Hábito y clerman
Aversión al hábito y al clerman
Por el contrario, aborrecen lógicamente la identificación visible de sacerdotes y religiosos todos aquellos que rechazan la enseñanza de la Iglesia Católica sobre la teología y la disciplina de lo sagrado; quienes estiman que el sagrado cristiano no debe tener –debe no tener– visibilidad sensible; quienes no aceptan que entre el «sacerdocio ministerial» y el «sacerdocio común de los fieles» haya una diferencia esencial, y no solo de grado (Lumen gentium 10); quienes niegan que, sobre la consagración bautismal de todo cristiano, haya en sacerdotes y religiosos una nueva consagración.
Todos ellos –que normalmente son los mismos– aborrecen visceralmente el hábito o el clerman. Se oponen a ello por principio, por principio doctrinal, teológico; falso, por supuesto. Incluso no raras veces marginan y descalifican a quienes se atienen en el vestir a las normas de la Iglesia, ya ún llegan en ocasiones a palabras y actitudes agresivas.
Ellos, en cambio –merece la pena señalarlo–, no suelen recibir ataque alguno, ni dentro ni fuera de la Iglesia, a causa de la secularización completa o casi total de su apariencia.
Atención verdadera a los signos de los tiempos.
Entre la aversión al hábito y al clerman y la tendencia secularizadora o incluso secularista hay una relación que no podemos ignorar. Que religiosos y sacerdotes vistan como seglares, sin distinguirse en nada de ellos, no es en modo alguno una exigencia de los hombres de nuestro tiempo; y mucho menos en países de misión, a veces pobres y de antiguas culturas muy sensibles al signo, también al signo del vestido.
¿Procede de un sincero afán inculturador del cristianismoque, por ejemplo, las religiosas prescindan de su hábito, allí donde la inmensa mayoría de la población viste túnicas? No. Los sacerdotes y religiosos que prefieren vestir como laicos, tanto en las naciones ricas como en las pobres, tanto en países de antigua tradición cristiana como en países de misión, lo hacen simplemente, al menos en muchos casos, por una exigencia ideológica, disconforme con la realidad, ajena a los signos de los tiempos.
Así lo explicaba Mons. Albert Malcolm Ranjith, secretario de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, en una entrevista (Radice cristiane nº 38, octubre 2008):
«En el Concilio Vaticano II nos hemos preguntado con frecuencia cómo estar atentos para leer los signos de los tiempos. Por lo demás, una bellísima expresión. Pero entramos en contradicción con nosotros mismos cuando cerramos nuestros ojos y nuestros oídos a lo que ocurre en torno a nosotros.
Existe hoy una gran demanda de espiritualidad, de coherencia, de sinceridad, de una fe no sólo proclamada sino también vivida. Esto lo vemos sobre todo en las jóvenes generaciones. Me gusta encontrar a veces jóvenes sacerdotes y seminaristas que quieren ir en una dirección de búsqueda del Eterno. Nosotros, que somos de la generación del Concilio Vaticano II, que ha proclamado siempre el deber de estar siempre atentos a los signos de los tiempos, no debemos justo ahora volvernos ciegos y sordos. Los signos de los tiempos cambian con la historia.
Si estamos no sólo atentos a los signos de los tiempos del sesenta y ocho, sino también a los de hoy, entonces ten dremos que abrirnos a este fenómeno, reflexionarlo, examinarlo.
«Es extraño que en algunos países de Europa las religiosas vistan como mujeres comunes y abandonen el velo. El velo es un símbolo de algo eterno, algo de “un ya y todavía no”. De aquel sentido escatológico predicado por el Señor mismo: aunque ahora estemos en la tierra, pertenecemos
una realidad distinta.
«Por eso ¿qué sentido tiene abandonar todo esto para integrarnos en una cultura moribunda? He visto tantos jóvenes sacerdotes y religiosas que son fieles a sus signos de consagración. No es que el hábito sea todo, pero también él tiene un sentido. Me acuerdo de un día que viajaba en tren desde París a Lyon, vestido de sacerdote, con el cuello, etc. En un determinado momento un señor se me acerca y me pregunta si soy un sacerdote católico. Respondí que sí y él me pidió que lo confesara [...]. Decía estar contento de haberme encontrado, porque veía que soy un sacerdote. Pero ¿habría tenido él esta ocasión si yo hubiese estado vestido de chaqueta y corbata?
«Repito, es extraño y triste que en un mundo con tantos jóvenes desilusionados de las trivialidades, hartos de superficialidad, del materialismo consumista, muchos sacerdotes y religiosas vayan vestidos de civil, abandonando su signo de pertenencia a una realidad diversa. Leer los signos de los tiempos significa discernir que ahora los jóvenes buscan al Eterno, buscan un objetivo por el cual sacrificarse, que están listos y generosos. Y donde hay estas disposiciones debemos estar presentes».
La obediencia a las normas disciplinares de la Iglesia.
Pero recordemos ya otra verdad muy importante, hoy excesivamente silenciada.
La disciplina canónica de la Iglesia se ha formado a lo largo de los siglos fundamentándose sobre todo en los cánones de los Concilios. Estos cánones, que la Iglesia reúne en el Derecho Canónico, establecen con autoridad apostólica normas disciplinares eclesiales, que han de ser obedecidas y cumplidas. No son meras orientaciones sujetas a libre opinión, discutibles y devaluables en público por cualquiera. En el primer Concilio de Jerusalén, dicen los Apóstoles: «nos ha parecido al Espíritu Santo y a nosotros» (Hch 15,28). Y veinte siglos después estamos en las mismas: las normas disciplinares de la Iglesia expresan ciertamente la benéfica autoridad del Señor y de la autoridad apostólica sobre el pueblo cristiano. En consecuencia, deben ser obedecidas en conciencia.
Algunos dirán que tratándose de leyes positivas de la Iglesia pueden ser objeto de críticas y de discusiones públicas. Pero esto, al menos en las cuestiones más graves, no es verdad. Hay en la Iglesia leyes positivas de gran importancia, como las que se refieren al celibato eclesiástico, la comunión ordinaria bajo solo una especie, la comunión frecuente, la confesión al menos anual de los pecados graves, etc., y también las referentesal vestir de sacerdotes y religiosos, que más que discusión, piden obediencia.
Todas esas leyes, y otras semejantes, son, efectivamente, leyes positivas, y por tanto de suyo podrían ser cambiadas. Pero no sin grave escándalo y daño para los fieles –laicos, sacerdotes, religiosos– pueden ser discutidas en público, criticadas y desprestigiadas, sobre todo cuando se trata de cuestiones en las que la Iglesia se ha pronunciado con gran fuerza y reiteración.
En el tema del vestir que nos ocupa, la Iglesia establece sus normas con tanta firmeza que dispone que «las praxis contrarias no se pueden considerar legítimas costumbres y deben ser removidas por la autoridad competente» (Direct. 66).
Tengámoslo claro: una de las maneras principales de «hacerse como niño» para poder entrar en el Reino es aceptar y obedecer las enseñanzas y mandatos de la Iglesia, Esposa de Cristo, nuestra Madre y Maestra – la Mater et Magistra, del Beato Juan XXIII–. Aquel que prefiere su propio juicio y discernimiento al de la Iglesia, al menos en algunas cuestiones, no sabe hacerse como niño, no sabe asumir una actitud discipular.
Y las consecuencias son previsibles.
Otras consideraciones.
En favor del vestir propio de religiosos y sacerdotes hay muchas otros argumentos –apostólicos: el hábito y el clerman son con mucha mayor frecuencia una ayuda que una dificultad para establecer una relación religiosa con los hombres. –psicológicos: ayudan al sacerdote y al religioso a personal y ministerial. –ascéticos: implican un cierto sacrificio, evitan tentaciones, eliminan vanidades seculares, dificultan asistir a lugares o espectáculos inconvenientes. El hábito y el clerman son continuos, profundos y positivos condicionantes identificadores tanto para el propio sacerdote y religioso, como para las demás personas.
–estéticos: libran a religiosos, religiosas y sacerdotes de cuestiones de vestimenta que, por razones obvias, resultan no pocas veces lamentables.
–testimoniales: el hábito y el clerman están «confesando a Cristo» ante el mundo secular, y vienen a ser entre los hombres como una iglesia, digna y bien visible, que se alza entre las casas de un pueblo o una ciudad.
En uno de los comentarios a uno de mis artículos, un sacerdote, capellán de un hospital, añadía: «¿Se imagina en un hospital la confusión que se produciría si el personal sanitario no fuera vestido de modo que se les pueda indentificar y reconocer fácilmente? La bata y el uniforme ayuda a saber quién soy, lo que soy y para quién soy.
«Yo soy capellán de hospital y voy siempre vestido con clergyman, bata, identificación y cruz. Otro compañero capellán va de paisano, solo con bata, sin identificación. A mí me paran en los pasillos para pedir atención sacerdotal, porque me reconocen como capellán; a él no. A mí me conoce el personal, a él no tanto. A mí me toca algún desprecio y algún rechazo; a él ninguno.
«Éste es un aspecto esencial de la cuestión: el bien que los otros merecen y al que tienen derecho a recibir de mí. Soy sacerdote para ellos. Porque no lo soy sólo en las horas de hospital, sino siempre, y siempre voy vestido visiblemente como sacerdote. Tras el ocultamiento y disimulo hay mucho concepto funcionarial del sacerdocio, mucha injusticia contra el derecho de los hombres a conocer a Cristo.
«Si los sacerdotes ocultamos que lo somos, ¿cómo pediremos a los laicos que fermenten de Evangelio el mundo secular, que vivan su índole secular, su vocación propia?
Mucha falta de fortaleza es lo que hay, mucha cobardía».
Pero además de éstas y de tantas otras razones prácticas y teológicas, ya suficientemente expuestas, el vestir propio de religiosos y sacerdotes se fundamenta sobre todo en la gran conveniencia de significar la consagración de las personas y en la obligación de obedecer a la Iglesia.
«Quien pueda oir, que oiga».
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