La Iglesia, por mandato del mismo Señor Jesucristo, ha sido enviada a todas las naciones para anunciar el Evangelio y hacer discípulos. Esta vocación misionera que atraviesa toda la historia de la Iglesia tiene sus raíces en la experiencia de los Apóstoles, aquellos primeros testigos del Resucitado. Entre ellos destaca Santiago el Mayor, hijo de Zebedeo y hermano de Juan, uno de los tres más cercanos al Señor. Su vida y testimonio nos inspiran hoy a redescubrir y vivir con ardor la vocación misionera a la que todo cristiano está llamado.
Santiago, testigo cercano del Maestro
Santiago fue uno de los primeros discípulos llamados por Jesús a dejar su barca y redes para convertirse en pescador de hombres. Junto con Pedro y Juan, estuvo presente en momentos clave de la vida del Señor: la transfiguración en el Tabor, la resurrección de la hija de Jairo y la agonía en Getsemaní. Fue testigo de la gloria y del sufrimiento, y aprendió que seguir a Cristo implica entrega total, incluso hasta la muerte.
Según la tradición, tras la ascensión del Señor, Santiago predicó el Evangelio en la región de Hispania (actual España), enfrentando incomprensiones, dificultades y persecuciones. Aunque su misión allí no fue extensa en el tiempo, dejó una huella profunda, que siglos después se convertiría en semilla de la fe en Europa occidental. De regreso a Jerusalén, Santiago fue martirizado por orden de Herodes (Hechos 12,1-2), siendo el primer apóstol en derramar su sangre por Cristo.
La fuerza del testimonio misionero
La vida de Santiago nos recuerda que la misión no es simplemente una actividad o tarea eclesial más, sino la esencia misma del ser cristiano. La fe no se recibe para guardarla, sino para compartirla. La misión nace del encuentro personal con Cristo vivo, que transforma nuestra vida y nos lanza a comunicar esa alegría a otros.
Santiago no fue un predicador refinado ni un teólogo sistemático. Fue un testigo, y eso fue suficiente. Su pasión, su celo, su ardor por anunciar a Cristo, incluso en tierras lejanas y hostiles, son signos de una fe viva, de un amor que no puede callarse. Su martirio no fue el fracaso de su misión, sino su cumplimiento: el Evangelio fue sembrado con sangre, como tantas veces lo ha sido en la historia de la Iglesia.
Un llamado vigente en nuestros días
Hoy, como en tiempos de Santiago, el mundo necesita testigos valientes del Evangelio. Vivimos en una sociedad marcada por el secularismo, la indiferencia religiosa, las ideologías que alejan a las personas de Dios y las heridas existenciales que claman por sentido y salvación. Es en este contexto que el ejemplo de Santiago resuena con fuerza: no podemos quedarnos en la comodidad de una fe privada, encerrada entre las paredes del templo o del corazón. Estamos llamados a salir, a ir al encuentro, a ser misioneros del amor de Dios allí donde estemos.
El Papa Francisco ha insistido en que todos los bautizados somos discípulos misioneros. No hace falta ir al otro lado del mundo para ser misionero: basta con mirar alrededor y descubrir cuántos necesitan una palabra de fe, una señal de esperanza, un gesto de amor. La misión comienza en casa, en el trabajo, en la calle. Y si Dios llama a algunos a dejar todo para ir a otras tierras, es también para recordarnos que la fe es universal y urgente.
La oración como fuerza del misionero
Santiago no predicó solo con palabras, sino también con su vida y con la oración. La comunión con Dios es la fuente de toda auténtica evangelización. Sin oración, la misión se convierte en activismo estéril. Con oración, incluso el más pequeño gesto puede tocar el corazón más endurecido.
Por eso, es necesario redescubrir la importancia de orar por los misioneros y por las misiones. Cada uno puede unirse espiritualmente a la labor evangelizadora de la Iglesia. Y desde la oración, escuchar también la voz del Espíritu que llama, a veces suavemente, a comprometerse más profundamente.
Caminar con Santiago
Siguiendo la huella de Santiago Apóstol, abramos el corazón al Espíritu Santo para que encienda en nosotros el fuego de la misión. Dejemos que el Evangelio sea la brújula que oriente nuestros pasos, con valentía, alegría y esperanza. Que cada uno, desde su estado de vida, pueda decir con el Apóstol: “No puedo callar lo que he visto y oído”.
Pidamos a Santiago que interceda por nosotros, para que tengamos su fortaleza, su fe ardiente y su amor incondicional al Señor. Que el testimonio de su vida nos ayude a responder con generosidad al llamado que Cristo sigue haciendo hoy: “Vayan por todo el mundo y anuncien el Evangelio”.
sacerdote eterno
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