delicia para presentarlo al Padre, unos
Conmigo, en la unidad de la Trinidad.
Que se den mis sacerdotes de lleno,
sin estorbos, sin mengua, sin egoísmos, sin cortapisas, a esa Persona divina;
que si esto hacen, muy pronto quedaran transformados, porque solo el Espíritu
Santo hace un Jesús de cada alma y la simplifica en la unidad”.