FRASES PARA SACERDOTES

"TODO LO QUE EL SACERDOTE VISTE, TIENE UNA BATALLA ESPIRITUAL". De: Marino Restrepo.

Una misa de campaña en medio de las bombas


Al césar lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Así como este Santo sacerdote quiero decir que primero sirvamos a Dios y después, a los hombres.

SAN AGUSTÍN DE HIPONA: BUSCADOR DE LA VERDAD Y DOCTOR DE LA IGLESIA


San Agustín nació en Tagaste (actual Argelia) el 13 de noviembre del año 354. Hijo de Patricio, un hombre pagano, y de Santa Mónica, mujer cristiana de profunda fe y oración incansable, Agustín creció en un ambiente donde convivían la fe cristiana y la mentalidad pagana.

En su juventud, vivió una etapa de rebeldía y búsqueda desenfrenada de placeres mundanos, influenciado por corrientes filosóficas como el maniqueísmo. Sin embargo, siempre mantuvo una inquietud interior por la verdad. Estudió retórica y se destacó como un brillante orador y maestro, pero su corazón seguía insatisfecho.

La oración perseverante de su madre, Santa Mónica, y el testimonio de fe de grandes personajes de su época, lo fueron acercando a Cristo. Finalmente, en Milán, bajo la influencia de San Ambrosio, obispo de la ciudad, Agustín tuvo un encuentro profundo con la Palabra de Dios. En el año 387, recibió el bautismo de manos de San Ambrosio, marcando el inicio de una vida transformada.

Después de la muerte de su madre, Agustín regresó a África, donde fundó una comunidad religiosa dedicada a la vida común, la oración y el estudio de las Escrituras. Más adelante fue ordenado sacerdote y posteriormente obispo de Hipona (actual Annaba, Argelia), cargo en el que sirvió hasta su muerte en el año 430, en medio del asedio de los vándalos.

Pensamiento y legado espiritual

San Agustín es considerado uno de los más grandes Padres y Doctores de la Iglesia. Su pensamiento, profundamente marcado por la búsqueda de la verdad, ha dejado huella en la teología, la filosofía y la espiritualidad cristiana.

La inquietud del corazón: En sus Confesiones, uno de los libros más célebres de la literatura cristiana, Agustín expresa su experiencia interior y su encuentro con Dios. Su frase más conocida resume su camino: “Nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”.

La gracia y la libertad: Fue un defensor incansable de la primacía de la gracia de Dios en la vida del hombre. Enseñó que la conversión y la santidad no son solo obra del esfuerzo humano, sino principalmente don de Dios, acogido con libertad.

La vida comunitaria y pastoral: Como obispo, San Agustín se entregó al servicio de su pueblo, predicando con ardor, escribiendo cartas y defendiendo la fe contra herejías de su tiempo. Fue un verdadero pastor, cercano a los fieles y preocupado por la justicia social.

El amor como centro de la vida cristiana: Para Agustín, el camino hacia Dios es el amor. Su célebre enseñanza “Ama y haz lo que quieras” no significa libertinaje, sino la certeza de que cuando se ama verdaderamente a Dios y al prójimo, todas las acciones estarán orientadas al bien.

El mensaje de San Agustín sigue siendo actual porque refleja la experiencia de todo ser humano que busca sentido en medio de las distracciones del mundo. Muchos jóvenes y adultos de hoy pueden verse reflejados en su inquietud, sus dudas y sus errores, pero también en su capacidad de dejarse transformar por el amor de Dios.

Su vida nos enseña que nunca es tarde para comenzar de nuevo, que la misericordia de Dios siempre está abierta, y que la verdadera sabiduría se encuentra en Cristo, camino, verdad y vida.


Oración a San Agustín

Oh glorioso San Agustín,
maestro de la verdad y pastor de almas,
tú que buscaste con pasión la sabiduría
y la encontraste en el amor de Dios,
intercede por nosotros en nuestras luchas y dudas.

Enséñanos a no cansarnos de buscar la verdad,
a confiar en la gracia divina más que en nuestras fuerzas,
y a vivir con un corazón ardiente de amor a Cristo y a la Iglesia.

Ruega por los sacerdotes y pastores,
para que sigan tu ejemplo de entrega y fidelidad.
Acompaña a quienes buscan sentido en sus vidas,
para que descubran que solo en Dios está la verdadera paz.

San Agustín, Doctor de la Iglesia,
ora por nosotros.
Amén.

SANTA MARÍA REINA -


La Iglesia celebra cada 22 de agosto la memoria de Santa María Reina, apenas una semana después de la solemnidad de la Asunción de la Virgen María al cielo. Esta cercanía litúrgica no es casual: quien ha sido llevada gloriosa al cielo en cuerpo y alma es también reconocida por Dios como Reina del cielo y de la tierra.

¿Por qué María es coronada Reina?

El reinado de María no surge de un poder terrenal ni de una conquista humana, sino de su íntima unión con Cristo. Ella es Reina porque:

Es Madre del Rey: Jesús es “Rey de reyes y Señor de señores” (Ap 19,16). Como madre de Cristo, María participa de su gloria y de su señorío.

Es humilde sierva: en la Anunciación, María se declara la esclava del Señor (Lc 1,38). La verdadera grandeza de su reinado proviene de su pequeñez y de su obediencia fiel.

Participa de la victoria de Cristo: en el Calvario, María se unió al sacrificio redentor de su Hijo. Por eso, glorificada junto a Él, es asociada a su victoria sobre el pecado y la muerte.

Es modelo y Madre de la Iglesia: como Reina, no se aparta de los hijos de Dios, sino que intercede por ellos y los conduce hacia Cristo.

San Pablo VI explicaba que María es “Reina no por dominar, sino por servir; no por imponerse, sino por amar”. Su corona es la del amor perfecto, la entrega total y la fidelidad absoluta a Dios.

El reinado de María en nuestros días

Hoy, en medio de un mundo que parece perder sus referencias espirituales, el reinado de María nos recuerda varias verdades esenciales:

María reina intercediendo: No es una reina distante, sino madre cercana. Como en Caná, sigue atenta a las necesidades de sus hijos (Jn 2,1-12).

María reina sirviendo: Nos enseña que el verdadero poder está en la humildad y el servicio. Su realeza es la del corazón que ama sin límites.

María reina conduciendo a Cristo: Toda devoción a María tiene como fin llevarnos a Jesús. Ella es la Estrella que guía nuestra navegación en la fe.

María reina en la Iglesia: Su maternidad espiritual sostiene a los cristianos, especialmente en la misión, en la prueba y en la persecución.


La memoria de Santa María Reina es una invitación a confiar en la ternura de una Madre que participa plenamente de la gloria de su Hijo. No se trata de un reinado triunfalista, sino del reinado del amor, de la entrega y de la misericordia.

Hoy, más que nunca, necesitamos dejarnos guiar por la Reina del cielo, para aprender de ella a vivir con fidelidad en medio de las pruebas, a perseverar en el amor y a reconocer que la verdadera grandeza no está en dominar, sino en servir.

María, Reina y Madre, ruega por nosotros, para que tu reinado de amor se haga visible en nuestras familias, en la Iglesia y en el mundo.


Oración a Santa María Reina

Oh Santa María, Reina del Cielo y Madre nuestra,
tú que fuiste coronada por tu Hijo Jesús como Reina de todo lo creado,
recibe hoy nuestra oración llena de confianza y amor.

Reina humilde y fiel,
enséñanos a vivir con corazón sencillo,
a imitar tu obediencia a la voluntad del Padre,
y a seguir a Cristo en todo momento.

Reina de la paz,
intercede por nuestras familias,
por la Iglesia y por el mundo entero,
para que reinen la justicia, la fraternidad y el amor verdadero.

Reina del amor,
acoge nuestras alegrías y nuestras penas,
y preséntalas ante tu Hijo,
para que Él transforme nuestra vida en ofrenda agradable.

Santa María Reina,
guíanos en el camino de la fe,
sé nuestra protectora en la lucha diaria
y alcánzanos la gracia de perseverar hasta el cielo,
donde reinaremos junto a ti en la gloria eterna.

Amén.

sacerdote eterno

LA VIDA SENCILLA Y PENITENTE DEL CURA DE ARS: Ejemplo de santidad sacerdotal



San Juan María Vianney (el Santo Cura de Ars) fue un sacerdote de pueblo en la Francia del siglo XIX que, sin brillo humano ni éxitos “pastorales” a primera vista, llegó a ser un modelo universal de santidad sacerdotal. Su vida —pobre, humilde, penitente y totalmente entregada a Dios y a su gente— ilumina hoy el corazón de todo pastor y anima a los fieles a sostener y amar a sus sacerdotes.

1) Un ministerio escondido que transformó un pueblo

Ars era una aldea pequeña y espiritualmente adormecida. Vianney llegó con pocas habilidades académicas, pero con una sola convicción: “Dios primero”. No diseñó grandes planes; comenzó por orar, hacer penitencia y poner a Cristo en el centro. Poco a poco, la vida sacramental revivió, las familias retornaron a la misa, la confesión se volvió habitual y hasta peregrinos de lejos acudían buscando consejo y perdón.

Su “método” fue sencillo:

Oración constante: largas horas ante el Sagrario.

Penitencia por amor: ofrecía sacrificios por la conversión de sus feligreses.

Cercanía pastoral: visitaba enfermos, consolaba, enseñaba con palabras claras.

Confesionario abierto: allí ejerció su paternidad espiritual con paciencia inagotable.

2) Sencillez evangélica: pobreza, mansedumbre y verdad

El Cura de Ars encarnó la palabra de Jesús: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11,29).

Sencillez de vida: vivienda austera, hábitos sobrios, desprendimiento real de bienes. Su pobreza no fue ideológica, sino libertad del corazón para amar mejor.

Lenguaje claro: predicaba “lo esencial”: Dios ama, el pecado hiere, la gracia sana, la Eucaristía nutre, la Confesión libera, la caridad da sentido.

Coherencia: lo que decía lo vivía; por eso su palabra tenía fuerza.

Esta sencillez no disminuye el ministerio; lo purifica. La Iglesia necesita pastores que vivan con lo necesario, con espíritu de servicio, sin doblez.

3) Penitencia ofrecida: caridad que repara

Para el Cura de Ars, la penitencia no fue un ejercicio voluntarista, sino caridad en forma de reparación: “si mi pueblo se enfría, yo arderé por él”. Ayunos moderados, vigilias, renuncias discretas… todo ofrecido por pecadores concretos, por familias reales, por enfermos. Su ascesis tenía rostro.

Clave ignaciana y paulina a la vez: “Completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1,24). No porque a la cruz de Cristo le falte algo, sino porque Dios quiere asociarnos a su obra salvadora.

4) La Eucaristía en el centro: fuente y culmen

Su jornada nacía y terminaba en el Sagrario. La Misa era su tesoro: celebrada con devoción, silencio, belleza sobria. De allí brotaba su caridad pastoral y su paciencia de padre. La adoración eucarística fue su “escuela”: delante de Jesús aprendía nombres, sufrimientos y caminos para acompañar.

La Eucaristía modeló su corazón de pastor:

Contemplación que se hace compasión.

Presencia que se hace cercanía.

Acción de gracias que se hace alegría misionera.

5) El confesionario: misericordia que cura

Se hizo famoso no por el número de penitentes, sino por cómo los recibía: con ternura, claridad, firmeza y esperanza. Llamaba pecado al pecado, pero miraba a la persona con la mirada de Cristo. Acompañaba procesos, enseñaba a examinar la conciencia, daba penitencias posibles y alentaba a volver.

Allí se ve su santidad sacerdotal:

Paternidad espiritual: conocer a las almas y llevarlas a Dios.

Discernimiento: separar culpa de heridas, sugerir pasos concretos.

Constancia: esperar tiempos de Dios sin ansiedad ni dureza.

6) Combate espiritual: vigilancia y confianza

Vianney no ocultó la lucha interior del sacerdote: tentaciones de huir, de desánimo, de creer que “nada cambia”. Vivió ataques espirituales y los enfrentó con armas sencillas: oración, ayuno, obediencia, amor a María, trabajo cotidiano. Su fortaleza brotaba de la palabra del Señor: “Te basta mi gracia” (2 Co 12,9).

7) Lecciones para hoy: un camino para sacerdotes y laicos

Para los sacerdotes
  • Prioridad de Dios: horario protegido para oración mental y adoración.
  • Sencillez de vida: libertad respecto a bienes, agenda, prestigio.
  • Confesionario habitable: disponibilidad real, misericordia clara, pedagogía espiritual.
  • Predicación kerigmática: lo esencial con lenguaje comprensible.
  • Caridad pastoral: visitar, escuchar, acompañar; “perder tiempo” con la gente.
  • Penitencia con sentido: ofrendas discretas por personas concretas.
  • Acompañamiento fraterno: no caminar solo; comunidad presbiteral.
Para los laicos
  • Sostener a los sacerdotes con oración y estima; evitar la crítica hiriente.
  • Amar la Eucaristía y la Confesión: el mejor “reconocimiento” que un pastor puede recibir.
  • Colaboración corresponsable en catequesis, caridad, misión.
  • Sencillez y penitencia en casa: pequeñas renuncias ofrecidas por la parroquia y las vocaciones.
  • María, Madre de los sacerdotes: rezar el Rosario por su fidelidad y alegría.
8) Una santidad “posible”

La grandeza del Cura de Ars es alcanzable: no pide talentos excepcionales, sino fidelidad cotidiana. Su santidad muestra que el sacerdote se configura a Cristo en lo pequeño y perseverante: una visita, una homilía preparada, un perdón concedido, una hora ante el Sagrario, una penitencia ofrecida en secreto. Allí el Espíritu hace el resto.

El sacerdocio es el amor del Corazón de Jesús” (atrib.). El Cura de Ars aprendió ese amor arrodillado ante la Eucaristía y de pie junto al pecador. Su vida sencilla y penitente fue un sí sin ruido que cambió un pueblo y edificó a la Iglesia.

Pidamos esa gracia: sacerdotes con corazón eucarístico y manos misericordiosas; laicos con oración fiel y caridad concreta. Entonces, como en Ars, el Evangelio volverá a latir en lo cotidiano.

Oración

Señor Jesús, Buen Pastor,
te damos gracias por el testimonio del Santo Cura de Ars.
Haz a tus sacerdotes humildes, orantes y disponibles;
haznos a todos amantes de la Eucaristía y buscadores de tu perdón.
Que, con sencillez y penitencia,
tu Iglesia irradie la alegría de tu misericordia.
Amén.

sacerdote eterno

LA ASUNCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA, ESPERANZA DE VIDA ETERNA



La Iglesia celebra cada 15 de agosto una de las solemnidades más bellas del calendario litúrgico: la Asunción de la Virgen María en cuerpo y alma a los cielos. Esta verdad de fe, proclamada como dogma por el Papa Pío XII en 1950, nos recuerda que María, Madre de Dios y Madre nuestra, no conoció la corrupción del sepulcro, sino que fue llevada al Reino celestial como anticipo de la glorificación que espera a todos los que, unidos a Cristo, perseveran en la fe.

Un misterio de fe y esperanza

El misterio de la Asunción no se encuentra narrado explícitamente en la Sagrada Escritura, pero está profundamente enraizado en la fe de la Iglesia desde los primeros siglos. La tradición cristiana, tanto en Oriente como en Occidente, celebraba ya la Dormición de María, es decir, su tránsito glorioso hacia la vida eterna. La Iglesia ha reconocido en la Asunción la culminación de los privilegios concedidos a la Madre del Salvador, la mujer llena de gracia, preservada del pecado original y asociada de manera única a la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte.

La Asunción nos muestra que la salvación prometida por Jesús no se reduce al alma, sino que abarca también al cuerpo, llamado a participar de la gloria de la resurrección. María es la primera criatura redimida en alcanzar esa plenitud, convirtiéndose en signo de esperanza para la Iglesia peregrina.

María, imagen de la Iglesia glorificada

En la liturgia, la Asunción de María es celebrada con gran gozo porque en ella vemos realizado lo que todos anhelamos: la vida eterna en comunión con Dios. María es imagen de la Iglesia glorificada, la primera en llegar a la meta, la Madre que va delante de sus hijos para animarlos en la marcha.

La solemnidad nos invita a mirar hacia el cielo sin desentendernos de la tierra. María no se aleja de nosotros al ser llevada al cielo; por el contrario, desde la gloria intercede por sus hijos, acompaña nuestras luchas y fortalece nuestra fe. Ella es puente de unión entre la tierra y el cielo.

Un llamado a la fidelidad y a la esperanza

Celebrar la Asunción es renovar nuestra esperanza en la resurrección final, pero también asumir el compromiso de vivir aquí y ahora de manera coherente con la fe que profesamos. María fue glorificada porque primero vivió en humildad, obediencia y entrega total a Dios. Su grandeza está en haber dicho siempre: “Hágase en mí según tu palabra”.

La Asunción de la Virgen nos recuerda que la vida cristiana no termina en el sufrimiento, la enfermedad o la muerte, sino que apunta hacia la gloria eterna. En María vemos ya realizada la promesa de Cristo: “El que cree en mí, aunque muera, vivirá” (Jn 11,25). Su ejemplo nos anima a perseverar en el camino de la fe, confiando que, si caminamos de la mano de Jesús como ella lo hizo, un día también seremos partícipes de la vida gloriosa.

Oración breve:
Santa María, elevada al cielo, enséñanos a vivir con esperanza, a no apartar nuestra mirada de tu Hijo Jesús, y a preparar con fidelidad nuestro corazón para la vida eterna. Amén.

S. JUAN M. VIANNEY, CURA DE ARS, PATRÓN DEL CLERO QUE CURA LAS ALMAS



"Si comprendiéramos bien lo que es un sacerdote en la tierra, moriríamos: no de miedo, sino de amor." La vida de San Juan María Vianney está resumida en este pensamiento suyo. Conocido como "el Cura de Ars", Juan Maria Vianney nació el 8 de mayo de 1786 en Dardilly, cerca de Lyon. Sus padres eran agricultores y lo orientaron desde muy joven a trabajar en el campo, tanto fue así que Juan llegó a los 17 años, todavía analfabeto. Sin embargo, gracias a las enseñanzas religiosas de su madre, aprendió muchas oraciones de memoria y vivió un fuerte sentido religioso.

"Me gustaría conquistar muchas almas"

Mientras los vientos del terror, de la violencia y de la furia de la Revolución soplaban en Francia, Juan tuvo la fortuna de recibir el Sacramento de la Reconciliación en su casa, no en la iglesia, gracias a un sacerdote "refractario" que no había jurado lealtad a los revolucionarios. Lo mismo sucedió con la Primera Comunión, la recibió en un granero, durante una misa "clandestina". A los 17 años, Juan sintió la llamada al sacerdocio: "Si fuera sacerdote, querría ganar muchas almas", dijo. Pero el camino no era fácil, dada su escasísima formación intelectual y cultural. Sólo gracias a la ayuda de sabios sacerdotes, entre ellos el abad Balley, párroco de Écully, logró ser ordenado sacerdote el 13 de agosto de 1815, a la edad de 29 años.

Largas horas en el Sacramento de la Reconciliación

Tres años más tarde, en 1818, fue enviado a Ars, un pequeño pueblo del sudeste de Francia, habitado por unas 230 personas. Allí dedicó todas sus energías al cuidado de los fieles: fundó el Instituto "Providencia" para acoger a los huérfanos y visitar a los enfermos y a las familias más pobres, restauró la iglesia y organizó las fiestas patronales. Pero fue en el Sacramento de la Reconciliación donde se expresó mejor la misión del Cura de Ars: siempre disponible para la escucha y el perdón, pasaba hasta 16 horas al día en el confesionario. Cada día, una multitud de penitentes de todas partes de Francia se confesaban con él, tanto que Ars fue rebautizado como "el gran hospital de las almas". El mismo Vianney hacía largas vigilias y ayunos para ayudar a expiar los pecados de los fieles: "Te diré cuál es mi receta", explicó a un cofrade, "doy a los fieles que se confiesan solo una pequeña penitencia y el resto de la penitencia la suplo yo en su lugar".

Patrón de los párrocos

Consagrado enteramente a Dios y a sus feligreses, murió el 4 de agosto de 1859, a la edad de 73 años. Sus restos descansan en Ars, en el Santuario a él dedicado, que acoge 450.000 peregrinos cada año. Beatificado en 1905 por Pío X, Juan María Vianney fue canonizado en 1925 por Pío XI, quien en 1929 lo proclamó "Patrón de todos los párrocos del mundo". En 1959, en el centenario de su muerte, San Juan XXIII le dedicó la Encíclica Sacerdotii Nostri Primordia, proponiéndolo como modelo para los sacerdotes, mientras que en 2009, con motivo del 150º aniversario de su muerte, Benedicto XVI convocó un "Año Sacerdotal" en la Iglesia universal para ayudar a promover el compromiso de renovación interior de todos los sacerdotes y para que su testimonio de fidelidad al Evangelio en el mundo de hoy fuera más incisivo y creíble.

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EL HOMBRE DEBERÍA TEMBLAR

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San Francisco de Asís